jueves, 26 de septiembre de 2019

La leyenda y la simple realidad

De un tiempo para acá he visto referida entre las leyendas de Aculco -cada vez con más frecuencia y detalles- cierta historia que habla de una bruja que encerró a tres niños en el viejo pirul que se levanta en la Plaza del Ojo de Agua. Al caminar por aquel sitio varias veces me he topado con visitantes que conocen la leyenda y que intentan distinguir los rostros y los miembros de aquellos infelices niños en el tronco deforme del árbol, al tiempo que tratan de descifrar sus lamentos en el murmullo del canal de los lavaderos públicos. Quizá la versión más elaborada y extensa es ésta que copio aquí, tomada del sitio de internet de la revista México desconocido:

La leyenda cuenta que, en la casa que está al lado de Los Lavaderos, existió una mujer bellísima. Su cuerpo era delgado y lucía una piel dorada y tersa. Solía peinar su largo cabello negro en una suave trenza que resaltaba la hermosura de su rostro. Sin embargo, casi ningún hombre se le acercaba pues algo en ella inspiraba temor. La gente del pueblo decía que aquella mujer no era de fiar. ¿Y cómo podía serlo si su familia era conocida por practicar magia negra? Así que los muchachos recibían advertencias para mantenerse distantes y los adultos ni siquiera eran capaces de verla a los ojos.

Pasó el tiempo y aquella muchacha se convirtió en mujer. A la par, también se fue quedando sola. Entonces, un enorme deseo comenzó a gestarse en su corazón: anhelaba tener un hijo. Estaba convencida de que sería una excelente madre. A pesar de que la gente no la quería, ella sería capaz de darle a su hijo la mejor crianza jamás soñada. Sin embargo, los años no perdonan así que comenzó a ver aquel sueño como algo lejano. En ese momento decidió hacer algo. Ya que ningún hombre se atrevía a unirse con ella en matrimonio, recurriría a otros métodos. Poco a poco se dejó envolver por fuerzas oscuras.

Debido a esto, su semblante cambió. Ya no era el de una joven resplandeciente sino el de una mujer sombría. En sus ojos ya no había dulzura sino rencor. Por más que lo intentaba, no podía engendrar nada. Su vientre la había traicionado y no se preñó más que de un odio creciente.

El tiempo continuó su curso y la ira y el odio creció en esa mujer. No obstante, cualquier dejo de cordura se extinguió cuando, un día, escuchó a dos mujeres del pueblo cuchichear. Las insensibles comenzaron a burlarse porque aquella desgraciada no podía engendrar nada más que soledad.

Cuando escuchó las burlas no hizo ni dijo nada. Sin embargo, eso no se podía quedar así. Entonces, la mujer de Aculco juró vengarse a costa de su propia existencia. No pasaron muchos días cuando cerró un trato con el diablo. La gente lo supo porque, cuando pasaban cerca de la casa, escuchaban que la mujer hablaba a gritos con alguien. No obstante, todos sabían que estaba sola. Además, los gritos eran como cantos con una voz de ultratumba que hacían temblar a todo aquel desafortunado que la escuchara. Poco tiempo después, Aculco se volvió un pueblo lleno de terror. Primero desapareció un niño, luego dos y, por último, tres.

Todos sabían que aquella bruja tenía algo que ver. Así que, un día, el pueblo, armado de valor, se reunió y fueron armados con antorchas, hachas y piedras a su casa. ¡Querían quemarla viva! Sin embargo, nadie abrió la puerta. Entonces, la gente decidió entrar por la fuerza. En ese momento, una niebla espesa cubrió el ambiente y un frío sin igual los hizo temblar a todos. Al mismo tiempo, una voz profunda surgió del gran árbol que estaba frente a la casa.

La voz era como de ultratumba. Primero lanzó injurias y palabras de odio. Después, cuando el terror ya había apresado a todo mundo, confesó ser la misma mujer a la que habían llamado bruja. Y sí, ella había raptado a los niños como una venganza en contra del pueblo. En ese momento, un hombre quebró su propia pasividad y dio un hachazo al árbol. Sin embargo, un grito infantil y de profundo dolor se escuchó. Entonces, la bruja comenzó a burlarse y a decir que las almas de los tres niños estaban atrapados ahí junto con ella.Por eso, si dañaban el árbol no solo ella sufriría sino también los niños. Las madres de los niños desaparecidos estaban presentes así que rogaron al hombre que no dañara al árbol por piedad a sus hijos. El valiente comprendió el pesar de las madres y asintió con la cabeza. Además, hizo prometer a todos no dañar al árbol.

Pasaron decenas de años y, aquella historia se volvió una leyenda que se narra en Aculco. Cabe señalar que, según se cuenta, si clavas un cuchillo o algo filoso en el tronco de aquel deforme y gran árbol, primero saldrá una especie de savia blancuzca que luego se teñirá de rojo. Después, si pones atención, escucharás los quejidos infantiles de dolor y las risas de la bruja de Aculco quienes estarán ahí, por lo menos, hasta el final de los tiempos.

La leyenda tiene su gracia, sin duda alguna, a pesar de que no es tradicional y seguramente no tiene muchos años de haber sido elaborada (por no decir inventada). Pero la historia real del pirul de la Plaza del Ojo de Agua, y de la mujer que lo plantó cuando habitaba la casita que abre su portal hacia este sitio, es muy distinta. Por supuesto no tiene nada de sobrenatural.

Esa mujer se llamaba doña Mariana Fernández, enfermera militar. Era la mujer de don Teófilo Tovar, michoacano y gran hombre de a caballo avecindado en Aculco en 1935 como guardabosques (o guardaparques, como se les llamaba también). Sin embargo, don Teófilo no habitaba en esta casa con ella, sino en la conocida como "casa de la hacienda de La Loma", situada a media cuadra sobre la calle de Iturbide. Doña Mariana, como decía antes, fue quien plantó el pirul de la historia frente a su casa hacia 1940. Al tratarse de una especie de rápido crecimiento y por las características de su tronco es fácil que nos haga pensar que se trata de un árbol centenario, pero en realidad no tiene más que unos ochenta años. Desconozco por qué escogió un pirul, pero quizá lo hizo por las propiedades medicinales que se le atribuyen a su corteza y resina. Porque doña Mariana no sólo no practicaba la brujería contra los niños, sino que gracias a sus conocimientos médicos logró salvar a varios infantes que a principios de la década de 1940 contrajeron la difteria, durante una epidemia que asoló al pueblo. Entre ellos estaba mi padre Gildardo Lara Mondragón.

El médico Enrique Rojas López, que conoció a doña Mariana hacia 1942, escribió con cierto desdén algunas líneas sobre ella en su tesis: "del servicio médico se ocupaba una señora que se dice doctora y que en una época de su vida fue enfermera. Esta señora daba medicinas, empíricamente por supuesto, así como algunas curaciones y la atención de partos." Con todo, era ella la mayor autoridad en estos casos pues, como reconoce el propio Rojas, "nunca, hasta mi presencia, médico alguno había permanecido en este pueblecito".

Así, lejos de ser aquel árbol el protagonista de una oscura leyenda, resulta ser más bien un recuerdo de esa mujer que por años salvó vidas. Lo más probable es que la historia real de la mujer y su árbol no consiga alcanzar la difusión que tiene ya la leyenda, pero eso no importa: siempre habrá quien quiera llegar a la raíz de esas historias y encuentre aquí lo que busca.