Mostrando entradas con la etiqueta Día de Muertos. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Día de Muertos. Mostrar todas las entradas

domingo, 1 de noviembre de 2020

Día de muertos

Se acerca el 2 de noviembre, el Día de los fieles difuntos en el calendario de la Iglesia, el Día de muertos en la tradición popular. Ya se sabe que cada año aprovecho la fecha para renegar del falseamiento de las tradiciones ligadas a este día que vienen desde la década de 1930, cuando el Estado revolucionario, bajo el gobierno del presidente Lázaro Cárdenas, procuró alejarlas de su raíz católica y Occidental, vestirlas con supuestas tradiciones prehispánicas que en realidad ya estaban para entonces olvidadas, homogenizarlas como si hubieran sido idénticas de un extremo al otro del país e incluso inventarles significados que nunca tuvieron.

Este año, más que subrayar esa lamentable mistificación de tradiciones auténticas, quiero presentarles una hermosa narración que da cuenta de la forma en que en realidad se llevaban a cabo los ritos y ceremonias de este día en un pueblo en la segunda mitad del siglo XIX. Verán en ella cómo la tradición estaba profundamente imbuída de catolicismo y no de supuestas supervivencias indígenas. También, que no era una fiesta alegre, ni se trataba de reirse o burlarse de la muerte, sino de recordar con tristeza y melancolía, con recogimiento, a los que ya no estaban aquí. Nada había de disfraces, esa novedad tan reciente que algunos despistados ya creen tradición. Por supuesto, algunas particularidades de la narración seguramente se alejan de la manera exacta en que el Día de muertos transcurría en Aculco por las mismas fechas, puesto que el autor, Victoriano Agüeros, era nativo de Tlalchapa, Guerrero, y a ese pueblo colindante con el sur del Estado de México se refiere su relato. Pero su sentido general debe haber sido indudablemente muy parecido.

Para adornar el relato, me ha parecido interesante incluir fotografías de algunas piezas históricas, éstas sí propiamente aculquenses: los diez ornamentos litúrgicos antiguos que para la celebración de las exequias y misas del Día de los fieles difuntos existen en la parroquia de San Jerónimo. Ornamentos a los que caracteriza su color negro con adornos dorados y que, lamentablemente, se conservan en muy mal estado, pero fue posible fotografiarlos por un buen amigo en la última transición entre párrocos.

 

EL DÍA DE MUERTOS EN MI PUEBLO

(FRAGMENTO)

En las aldeas, donde se mantiene vivo y es más espontáneo el sentimiento religioso, esta fiesta de los Muertos tiene una manifestación tierna y conmovedora; se liga á las más íntimas y hondas afecciones del alma; porque allí donde todos forman como una sola familia, ¿quién no ha sufrido el dolor de perder a un ser querido? ¿quién no tiene una sepultura que regar con lágrimas? ¿en qué corazón no ha penetrado el frío que se siente cuando se oye caer lúgubremente la tierra sobre las tablas del féretro? ¡Ah! el día de Difuntos..! ¡qué recuerdos tan dolorosos se levantan del fondo del alma ante esta palabra! ¡qué sucesión de tristes reflexiones, de melancólicas memorias, de renovadas heridas, calmadas ya por el tiempo o por el bálsamo de la resignación! La muerte, cuando elige una víctima, no la hiere á ella solamente: hiere también a todos los que la aman, a los que la rodean, a los que conocen sus virtudes y se sienten bien con su amistad; por eso en este día los que viven al abrigo del mismo valle, los que habitan un mismo lugar, los que trabajan y cultivan los mismos campos, recuerdan a todos los que no pueden ya ocupar su asiento en el modesto banquete del día de Todos Santos; ya son el compañero de trabajo, el amigo de la infancia, el que vivía en la casita de arriba o el que sembraba en tal cañada, los que faltan esta noche; ya es la venerable abuela o el amable anciano, que no pueden responder al llamamiento de sus nietos ni acallar sus llantos con caricias; ya es la tierna esposa que dejó en luto un hogar, y en él huérfanos y desamparados a sus hijos; ya es, en fin, la candida y amorosa doncella que se huyó al cielo, y que era en otro tiempo la gala del pueblo, la joya de sus padres, el encanto de los niños y la dulce esperanza de su amante... ¡Todos descansan ya en el seno del Señor, y exigen de sus deudos y amigos recuerdos y oraciones, piadosas ofrendas y lágrimas de gratitud y de cariño!

