sábado, 12 de agosto de 2023

Los apaches que aterraron a Aculco en 1797

A finales del siglo XVIII, el extenso norte del virreinato de la Nueva España era un territorio mayormente despoblado. Pese a la fundación de ciudades como Santa Fe de Nuevo México (1610), Albuquerque (1707), Chihuahua (1709) o San Antonio de Béjar (1718), así como de una línea de presidios con fuerzas militares, los escasos habitantes de estas regiones padecían la incomunicación con el centro del virreinato (el viaje desde la Ciudad de México a Santa Fe, a 2,600 kilómetros de distancia, podía tomar seis meses), sufrían el clima desértico y, particularmente, vivían expuestos a un peligro humano constante: las incursiones de las tribus indígenas nómadas.

Las provincias del norte [...] están expuestas a las invasiones de los apaches salvajes. Estos terribles indígenas, empujados de valle en valle por la superioridad de las armas europeas, han acabado por encontrar en los climas rigurosos donde se han refugiado, la energía necesaria para vengarse de los usurpadores de su patria y, a su vez, atacan a los españoles establecidos en sus fronteras. Dependen de sus numerosos rebaños, que reemplazan los recursos dudosos de la caza, así como de la cría de caballos castellanos, sobre los que recorren las vastas sabanas del norte e irrumpen inopinadamente sobre las rancherías aisladas en busca del botín. [...] Se diferencian de los indios civilizados de México por sus duros rasgos, su nariz aquilina y la conformación de su frente. [...] Los trajes de los apaches, como los de los osages y de los pawnies, se componen de un sarape de lana, de pantalones de gamuza, de mocasines, de una banda en la frente y de adornos, collares y brazaletes. Sus armas son el arco y las flechas y la lanza, que empiezan a reemplazar por las armas de fuego. (1)

Los apaches eran el grupo más temido entre los "indios de guerra" o "indios bravos", como solía llamárseles. Desde tiempos remotos se dedicaban al saqueo y la depredación de las tribus vecinas y continuaron con este sistema sobre los nuevos pueblos, ranchos y haciendas fundados por españoles y mexicanos, especialmente después de que los comanches los desplazaron más al sur. Los colonos trataron de atraerlos a la paz de muchas maneras, pero los apaches lucharon fieramente por mantener su independencia. De tal manera que ya en el siglo XVIII se les enfrentaba casi sin esperanzas de incorporarlos al orden colonial y a la fe católica. Desde 1729, a los apaches que caían prisioneros se les enviaba a la Ciudad de México, de donde partían a Veracruz para forzarlos a trabajar en las fortificaciones del puerto e incluso para desterrarlos a Cuba, Campeche, Santo Domingo o Puerto Rico:

Lo que se veía a menudo entrando a Veracruz era una cuerda miserable, un tropel de hombres y mujeres reducidos a la condición de bestias. Semidesnudos, o apenas cubiertos con sus cueros de gamuza, de venado o bisonte, con sus raídas prendas de una manta ennegrecida por el uso constante, van asomando una mirada insondable por entre sus largas cabelleras. La piel tostada por el sol, el polvo y la intemperie, que los hace ver más morenos de lo que lo son en libertad, les da un aspecto inconfundible; pues traen consigo todavía las sequedades del desierto, el teatro de la guerra impreso en el fondo de los ojos y a flor de piel. Mientras caminan bajo un calor sofocante apenas balbucean “en fingida humildad” (como dicen sus captores) algunas palabras en su lengua en demanda de agua y comida, mientras la tropa que los conduce toma las mayores precauciones para asegurarlos y mantenerlos cautivos, ya que harán todo lo posible para fugarse en cualquier momento. (2)

A finales de 1796, uno de estos grupos, formado por "apaches mezcaleros" capturados en las fronteras de Texas, Sonora y Nuevo México, era conducido por los soldados del rey desde la capital del virreinato precisamente hacia el puerto de Veracruz para su posterior envío a La Habana. Estaba formado por 29 mujeres y niñas y 28 varones de todas las edades. Pese a la fuerte vigilancia, 18 de esos hombres consiguieron fugarse violentamente la noche del 7 de noviembre, mientras se les repartía la cena en la venta de Plan del Río. Uno de los evadidos sería hallado herido dos meses después no lejos de ahí, en el pueblo de Teocelo, pero el resto se lanzó en una huída desesperada, tratando de retornar a sus lejanísimas tierras. El gran historiador Antonio García de León ha narrado con gran detalle esta odisea en su libro Misericordia. El destino trágico de una collera de apaches en la Nueva España (FCE, 2017), magnífica obra de la que extraigo aquí la información y algunas citas.

