viernes, 18 de marzo de 2022

El falso sacerdote que engañó a todo Aculco

El 23 de septiembre de 1816, en plena Guerra de Independencia, llegó al pueblo de Aculco un humilde fraile franciscano con la misión de colectar limosnas para su convento de la ciudad de Querétaro. Para apoyar su encargo, el párroco don Pablo García lo acogió y le dio asilo en la propia casa cural. Fue así como aquel religioso -llamado Juan Atondo y entonces con 32 años- se estableció por una semana en el pueblo, atrayendo de inmediato la atención y devoción de los vecinos. El historiador William B. Taylor, en su libro Fugitive Freedom (2021), se ocupa de contarnos esta breve estancia en Aculco, tal como Atondo la narraría más tarde:

[Atondo] dijo que buscó al párroco para mostrarle sus licencias para recolectar limosnas, pero el cura se desentendió de ellas y le dijo que podía hacer lo que quisiera. Cuando un subdiácono -un joven de las órdenes menores- se acercó a él en la iglesia parroquial para confesión, Atondo accedió porque "veía la gran necesidad que había de un sacerdote de fuera". Después de confesar al subdiácono, Atondo celebró misa en la iglesia y siguió confesando a las muchas mujeres y hombres que se acercaron a él. Los instó a todos a hacer una confesión completa y general, que no se avergonzaran ante sus sacerdotes, que era Dios, y no el sacerdote, quien escucharía su confesión y aplicaría la justicia divina en el Día del Juicio, que Dios era omnisciente y no podía ser engañado ni siquiera en los asuntos más secretos.

Aquello parecía algo normal y hasta edificante para los vecinos de Aculco. Sin embargo, días después Juan Atondo era detenido en la hacienda de San Antonio, en el actual Polotitlán, por solicitud del cura de Aculco, pues había descubierto que no era el fraile y sacerdote que pretendía ser, sino un redomado pícaro y mentiroso casi patológico.

En efecto, nacido hacia 1783 en la Ciudad de México en una familia respetable, la muerte de su padre impidió al supuesto sacerdote Juan Atondo que continuara sus estudios más allá de los 16 años. Tres veces había intentado hacerse fraile dieguino, pero en cada intento terminó por salir del convento debido a "enfermedades". Después de su tercera salida, una mujer le exigió matrimonio al descubrirse embarazada, pero en vez de ello Atondo se había unido al regimiento de Dragones de la Ciudad de México, con los que se desplazó a la villa de Orizaba hacia 1801 ó 1802. Poco hecho a la vida de las armas, ahí desertó para unirse a los frailes del convento franciscano. Aunque los religiosos lo devolvieron a su regimiento, poco después aceptaron que ingresara con ellos, tras obligarlo a pagar a dos reclutas para que ocuparan su lugar en el ejército.

Permaneció varios años en el convento de Orizaba, pero Atondo no llegó a profesar como fraile, pues se mantuvo como donado, es decir, como sirviente. Su conducta, además, no fue ahí digna de elogios: se le acusó de avaro y obstinado, de hacerse él mismo vestimentas poco modestas para lo que dispuso sin permiso fondos del propio convento, y de escribir cartas amorosas a una mujer, a la que había enviado también regalos, entre ellos un rosario que no era de su propiedad. Hacia 1808, un día se sintió enfermo y temiendo por su alma confesó sus culpas. Al mejorar y sabiendo que su confesión le podría acarrear grandes problemas, pidió prestado un caballo a un vecino asegurando que iría a Córdoba por un asunto urgente, pero en lugar de ello escapó a la Ciudad de México, donde se acogió a la protección de su familia.

En la capital, Atondo se casó, fue apresado por deudas con sus suegros y tuvo un hijo. Se ocupó un tiempo como sastre, pero como detestaba el trabajo manual y aborrecía a su esposa, simplemente abandonó ocupación y mujer. Esta vez su familia no lo respaldó y tuvo que mendigar por las calles para sustentarse. Aprehendido al ser acusado de robo de algunas posesiones de un pariente, fue liberado cuando solicitó unirse nuevamente al regimiento de Dragones, enviado a Puebla en 1811 para combatir a los insurgentes.

No es muy seguro lo que sucedió con Atondo durante los siguientes cinco años, pues su tendencia a mentir hace dudosas sus declaraciones. Según él, el obispo de Puebla lo habría autorizado a regresar con los franciscanos de Orizaba, pero habría sido capturado por los insurgentes. Conducido a Chilpancingo donde conoció a Morelos, luego sería obligado a unirse a las tropas rebeldes y finalmente terminaría liberado en Valladolid (Morelia) por el capitán realista Juan Miñón. De ahí se habría dirigido a Tlalpujahua para ingresar nuevamente con los franciscanos del convento local, de donde el guardián lo remitió a la sede de la orden en Querétaro. Ahí recibiría el encargo de limosnero es decir, recolector de limosnas, pero permaneciendo siempre en estado laico. En una salida del convento para cumplir con un encargo en San José Buenavista, habría sido interceptado por una partida insurgente. Para protegerse, mintió al cabecilla asegurándole que era sacerdote y, como el engaño funcionó, a partir de aquel momento asumió el aspecto y la conducta de ese estado mientras recorría el oriente de Michoacán celebrando misas, confesando y ofreciendo indulgencias. Sin embargo, los insurgentes habrían terminado por capturarlo acusándolo de espía realista. Conducido a la fortaleza del Cóporo por Ignacio López Rayón, sería liberado poco después al negarse a afiliarse a la insurgencia. Así, Atondo continuó con su engaño por San Felipe del Obraje y Chapa de Mota hasta llegar a Aculco en septiembre de 1823, como se dijo antes.

