lunes, 13 de marzo de 2023

Historias de un sacristán

Poco conocí al buen Sabás García. Lo recuerdo ya anciano, cuando con alguna frecuencia visitaba la casa de mis tías abuelas, y en verdad era simpático ese hombre de rostro lampiño y amable sonrisa. ¡Cuánto podrá haber contado de sus largos años de trabajo en la iglesia, al final de los cuales fue injustamente despojado de su cargo!, pero ya ha muerto y quizá pronto se pierda su recuerdo, que hoy aun conserva la gente de Aculco.

Sacristán desde muy joven, su vida era la iglesia. Madrugaba diariamente para tocar las campanas al alba, y a esa hora comenzaban sus funciones cotidianas: Tener listos y limpios los vasos sagrados, llenas las vinajeras, doblados y en orden los ornamentos, limpia y barrida la parroquia. Al mediodía subía a la vieja torre y daba el toque del Angelus. Si uno caminaba por el campo podía ver cómo la gente que trabajaba la tierra detenía las yuntas y descubría su cabeza al escuchar las campanas que con voz ronca recordaban la anunciación. A las ocho de la noche el toque de ánimas daba fin a sus obligaciones, a menos que ocurriera algo fuera de su rutina; tal vez el doble por un difunto, o el acompañar al padre a confesar a un moribundo.

Las fiestas religiosas le proveían de nuevas ocupaciones: El adorno de los altares y de la iglesia el Viernes de Dolores, los trajines agotadores de la Semana Santa, la preparación de ceniza previa al miércoles primero de la Cuaresma.

Pero Sabás, el buen Sabás, trabajaba en ocasiones horas extras, y lo hacía con verdadera caridad y sin queja de sus labios, aun cuando el sacerdote al que ayudaba a celebrar misa a veces era una aparición y no un hombre de carne y sangre.

Así es, aquellos fantasmas salían de la sacristía atravesando la pared, cercana la hora al toque del alba. Vestían ropas extrañas y hermosas, ornamentos sacerdotales de otros tiempos. Sin decir palabra alguna, le indicaban al sacristán que les ayudase y él se acercaba. El padre comenzaba la misa en latín como era costumbre, y Don Sabás respondía y ayudaba al espíritu. La misa terminaba, en palabras del sacristán, “con oraciones muy raras”, rezos quizá en desuso desde siglos atrás.

Para la misa empleaban los mismos cálices, copones y patenas que Don Sabás preparaba para los sacerdotes vivos, y al final entraban de nuevo a la sacristía atravesando el muro, y no se les veía más.

No sucedió esto sólo una vez y para el sacristán no parecía demasiado extraño. Incluso aseguraba haber asistido a una misa espectral, en la que los fieles arrodillados frente al altar eran también fantasmas, vestidos con ropas antiguas. Sabás García deducía que Dios Nuestro Señor exigía el cumplimiento de una misa mal celebrada al sacerdote culpable y a los asistentes, sacándolos con tal fin de la paz de sus sepulcros.

Otras veces preguntaba con toda seriedad a mis tías:

-Señoritas, ¿no oyeron a la Llorona anoche?

-No, Sabás - respondía tía Esther.

-Pues si, se oyó por la calle de la alberca. Ustedes no la escucharon porque están en gracia de Dios.

-¿Y tú no, Sabás?, terciaba tía Rosa.

-Si, pero uno oye cosas por la calle y la pierde.

Bécquer, genio y poeta, levantó de su sepultura a monjes de otros siglos para crear su inmortal leyenda: "El Miserere", fruto de su privilegiada imaginación y creatividad. Pero Sabás Gracía, en su honrada humildad, insistía en que sus propias historias eran realidad, y era un hombre que no mentía. No se si ese mundo de seres intemporales, espectros y espíritus va dentro o fuera de nosotros, pero quisiera tener ojos como los del fallecido sacristán de la parroquia de Aculco, para verlos como él los vio.

 

 

Este texto forma parte del libro Aculco histórico, artístico, tradicional y legendario, H. Ayuntamiento de Aculco, 1996.