Encabezaba al grupo de apaches prófugos un personaje singular: un hombre apodado el Genízaro, "güero y encarnado". Se trataba de Juan Alonso Avilés, criollo secuestrado por los apaches a los cuatro años de edad que había crecido como uno de ellos. Ya mayor, fue capturado por los españoles en un enfrentamiento con su pueblo adoptivo, tras lo que fue reconocido por su familia y en lugar de mantenerlo prisionero se le dio empleo como soldado, puesto en que se esperaba que aprovechara sus conocimientos de los apaches. En esta labor llegó a la Ciudad de México vigilando a un grupo de apaches cautivos y haciendo el trabajo de traductor, pero ahí decidió desertar del ejército. Sin embargo, se le detuvo cerca de Tepotzotlán y como se consideró que había intentado regresar a la "barbarie" apache, fue encerrado con los cautivos de esa etnia y condenado a sufrir la misma suerte en las fortificaciones de La Habana.

Los apaches escapados en Plan del Río tomaron en su huída bayonetas y otras armas. Fabricaron arcos y flechas y se mantuvieron de la cacería y de saqueos a las rancherías a las que se acercaban. Robaron caballos que les permitieron avanzar más de prisa y empezaron a subir al Altiplano de cumbre en cumbre. Pasaron por el Pico de Orizaba y se adentraron por Tlaxcala. Luego fueron vistos por Zacatlán, separados en dos grupos. El 11 de enero de 1797, su persecución tomó un carácter más formal, pues se encomendó al capitán Francisco de Viana y especialmente al teniente Nicolás de Cosío su captura, partiendo de las inmediaciones de Tulancingo. Perseguidos y perseguidores entraron al Valle del Mezquital por los alrededores de Actopan. Pasaron después por Huichapan y se aproximaron a San Juan del Río en busca del Camino Real de Tierra Adentro que conducía al norte novohispano. Los apaches llevaban ventaja y pronto se supo que se habían adelantado por el Bajío hasta Jerécuaro. Luego se les vio por Celaya y hacia el 20 de enero acampaban en las inmediaciones de Querétaro, antes de moverse hacia Salvatierra y Yuririapúndaro, en la intendencia de Guanajuato. Sus ataques eran cada vez más sangrientos y tres apaches murieron en ellos. El asesinato de dos pequeños inició el rumor de que comían niños y el capitán Cosío, enfermo y obsesionado con la persecución, se encargó de propagarlo.

El 1 de febrero, los apaches fueron avistados por Coroneo. Al día siguiente, tres mil hombres se organizaron en varias partidas para enfrentarlos en el cerro del Capulín. Ahí, tras una fuerte batalla, capturaron a seis apaches mal heridos, no sin sufrir 27 bajas del lado español, tres de los cuales murieron. Del grupo de ocho indios que consiguieron escapar, uno caería muerto poco después en un fiero combate cuerpo a cuerpo. Los siete restantes pronto volvieron a perderse por los montes:

Los justicias involucrados en la persecución reconocían que los apaches se habían vuelto ojo de hormiga, que habían desaparecido del todo: aun cuando dieron por cierto que algunos informes recabados decían “haberlos sentido en las goteras del Real de Tlalpujahua”, significando con esto que se hallaban en ruta desviada, ya no hacia el norte, como muchos imaginarían, tratando de retomar el Camino Real —que a esta altura se hallaba bloqueado por los piquetes de movilizados—, sino de nuevo al oriente, muy posiblemente hacia las inmediaciones del rumbo de Jilotepec o Aculco, para retomarlo desde ahí.