Tras su detención en la hacienda de San Antonio, Atondo fue entregado a la Inquisición por la suplantación de las órdenes sacerdotales. En octubre se llamó a declarar a Don Pablo García en la causa que se le levantó, y contó así cómo fue que había descubierto el engaño:

El cura le había dado la bienvenida a la parroquia y le ofreció alojamiento. A la mañana siguiente, un domingo, cuando el cura fue a la iglesia a celebrar misa, encontró a Atondo confesando al subdiácono en la sacristía. Todavía estaban allí cuando terminó la misa. El cura se fue a casa y descubrió un poco más tarde que Atondo se había quedado a decir misa y confesar a unas veintitrés personas. Aquella noche reprendió a Atondo por hacer esto sin su permiso y le pidió sus licencias. Atondo respondió que sus licencias para celebrar la misa y confesar habían sido destruidas por insurgentes mientras estaba detenido en El Cóporo, que sólo tenía la licencia de su de su prelado en Querétaro para recoger limosnas y su salvoconducto para viajar. Al inspeccionar la licencia para recolectar limosnas, el sacerdote notó que en el lugar donde el estado religioso del recolector, se leía "de oficio laico" y que alguien había intentado tachar la palabra "laico". La explicación de Atondo volvió a ser que "laico" se había escrito por error y que su prelado lo había tachado.

El sacerdote reconoció que Atondo había recibido un encargo de responsabilidad por parte de su superior en el convento, pero supo entonces que Atondo era un laico, no un sacerdote. No creyó la historia de Atondo de que en realidad era un sacerdote misionero de del Colegio de Orizaba y se cuestionaba sobre sus historias de que dos de sus compañeros franciscanos habían sido asesinados por los insurgentes mientras cumplían su misión, y que él mismo era un ardiente enemigo de la insurgencia. El sacerdote, que ya sospechaba, le dijo que detuviera las misas y las confesiones hasta que pudiera demostrar que tenía licencia y escribió a un colega sacerdote, con el que Atondo afirmaba estar emparentado, para determinar si era sincero. Este sacerdote respondió al día siguiente, 25 de septiembre, que no conocía a Atondo y no podía decir si era sacerdote. El cura de Aculco escribió inmediatamente a un conocido franciscano de Querétaro, que el 28 de septiembre le contestó que Atondo se había presentado allí como fraile del Colegio Apostólico de Orizaba y que había sido encarcelado por los insurgentes en El Cóporo. Los frailes de Orizaba no habían aceptado entonces su pretensión de ser ordenado, pero sí que habían empleado a Atondo en varias tareas y se había comportado como un "hombre de bien", últimamente en la misión de recogida de limosnas. El franciscano de Querétaro añadió que la actuación de Atondo en Aculco era sin duda delictiva y contraria a su cargo y era falso que el prelado hubiera tachado la palabra "laico".

Atondo todavía celebró misa y confesó más gente en la hacienda de San Antonio antes de ser detenido. En el proceso que le sigió la Inquisición testificaron, además del cura de Aculco y otro sacerdote del pueblo, diez aculquenses entre los que estaban ocho españoles y un indígena noble. En marzo de 1816, Atondo confesó sus delitos oralmente y por escrito, mientras ermanecía en las cárceles de la Inquisición. Siguió preso hasta 1818, pero no es claro si fue condenado, si terminó de cumplir alguna condena o si murió en prisión, según afirma Taylor:

En octubre de 1817, los cargos formales contra Atondo fueron finalmente redactados por el inquisidor. Las respuestas de Atondo a estos cargos no tienen fecha, pero debieron ser hechas antes del 10 de marzo de 1818, ya que la audiencia de los inquisidores sobre su caso ocurrió ese día. Las respuestas de Atondo a los informes y testimonios de los testigos tampoco tienen fecha, pero se habrían hecho después del 10 de julio 1818, ya que la última acta fechada en el expediente se refiere a la audiencia de ese día en en la que Atondo respondió a las declaraciones de los testigos. El último documento del expediente, las instrucciones de Atondo a su abogado defensor, tampoco está fechado, pero menciona que había pasado tres años en los calabozos de la Inquisición, por lo que sería posterior al 10 de julio de 1818. No hay constancia de la finalización del juicio, ni de la sentencia, ni de ninguna otra anotación. Quizás Atondo murió mientras estaba detenido. En cualquier caso, el rastro de papel termina ahí.