En los hogares del pobre, en las calles y plazas de mi pueblo, en los senderos que conducen a la huerta y a la montaña, hay, antes de llegar el Día de Muertos, un movimiento inusitado y extraordinario: diríase que se prepara una gran fiesta en la cual deben tomar parte todos los corazones. Por donde quiera se ven ramos y coronas de flores, cirios de blanquísima cera, tiendecillas donde se venden frutas secas, pan blanco sin levadura salpicado de manchitas ro- jas y azules, foqueres de maíz y pastas dulces de leche, para las ofrendas que deben ponerse en los sepulcros el día 2 de noviembre: el ambiente se perfuma con las rosas y esencias traídas de los bosques, y en el atrio de la parroquia, en las puertas de las casas, enormes ramas verdes indican que allí va a rendirse culto á la memoria de algún muerto. No se ve en todo esto un solo adorno de lienzo; y al observar tales preparativos parece que los bosques, las selvas, los árboles, la naturaleza entera, envían á las familias aquellas galas de que se despojan, y con las cuales quieren que se adornen únicamente las tumbas de los que fueron sus hijos y sus amigos predilectos...

Entre tanto, levántase en la humilda nave de la iglesia el carafalco para la misa de difuntos: monumento fúnebre, triste y severo, que servirá para avivar más y más en los corazones de los asistentes el fervor piadoso y la unción de que han menester en sus oraciones...

Llega el día 2: el olor de la cera; las rosas de los campos; los colores de algunas, vistas este día solamente en los altares, y sobre todo, los ornamentos negros con que oficia el sacerdote y los oscuros paños de que está revestida el ara, dan á las ceremonias de este día una expresión de tristeza indefinible. Todos callan y rezan, inclinado el cuerpo, lloroso el semblante, atentos sólo a los pensamientos que se agitan en su mente: van con su oración hasta el trono de Dios, y allí ruegan por personas amadas, cuyos nombres no se atreven los labios a pronunciar, temerosos de que se desaten con estrépito las fuentes de las lágrimas. Hay momentos en que solo se oye el chisporroteo de la cera, la llama de los cirios que se agita al impulso de un aire sutil, el murmullo que allá en el atrio forman los que no han entrado al templo.

La voz del sacerdote turba este silencio, y saliendo los fieles de su honda meditación, les parece ver entre las nubes del blanco y oloroso incienso la imagen de la Religion que los consuela y los llena de esperanza ¡Dichoso momento en que una voz secreta les dice que sus ruegos han sido oídos!

Tal es la misa de finados en la iglesia de una aldea: toda de recogimiento, de dulce tristeza, de penosos recuerdos mezclados de cierta piadosa resignación, que lleva al alma el celestial rocío de la fe, y que la alienta y la fortifica.

Mas no termina con esto el homenaje tributado a los muertos: para ver cómo aman los campesinos la memoria de sus deudos, hay que salir de la iglesia y observar todo lo que hacen en la intimidad de sus hogares y en las tumbas del camposanto.

Las ofrendas: he aquí la costumbre que da un carácter particular al Día de muertos en mi pueblo. Aquellas velas de limpia cera, aquellos panes en forma de muñeca, aquellas coronas, aquellas pastas exquisitas que durante seis días han estado expuestas en las tiendecillas de la plaza, van a depositarse sobre los sepulcros del cementerio, de tal manera, que cubierto el banco de mezcla con un paño de algodón finísimo, toma el aspecto de una mesa cuidadosamente preparada, llena de los más ricos y delicados manjares. Allí se colocan tarros de almíbar, tazas con miel de panales silvestres, panecillos de maíz tierno azucarados y perfumados con canela, flores, conservas, vasos de agua bendita y cuanto de más fino puede fabricar en su casa la madre de familia: es el banquete que los vivos dan á los muertos...

Desde las tres de la tarde, en que la campana de la parroquia comienza a doblar triste y lentamente, como son siempre los dobles en los pueblos, las familias salen de sus casas y se dirigen al camposanto, o al atrio de la iglesia, donde también hay algunas tumbas. Allí recorren las callecitas que éstas forman; y viendo las cruces (no los nombres ni los epitafios, porque no los hay) recuerdan el lugar donde descansan sus parientes o amigos... Colocan en seguida los objetos que llevan para la ofrenda, se encienden los cirios, se arrojan sobre ésta algunas gotas de agua bendita, y poco después sólo se oye en aquel recinto de la muerte el murmullo de las oraciones que se elevan al cielo... Así pasa la tarde: ni la curiosidad, ni el afán de ver, ni otro pasatiempo profano, distraen la atención de los pobres campesinos, que recogidos en el santuario de sus recuerdos íntimos, rezan y suspiran con tierna y honda tristeza.