Al atardecer del día 6 y siguiendo la ruta hacia el oriente, ganaron una serie de elevaciones boscosas que ofrecían un buen abrigo antes de dirigirse de nuevo hacia el norte. Fue en aquel despoblado montañoso donde decidieron pernoctar. Allí pudieron volver a comer carne y conservar una parte como reserva; descansar unas horas y emprender de nuevo la ruta. En la mañana, avanzando hacia Aculco, toparon de repente con la vera de un camino, el que había que seguir para salir hacia la ruta planeada. Detuvieron la marcha de golpe al llegar a un vado, pues un grupo de gente armada, al parecer un destacamento de soldados, se dirigía hacia el sur, hacia Acambay, para movilizar en su contra a los indios otomíes de aquel pueblo. Una vez pasada la tropa, salieron de sus escondites y retomaron el rumbo cruzando el mismo camino. Fue entonces cuando un hombre y una mujer, acompañados de un niño pequeño, los avistaron y empezaron a dar voces para alertar a la tropa, que enfrascada en su derrotero, y por el ruido de sus cabalgaduras, no alcanzaba a oírles. En un instante, el hombre y la mujer cayeron atravesados de dos flechazos, cesando la gritería. Ella, tratando de proteger al niño, cayó sobre él, cubriéndolo de sangre. Al poco rato, el niño se repuso, se zafó del cadáver que lo aplastaba y echó a correr hacia unos ranchos llorando por la pérdida de su madre y su abuelo. Los apaches habían desaparecido, pero los rancheros se ocuparon del menor, que resultó ileso, y avisaron a los rastreadores —que pasaron después— que el derrotero de los fugados parecía ser un grupo de lomeríos llenos de bosques de coníferas que los lugareños llamaban “la sierra de Naá [¿Ñadó?]”. Asustados de estas muertes, los rancheros abandonaron sus casas y ganados y huyeron a refugiarse en Aculco, distribuyendo rumores por toda la región. (3)

El teniente de justicia de Acambay, Ignacio Díaz de la Vega, organizó a los vecinos de ese pueblo para enfrentar a los apaches, a los que llamaba "mecos", contracción de "chichimecos", el nombre genérico que en náhuatl se les daba a los indios nómadas del norte. Su idea era que "se formase cordón de unos y otros desde el paraje que llaman La Lechuguilla, hasta el Rancho de Chethé, a efecto de que, en la mañana del citado día se explorasen los Montes del Agostadero, Muitejé y Ñadó, para aprehender a los indios mecos que se hallaban amadrigados en ellos" (4). Procedente de Aculco, un destacamento de soldados se reuniría con los 400 otomíes armados con hondas convocados por Díaz de la Vega en el paraje de Caximó:

Antes de partir de ese lugar, el destacamento había recibido las bendiciones del cura [de Aculco] después de una misa mayor en la parroquia de San Jerónimo, en una ceremonia acompañada de cohetes y campanazos que llenaban el ambiente de aquel poblado abrupto. Poco después, el 9 de febrero y desde Acambay, el justicia territorial don Ignacio Díaz de la Vega le escribía a don Alfonso Ramón de Barturen, su homólogo y superior en Aculco, acerca de los incidentes ocurridos en las estribaciones de la sierra —en el paraje de Caximó—, en donde se había topado con la tropa proveniente de Aculco, aprovechando para informarle acerca de la insolente desobediencia de los indios del lugar acaudillados por su gobernador de república, un tal Pedro García. Según él, la insubordinación de los indios, motivada por lo que reconocía como “una actitud soberbia de los españoles durante un decomiso de caballos”, debía ser severamente condenada y reprimida, pues había impedido la captura de los apaches sobrevivientes, quienes tuvieron tiempo para parapetarse en las sierras vecinas, reponerse de su casi total derrota y “desaparecer para siempre.” (5)

¿Pero qué sucedió exactamente en Caximó, Acambay, que arruinó los planes de los perseguidores y propició la fuga de los apaches? Sucede que los soldados decomisaron los caballos de los voluntarios otomíes y uno de ellos intentó recuperar el suyo del oficial español que lo montaba. Éste respondió a cintarazos con su sable, hiriéndolo, y entonces el resto de los indígenas de Acambay apedrearon al oficial. Aunque los soldados intentaron detener el motín y algunos resultaron heridos en el intento, los otomíes decidieron regresar al pueblo sin participar en el cerco de los montes. Ya sin posibilidades de apresar a los apaches en los bosques de Ñadó, la tropa tuvo que retirarse también a esperar nuevas señales de su paso por otros sitios.