FUENTE:

William B. Taylor. Fugitive Freedom: The Improbable Lives of Two Impostors in Late Colonial Mexico, Oakland, University of California Press, 2021.

sábado, 12 de marzo de 2022

¿La última capilla-oratorio otomí de Aculco?

Apartada del centro de Aculco, sobre la avenida de los Insurgentes y justo donde desemboca la calle de Santos Degollado, se levanta una de las construcciones más valiosas y desconocidas del pueblo. Siempre la he conocido como "la bóveda", aunque al preguntar aquí y allá me he percatado de que no es un nombre que sea reconocido por la población en general. De hecho, cosa muy extraña, casi nadie la toma en cuenta al hablar de las casas viejas de Aculco, a pesar de su evidente antigüedad y de su singularidad arquitectónica.

El nombre de "la bóveda" describe perfectamente a esta construcción, pues se trata de un espacio rectangular de unos siete metros de largo orientado de norte a sur y cubierto por una bóveda de cañón. Uno de sus lados largos forma la fachada hacia la calle, ligeramente remetida de la alineación de las casas vecinas y reforzada por un par de contrafuertes a cada extremo. Libre de vanos, lo más interesante de esta fachada es una antigua y hermosa cruz de cantera empotrada a la mitad del muro, colocada sobre un breve pedestal de piedra blanca.

El interior, que no conozco pero me ha sido descrito, evoca la nave de una capilla. Incluso posee una especie de tapanco en uno de sus extremos que recuerda el coro de un templo. El único vano es la puerta por la que se accede al interior, ubicada en el otro lado largo y en un extremo popuesto al del "coro". Debido a la poca iluminación del sitio, en algún momento le fueron abiertas varias lucernas circulares en la bóveda. Cubierta de petatillo, desaguan esta bóveda un par de típicas canales de cantera en su extremo sur.

El que esta construcción esté cubierta por una bóveda de medianas dimensiones nos habla de su importancia, pues las bóvedas resultaban costosas y fueron muy escasas en Aculco: la parroquia sólo fue abovedada hasta 1843 y antes tuvo un gran techo de vigas de madera; las capillas posas del atrio sí fueron abovedadas desde 1708, pero la superficie que cubrían es muy pequeña; la antigua capilla de Nenthé tuvo también techo de vigas y el actual santuario abovedado se levantó hata 1848; en las casas particulares, las únicas bóvedas solían ser las también muy pequeñas de los brocales de los pozos. En todo el pueblo, pues, no existe una construcción semejante a la bóveda de la avenida de los Insurgentes.

Sin embargo, en las comunidades del municipio y aún en otros puntos de municipios vecinos que comparten la raíz otomí, encontramos edificaciones muy parecidas que nos revelan cuál pudo ser el origen y uso de esta notable construccion: se trata de las capillas-oratorio familiares que en su agrupación del semidesierto queretano han sido reconocidas como Patrimonio de la Humanidad. Ya he hablado antes en mi blog de este tipo de capillas-oratorio. Como puedes ver en el texto que les dediqué (pincha aquí para leerlo), sus características generales son variadas, pero es evidente que las mejor construidas en territorio de nuestro municipio son muy semejantes a la bóveda de la que hemos venido hablando. Más allá de las dimensiones y cubierta, hasta la alineación paralela a la calle coincide con ellas.

Las capillas-oratorio se construían en las comunidades indígenas otomíes y mazahuas para realizar en ellas el culto familiar a los ancestros. Cada capilla estaba ligada así con una familia y su terreno, en el que también solía estar edificada la propia vivienda, pero independiente del oratorio y separada por el patio. Las capillas más elaboradas estaban adornadas en su interior con pintura mural y en sus altares se colocaban cruces que representaban a los miembros fallecidos de cada linaje.

En Aculco, como pueblo de origen otomí, debieron existir también en tiempos del virreinato varias capillas-oratorio de diversa categoría, desde las muy humildes y cubiertas con techos de hojas de maguey o teja hasta las abovedadas. Sin embargo, la transición étnica que ocurrió hacia la segunda mitad del siglo XVIII, cuando los indígenas vendieron en gran número sus propiedades del centro del pueblo a criollos y mestizos, seguramente propició que estos oratorios perdieran su uso y con el tiempo se adaptaran a otras funciones, perdiendo así su carácter, quedaran ocultas entre otras construcciones domésticas, o simplemente desaparecieran sin dejar rastro. La única excepción entre las capillas-oratorio abovedadas habría sido ésta de la avenida de los Insurgentes.

Aunque otras casas de su calle se han modificado lastimosamente, por fortuna "la bóveda" permanece en excelente estado de conservación. Sin duda es uno de los edificios de Aculco que merece más cuidadosa conservación pues incluso puede contener vestigios valiosos y desconocidos, como pinturas murales en su interior. Quizá es mucho desear, pero tal vez algún día pueda recuperar su antigua vocación, si no ya como espacio de culto familiar, sí como un sitio de visita para el turismo cultural, recreado el aspecto interior que debió tener bajo el cuidado de sus antiguos propietarios otomíes. Añadir un atractivo así a Aculco sin duda sería un acierto.