Cuando las sombras de la noche los arrojan de allí, trasladan las ofrendas al interior de las casas. Se renuevan las luces, se improvisa uno a modo de altar, y colocados en él los objetos que antes estaban sobre los sepulcros, comienzan otras oraciones y otras tristezas. No es raro ver en lo alto de un árbol del bosque, o en un sitio retirado y solitario, una lucecilla que arde a pesar del viento de la noche: es la ofrenda del ánima sola, es decir, de la que en el pueblo no tiene ya ni un pariente, ni un amigo que la recuerde y le adorne su sepultura. Un panecillo y un pequeño cirio, y una oración que se rece por ella, he aquí lo que cada familia dedica al alma de aquel desconocido.

De este modo honran las pobres gentes de mi pueblo la memoria de los muertos.

 

Victoriano Agüeros

(Recogido en Artículos literarios (1880).

sábado, 31 de octubre de 2015

El Día de Muertos en San Lucas Totolmaloya, hace 40 años

Los lectores asiduos de este blog saben que me molesta la banalización del Día de Muertos que se ha hecho en México desde la década de 1930 y su transformación en una especie de carnaval en el que, supuestamente, los mexicanos nos burlamos de la muerte. Nada que ver con la forma que mantuvo la conmemoración del día de los Fieles Difuntos durante siglos y mucho menos con su verdadera esencia: el recuerdo y la oración por aquellos que nos precedieron y ya han sido juzgados por Dios. El Día de Muertos actual es en realidad una impostura, la apropiación promovida por el Estado posrevolucionario de una conmemoración religiosa católica tradicional a la que los antropólogos le han ido sumando aportaciones e interpretaciones prehispánicas hasta convertirlo en una fiesta, un lamentable Halloween mexicanista.

Quien quiera conocer las verdaderas tradiciones del Día de Muertos en México debe remitirse a la forma en la que se practicaban antes de 1936 y, además, cuidarse de no hacer generalizaciones ya que cada región mexicana tenía sus peculiaridades. Porque, en efecto, en la época cardenista las tradiciones de Michoacán -de donde era originario Lázaro Cárdenas- sirvieron como base para la reelaboración de la tradición ya bajo la tutela del gobierno, haciendo desaparecer muchas interesantes costumbres locales.

Hasta donde sé, en Aculco no tenemos relatos verdaderamente antiguos sobre el Día de Muertos. Sin embargo, entre 1972 y 1973 los antropólogos Isabel Lagarriga Attias y Juan Manuel Sandoval Palacios llevaron a cabo una investigación de campo acerca de las celebraciones relacionadas con esa conmemoración en la región otomí, que incluyó varios pueblos de la jurisdicción municipal de Aculco. En este blog ya me he referido a sus estudios al hablar sobre el túmulo de Toxhié, un catafalco que se levantaba en aquel pueblo para recordar a los difuntos y que incluía un fragmento de cráneo real.

Para la época en la que Lagarriga y Sandoval hicieron sus investigaciones Aculco se había transformado mucho, pero algo de las viejas tradiciones se conservaba en pueblos como el mencionado de Santiago Toxhié, el de Santa Ana Matlavat y el de San Lucas Totolmaloya, aunque ya irremediablemente influenciadas por la modernidad y por la uniformidad cultural. De cualquier manera este estudio, publicado con el nombre de Ceremonias mortuorias entre los otomíes del norte del Estado de México por el gobierno del Estado en 1977, resulta la única forma de atisbar lo que pudo ser la conmemoración verdaderamente tradicional del Día de Muertos en nuestro municipio.

Esta vez me referiré a las celebraciones como se daban entonces en el pueblo de San Lucas Totolmaloya, de acuerdo a lo investigado por aquellos dos antropólogos.

Lagarriga y Sandoval hallaron que eran tres los días señalados para la celebración en esta región: el 31 de octubre, dedicado a los abortos y niños muertos prematuramente antes de su bautizo, el 1 de noviembre, día de Todos los Santos en que se recordaba a los niños bautizados muertos a corta edad y el 2 de noviembre, día de los Fieles Difuntos, en que se tenían cabida todos los adultos fallecidos. En estos tres días, en el pueblo de San Lucas, se colocaban ofrendas en los altares domésticos o en los oratorios familiares (un tipo de capilla particular de la que he hablado antes aquí). El primer día, la ofrenda consistía en leche, ceras, flores (cortadas del campo: las ahora omnipresentes flores de cempasúchil eran ajenas a la tradición local) y copal; desde el día 31 por la tarde se colocaba leche, café, pan, fruta y se quemaba copal. Y el día 1 de noviembre desde las 12 del día y hasta el día siguiente se disponía una ofrenda de café negro, mole, caldo de pollo, gorditas de maíz, tamales, frutas pan, pulque, flores, velas de cera (una para cada difunto y una más para las ánimas). Ante la ofrenda se rezaban dos rosarios cada día y algunas otras oraciones (que, hasta 20 años antes de la visita de aquellos investigadores, se decían en otomí). La celebración concluía el 2 de noviembre a medio día.