Mientras todo esto pasaba y mientras los partes y comunicados iban y venían entre Aculco, Huichapan, Acambay y la ciudad de México, los perseguidos siguieron su camino, siguiendo ahora más claramente su recorrido hacia el norte, para "restituirse a su país y desde allí hacernos la guerra", como rezaba un parte; mientras las autoridades locales atribuían el fracaso final de la misión a las insubordinaciones de los otomíes del rumbo. Los últimos reportes señalan que seis de los fugados cabalgaban por aquellos montes de Dios, armados de arcos y flechas y moviéndose con cautela hacia San Juan del Río y Querétaro. Desde el 27 de febrero, en carta al virrey marqués de Branciforte, el comandante y subdelegado, Juan José Valverde, informaba desde Huichapan que cerca de Aculco habían sido avistados los apaches, camuflados a la usanza rural de aquellas regiones, dando constancia de que los esfuerzos por localizarlos "no han producido últimamente más realidad que la de que se hayan ausentado estos enemigos de los límites y términos de esta Jurisdicción, en que efectivamente fueron perseguidos con todo tesón". (6)

Se desconoce por completo qué sucedió al final con los seis apaches restantes de aquellos 18 que escaparon en Plan del Río. Nadie supo de ellos ni dieron señales de vida desde que se les avistó por última vez en las inmediaciones de Aculco, todavía a miles de kilómetros de las tierras que eran su hogar. ¿Habrán llegado a ellas? Antonio García de León, poéticamente, imagina al final de su libro cinco posibilidades:

Que regresaron a sus dominios siguiendo el Camino Real, que murieron en el camino, que merodean como espíritus en la región de Aculco, que se sumaron a la plebe urbana de Querétaro o que ascendieron, como los gemelos de la mitología de los suyos, a la inmensa comba del cielo estrellado... (7)

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Hasta aquí la historia. No quiero dejar de recomendarles mucho el libro del que la sacado, que pueden leer gratuitamente acá: Misericordia. El destino trágico de una collera de apaches en la Nueva España.

Finalmente, hay que decir que esos no fueron los primeros ni los últimos apaches que pasaron por tierras aculquenses: casi todos los prisioneros de esta etnia llevados a la Ciudad de México viajaban por el Camino Real de Tierra Adentro y en consecuencia por tierras de la jurisdicción de Aculco:

En los últimos años [se refiere a finales del siglo XVIII] los indios bravos convictos se han vuelto parte del paisaje del Camino Real de Tierra Adentro, el que llega a la ciudad de México serpenteando desde la Santa Fe de Nuevo México, en el extremo norte de las llamadas Provincias Internas. (8)

Una de las últimas noticias de apaches prisioneros transitando por estas tierras es de 1806, cuando una mujer apache murió en Arroyozarco mientras se le llevaba a la capital, de lo que dio fe el administrador de la hacienda, don Miguel Sánchez de la Concha:

Certifico en cuanto puedo y el derecho me permite que en esta hacienda a mi cargo ha muerto una india de las de la cuerda que conduce el teniente don Facundo Melgares y queda tirada en el campo y para que conste doy la presente en 8 de enero de 1806. (9)

Ese poco caritativo "queda tirada en el campo" quizá indica que incluso se le negó sepultura y su cadáver quedó a merced de los animales.

 

NOTAS:

(1) Claudio Linati. Costumes civils, militaires et réligieux du Mexique, Bruselas, 1827, pl. 22.

(2) Antonio García de León. Misericordia. El destino trágico de una collera de apaches en la Nueva España, México, FCE, p. 23.

(3) Idem, p. 178, 189-190.

(4) Idem, p. 195.

(5) Idem, p. 194.

(6) Idem, p. 202.

(7) Idem, p. 204.

(8) Idem, p. 22.

(8) Idem, p. 62.