La ofrenda se consideraba un deber moral hacia los familiares muertos: lo mínimo que se exigía era encender una vela de cera para su memoria, ya fuera en la iglesia o en el hogar. La creencia -ahora tan extendida- de que se pensaba que las almas regresaban en su día particular para ingerir los alimentos de la ofrenda, o acaso sólo su aroma parece que ni siquiera entonces se tomaba en serio: "No ha habido informante [al referirse a la visita de las ánimas] que no añada 'Usted cree que van a venir', 'No creo que vengan pero así es nuestra costumbre y servidumbre', 'lo hacemos porque así lo hacían nuestros antepasados'", escriben los investigadores. Curiosamente, fue un habitante -un fiscal- de San Lucas Totolmaloya quien les dio una respuesta más ortodoxamente católica a sus preguntas sobre las razones de la ofrenda: "Se hace todo esto para pedir por las almas del purgatorio, se le pide que al fin de nuestra vida tengamos ese mismo descanso en la gloria celestial".

En la capilla del pueblo de San Lucas -actualmente ya parroquia- los fiscales del pueblo ponían también una ofrenda de fruta, arroz, tortillas, tamales, café, pan, ceras, veladoras, flores y copal ante el altar, y se efectuaban rezos. Esta ofrenda era costeada por todos los habitantes del lugar y al final se repartía entre los propios fiscales, el sacerdote que acudía a celebrar una misa y su ayudante. El dibujante Aarón Flores Crispín hizo un apunte del aspecto que guardaba esta ofrenda del templo de San Lucas, que muestro enseguida:

De la noche del 31 de octubre y hasta la madrugada del día 2 era constante el doblar de las campanas de la iglesia. Curiosamente, y a diferencia de lo que ocurría en otros pueblos, en estos días los habitantes de San Lucas Totolmaloya no iban al panteón a practicar ningún ritual.

Aunque en varios momentos de la investigación de las costumbres del Día de Muertos llevada a cabo por Lagarriga y Sandoval se advierte cierto prejuicio de interpretación derivado seguramente de la idea que ya para entonces prevalecía en torno a estas costumbres, sus conclusiones acerca de la supuesta "indiferencia del mexicano por la muerte" con la que nos han adoctrinado por décadas no dejan sitio a ambigüedades:

[El dejo humorístico] no está presente en nuestras sociedades indígenas, donde el culto relacionado con la muerte es objeto de un tratamiento diferente, de ceremonial complicado que persiste en este tipo de culturas, a pesar de la aparente incredulidad sobre el retorno de los muertos que confiesan algunos individuos. [...] En ningún momento la broma o el humor se vislumbra, en toda su parafernalia.

Así que, cuando pienses que al festejar con catrinas sonrientes, calaveritas de azúcar, "altares" de tipo michoacano con su perrito prehispánico incluido, disfraces supuestamente mexicanistas e inundar de cempasúchles la ofrenda, estás reforzando las tradiciones de Aculco, piénsalo un poco más: así no conmemoraban el Día de Muertos nuestros antepasados, nunca fue una fiesta.

domingo, 2 de noviembre de 2014

El alma gloriosa y el condenado

Los lectores asiduos a este blog saben bien que no me agrada la celebración del Día de Muertos -ese "invento de antropólogos... ocurrencia de Sergei Einsenstein y el Indio Fernández... puchero de Frida Kahlo"- como escribió el genial Guillermo Sheridan. ¿Por qué? Sobre todo por su falsedad y por la adulteración que hizo este "festejo" (no veo otra forma de llamarlo) de las auténticas costumbres mexicanas relacionadas con el Día de Todos los Santos y el de los Fieles Difuntos:

Desde una perspectiva crítica, la antropóloga mexicana Elsa Malvido sostiene que el Día de los Muertos no tiene raíz prehispánica, sino que es una invención cultural que conjuga costumbres católicas y romanas, además de expresiones estadounidenses e irlandesas, y que fue redescubierta en el gobierno de Lázaro Cárdenas por intelectuales, comunistas, anticlericales y masones que querían subrayar la identidad prehispánica de los mexicanos. Juan Antonio Flores Martos, "Transformismo y transculturación de un culto novomestizo emergente".

Por ello algunos años, si es posible, me gusta aportar textos relacionado con la muerte, pero alejándome de ese nefasto festival -supuestamente "tan mexicano"- y haciéndolo más cerca de la verdadera forma como nuestros antepasados la veían. Si quieres, puedes leer aquí los textos sobre el tema publicados en 2010, otro de 2010 y 2011.

Dicho lo anterior, vayamos al asunto. Esta vez voy a platicarles de un par de interesantísimas pinturas que existen en la parroquia de Aculco y que se refieren precisamente a la idea principal bajo el dogma católico detrás de las conmemoraciones de estos días: la vida eterna. Estos óleos representan a un alma gloriosa y a un alma condenada. Las obras se hallaban antiguamente sobre las puertas del cancel inmediato a la entrada del templo y fueron retiradas de ese sitio en tiempos de los padres agustinos (entre 1951 y 1964). Por mucho tiempo rodaron por distintas estancias del antiguo convento, hasta que hace ya varios años fueron colocadas en su actual ubicación en la sacristía.

Por su estilo, las pinturas parecen ser de principios del siglo XIX. En todo caso se trata de obras de marcado carácter popular, que por lo mismo resultan más difíciles de datar que los que se deben a los mejores pintores de cualquier época. Según recogió el cronista de Aculco Domingo Gaspar Sampayo (1), fueron ejecutadas por un artista prácticamente desconocido de nombre José Jacob. Las dos pinturas cuentan todavía con sus marcos, muy sencillos, de madera dorada. Sus medidas son aproximadamente de 1.85 x 1.40 m.

En el primer cuadro, sobre un fondo claro, el alma gloriosa aparece representada en figura de mujer, descalza, con las manos juntas en actitud de oración, la vista dirigida al cielo y vestida con túnica blanca. Sobre el pecho lleva una especie de escapulario rojo en forma de corazón. Al lado derecho un ángel, de corta túnica azul y manto rojo, la toma por el hombro y señala al cielo. Del lado izquierdo aparecen una serie de motivos algo confusos, pero que parecen representar las tentaciones del mundo y las vanidades a las que ha renunciado el alma para alcanzar la salvación, o es quizá una vista del Paraíso.

En el segundo cuadro el alma condenada aparece, por el contrario, sobre un fondo oscuro y tenebroso. Es un hombre con la barba crecida, la mirada baja, vestido con harapos y sujeto con cadenas. Del lado izquierdo, la muerte representada en forma de esqueleto corta el hilo de su vida. Del lado derecho y por lo bajo, un demonio se apresta a apoderarse de él y sumirlo en las llamas eternas del Infierno que asoman bajo sus pies.

Unos malos versos acompañan a las figuras en grandes cartelas; los del alma gloriosa no han sido transcritos y se los debo a mis lectores. Los de su compañero, el condenado, más largos e interesantes, rezan así, según la transcripción que hizo de ellos el propio Sampayo (a la que corrijo la puntuación):

Mira de tu alma un dechado,
pecador endurecido,
que estás de culpas herido,
en el más mísero estado.
De obstinación el candado
te echas, sin apelación,
pues sin tener contrición
no encuentras el asilo.
Cortando la muerte el hilo
para tu condenación,
asido en fuertes cadenas,
de los demonios cercado,
te miras en mal estado,
presito en eternas penas.
Advierte que tu condena, que tu vida
de ese incierto letargo despierta
haciendo gran penitencia,
porque la suma clemencia,
te abra del perdón las puertas.

Y en la otra inscripción se revela el sentido de la iconografía:

Relega en que a este hombre
con cuidado mortal viviente,
al verlo tan herido,
entre vicios y culpas sumergido,
que su mala conciencia lo ha llevado.
Para que no confiese es el candado,
que en sus labios le son tan oprimidos,
en grillos y cadenas tan asido
que al infierno se va precipitado,
la muerte corta el hilo de su vida,
que enmiéndate, que puede que te suceda
el que vayas a la cárcel tan temida,
en el que entra, para siempre queda.

El Catecismo del padre Jerónimo de Ripalda (1591), que sirvió durante siglos para educar a los católicos en el conocimiento de su fe, menciona entre los "artículos de fe que pertenecen a la santa humanidad":

El séptimo, creer que vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos, conviene a saber, a los buenos para darles gloria, porque guardaron sus santos Mandamientos; y a los malos pena perdurable, porque no los guardaron.

Estos cuadros servían, pues, para recordar al creyente ese artículo de fe y con él las consecuencias que en la vida eterna tendrían sus actos de la vida mortal. Vistas con respeto (y aún algo de miedo) por muchas generaciones de aculquenses, fueron ambas almas al cabo condenadas, pero al olvido, por alguien que pensó, quizá, que con su crudeza herían la sensibilidad de los feligreses.

Ofrezco una disculpa a mis lectores por la mala calidad de las fotografías. Espero que en un futuro no muy lejano pueda cambiarlas por otras mejores.

 

NOTAS

(1) Sampayo, Domigo Gaspar. Aculco. Monografía municipal, México, Gobierno del Estado de México, 1987, p. 81.

martes, 1 de noviembre de 2011

2 de noviembre

El pequeño José María García, muerto hace cien años.

Los lectores habituales de este blog saben bien que personalmente me siento tan ajeno al Halloween como a esa construcción cultural artificial, cardenista y pseudoindigenista -obra en buena medida de fridas y diegos- con que se celebra actualmente en México el "Día de Muertos". Este "invento de antropólogos", como lo llamó la ya fallecida especialista Elsa Malvido, tiene por supuesto una base real que es la conmemoración, común al orbe cristiano y no particular de México, de los "Fieles Difuntos", para utilizar los términos de la ortodoxia católica.

Sin embargo, al sentido original de la fecha -el recuerdo de quienes han muerto, la oración por las almas del Purgatorio, la reflexión porque todos hemos de morir y la aceptación y preparación para la muerte- fue trastocado a partir de la década de 1930 hasta asegurar que se creía que los muertos regresaban en estos días a convivir con los vivos (y más aún, primero los "muertos chiquitos" y despúes los adultos), que los difuntos consumen los alimentos que se colocan como ofrenda, e incluso, ya sin fundamento documental o tradicional alguno, que se pensaba que las mariposas monarca que llegan por estas fechas a los bosques de los estados de México y Michoacán eran las almas que volvían (de ahí el famoso Festival de las Almas). De igual manera, se resucitaron a partir de entonces prácticas prehispánicas (algunas medio inventadas) que ya no tenían ninguna clase de arraigo entre la gente y que por lo tanto no constituían una verdadera tradición.

No, la muerte no es la "catrina" de José Guadalupe Posada, ni la que da la mano a Diego Rivera en su conocido mural, sino algo muy serio que nos mira desde las órbitas vacías de la calavera desnuda que sostienen las imágenes de San Francisco. Es la muerte de los óleos de Juan de Valdés Leal que nos dice "en un abrir y cerrar de ojos se va la vida" y nos reta a vivir cada día aceptando que la podemos encontrar en cualquier momento, sin temerle a pesar de todo, ni siquiera al aceptar que al cabo se alzará triunfante sobre nosotros.

La dedicatoria de la foto.

En estos días en que las calles se inundan con visiones dulzonas de la muerte, ya sean las anglosajonas o las supuestamente mexicanas, que más bien parecen sugerir que la muerte es algo en lo que nadie cree, les comparto la foto más dolorosa entre las que forman mi colección de imágenes aculquenses.

Es un pequeño bebé de dos meses, muerto hace exactamente 100 años, a mediados de 1911. El niño, de nombre José María García, era ahijado de mi bisabuelo y la foto le fue obsequiada y dedicada por sus padres. El cadáver está amortajado con ropas sacerdotales, incluido un enorme bonete en su cabecita, y su cuerpo yerto se halla cubierto de flores. En su rostro, bajo su nariz, se ve un ligero rastro de sangre.

Así es la muerte de verdad. No me pidan que, después de ver a este pequeño, de imaginar el dolor de sus padres, y por más que le cubra ya un siglo, me crea eso de que los mexicanos nos reímos de la muerte.

Descansa en paz, José María.

lunes, 22 de noviembre de 2010

El túmulo de Toxhié

El túmulo de Santiago Toxhié, dibujado por Aarón Flores Crispín (ca. 1976)

Túmulo.
2. m. Armazón de madera, vestida de paños fúnebres, que se erige para la celebración de las honras de un difunto.
(Del Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española)


Después de recibir varios comentarios, todos ellos de palabra, acerca del texto dedicado al Panteón de Aculco, en el que expresaba mi rechazo por la caracterización del Día de Muertos como prácticamente un carnaval (gracias al legado del cardenismo y a una elaboración de supuesta recuperación antropológica-tradicional a partir de aquella etapa), escribo estas líneas para hacer algunas aclaraciones y añadir algunos datos sobre la manera de conmemorar a los difuntos en esta región del Estado de México.

En primer lugar, no niego la existencia de una tradición (más bien debería decir tradiciones, pues difieren en sus formas por su lugar de origen) arraigada y de origen remoto ligada al recuerdo de los muertos los días 1 y 2 de noviembre de cada año. Tampoco niego que parte importante de esa conmemoración sea la colocación de ofrendas (que no "altares") con alimentos particulares de estos días (los cuales, en su origen, eran para consumo de los vivos, no de los muertos). Lo que sí niego es que tales costumbres tengan por único y más importante origen el prehispánico, ya que su raíz principal es occidental, y afirmo que el agregado de elementos ajenos a ellas (como el perrito, referencias al Mictlan prehispánico, cempasúchiles en sitios donde nunca se cultivó ni se cultiva, calaveritas de azúcar en pueblos donde nunca se les conoció), han venido a convertir esas fechas en algo uniforme y tan "tradicional" como puede serlo el Halloween en una calle de Los Ángeles, California. Pero lo que rechazo con mayor energía es la idea de que todos los mexicanos somos tan patológicos como para reirnos de la muerte. Hasta uno de los que más patológicamente se reían de la muerte -la ajena por supuesto-, como fue Pancho Villa, lloró y suplicó de rodillas cuando Victoriano Huerta estuvo a minutos de fusilarlo.

Los mejores argumentos para fundamentar todas estas afirmaciones nos las da un libro sobrio y bien documentado llamado Ceremonias mortuorias entre los otomíes del norte del Estado de México, obra de los antropólogos Isabel Lagarriga Attias y Juan Manuel Sandoval Palacios, publicado por el gobierno del Estado de México en 1977, en el que los autores describen detalladamente sus observaciones de campo a mediados de aquella década en varias comunidades de los municipios de Acambay y Aculco. Sobre el origen de las conmemoración de los difuntos, los autores escriben:

La festividad de los fieles difuntos en el ceremonial católico fue instituida por Gregorio IV en el siglo IX. Vino a ser una amalgama de ideas pagano-cristianas, las cuales fueron introducidas a nuestro continente a raíz del contacto europeo. Aquí se entremezclaron con otras ceremonias de origen prehispánico. La fiesta de los muertos, en su forma actual, es entonces producto de todo este tipo de influencias... Tratar de hacer una división sobre qué elementos del ritual dedicados a los muertos son de origen prehispánico y cuáles no, nos parece fuera de lugar. Quitando algunos rasgos que son muy peculiares de la cultura otomí desde tiempo inmemorial (enterrar a los muertos con una escobita y copal) los demás rasgos no son sólo propios de la cultura hispana que importaron los conquistadores o de la cultura prehispánica, son comunes en muchos pueblos y su extensión es casi universal; tratar de caracterizar al mexicano por una especial actitud a la muerte y a los muertos, es olvidarse de lo anterior.



Puestos así los puntos sobre las íes, volvamos a lo que es realmente interesante y verdadero: en la región de Aculco sí existieron -tal vez todavía existen- formas tradicionales para recordar a los muertos que subsistieron hasta tiempos relativamente recientes en las comunidades indígenas que pertenecen a su circunscripción municipal. No hallará en ellas el espectador aquella gran mentira popularizada por Octavio Paz, en que el mexicano a la muerte "la burla, la acaricia, duerme con ella, la festeja, es uno de sus juguetes favoritos y su amor más permanente"; por el contrario, en estos sitios donde la tradición fue menos afectada por la propaganda del Estado Revolucionario, "en ningún momento la broma o el humor se vislumbra", como leemos en el libro antes citado.

El estudio de los antropólogos Lagarriga y Sandoval da para mucho en este tema. Sin embargo, esta vez nos limitaremos únicamente a recuperar uno de los aspectos por ellos observados en un punto por demás interesante de la geografía cultural aculquense: el pueblo otomí de Santiago Oxthoc Toxhié. Según relatan los autores, en Toxhié encontraron un particular culto a la cruz en tres sitios distintos, la colocación de ofrendas de alimentos en las viviendas, un complicado ceremonial en su templo, y la erección de un singular túmulo o catafalco en la nave de éste:

A las 20:00 hrs [del 1o de noviembre], se empieza el rosario, cantado, dirigido por un "fiscal" y seis "cargueros" (de la fiesta de diciembre) que, parados en fila cerca de la puerta, dan el frente al altar. Delante de ellos, han dispuesto una mesita de 1.50 m. de largo por 50 cm. de ancho y 50 cm. de altura, con un mantel blanco donde ponen flores de cempasúchil y gladiolas.* Delante de esta mesita, un banco de 1 m. de largo por 20 cm. de ancho y 50 cm. de altura, con tres perforaciones. En las dos perforaciones de los extremos ponen dos candelabros de 1.75 m., con sus bases tocando el suelo. En la central, un Cristo. Delante de este banco, otra mesa, igual que la primera, cubierta por un lienzo negro que llega casi hasta el piso por sus cuatro lados. bajo este lienzo, una pequeña caja alargada, conteniendo copal. Dicha caja forma una protuberancia, que representa el tórax de un difunto, ya que ponen una calota (bóveda craneal) humana (sin cráneo facial) junto al tórax. De esta manera representan, pues, un cuerpo humano sin vida. El cráneo es muy antiguo y no se sabe de quién era.** Esta representación se pone siempre desde hace mucho tiempo. Son los "fiscales" quienes hacen el arreglo el 1o de noviembre, después de medio día que es cuando entran los difuntos grandes y salen "los angelitos".***

Encima de esta mesa, se ponen también 6 candelabros, 5 de bronce y 1 de barro, con ceras encendidas [...]

A las 9:30 de la mañana del 2 de noviembre, el campanero empieza a "doblar a muerto". A medio día se reúnen de nuevo las personas en la iglesia. Siete "cargueras" barren la iglesia, mientras algunos "cargueros" arreglan los adornos. Un "carguero mayor" se acerca a la mesa donde está el cráneo y se persigna, toma una flor por el tallo, la sumerge en un pocillo con agua bendita y rocía el cráneo, así como el cuerpo simulado, haciendo dos veces la señal de la cruz, para luego volver a poner la flor en el pocillo. Después se vuelve a persignar y hace una caravana, dando la impresión de que besa el cráneo. También se persigna ante el candelabro que tiene la cruz.

[Después de acudir al cementerio] la gente se reúne dentro de la iglesia donde un "carguero" baja la imagen de las ánimas, descolgándola de la vitrina donde está la imagen de Jesucristo, en el altar mayor. La imagen la reciben dos "cargueras" que se paran, ya con el cuadro, frente a la mesa donde está el cráneo...Cuando terminan (diversas ceremonias al interior y exterior del templo), el "rezandero" principal toma la flor del pocillo que están en la parte posterior de la mesa donde se encuentra el cráneo, y rocía la mesa con el agua bendita, así como el cuadro de las ánimas que es puesto en su altar por un "carguero".

Termina la ceremonia y los asistentes salen de la iglesia, sólo se quedan los "cargueros" para quitar las mesas, apagar las ceras y el copal. El cráneo es puesto detrás del cuadro de las ánimas en el altar...

* Los cempasúchiles se traían de afuera a muy alto costo; en Aculco no existía el cultivo de esta planta por lo que difícilmente se puede aceptar su carácter tradicional en el lugar (Nota de JLB basada en los comentarios de los autores).

** Además de la ornamentación con cráneos y osamentas común en el México prehispánico, su uso, como representación de la muerte estuvo muy en boga en la Colonia por lo que el uso del cráneo en esta localidad debió de haberse reforzado con su auge en esa época [Nota de los autores].

*** La celebración de los "angelitos" o niños muertos el 1o de noviembre no tiene, como a veces se trata de hacer ver, su origen en la fiesta prehispánica de los "muertos chiquitos" o más bien "pequeña fiesta de los muertos" (que además se celebraba enm agosto, no en noviembre). Se trata más bien de una tergiversación o extensión del sentido de la fiesta católica oficial del día, "Todos los Santos", bajo el que se incluyen a los niños que, muertos bautizados e inocentes, adquieren automáticamente cierto halo de santidad, o por lo menos se puede asegurar que se han salvado (Nota de JLB).



Intencionalmente hemos dejado fuera de esta descripción el detalle pormenorizado de las ceremonias que se realizan en presencia de este curioso túmulo, que ya serán motivo de otro post. En esta ocasión sólo hemos querido señalar la existencia de esta tradición, que no sabemos si aún perdura bajo la misma forma en el pueblo de Santiago Toxhié. A algunos les parecerá que no tiene la gracia de una ofrenda con pan de muerto, calabaza, papel de china, y sonrientes calaveritas de azúcar. Para otros quizá resulte turbadora e incluso patética. Pero tiene, a mi ver, un valor muy alto: primero, por el profundo sentido de memento mori que seguramente quisieron darle allá en la profundidad de los siglos sus creadores; segundo, por su relación como ejemplo menor, pero vivo, de los mucho más fastuosos catafalcos novohispanos como el erigido por el arquitecto Claudio de Arciniega para las exequias de Carlos V, o el de carácter permanente que existe todavía en el Museo de Bellas Artes de Toluca; y tercero, como manifestación cultural propia del Día de Muertos en el municipio de Aculco, ajena casi completamente a lamentables mixturas contemporáneas. Es decir, tiene el incomparable valor de la autenticidad.