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martes, 29 de agosto de 2023

Cuando se necesitaba permiso para montar a caballo

Factores muy diversos contribuyeron a la conquista española del Imperio Mexica. Los historiadores solían dar más peso anteriormente a los de tipo tecnológico: las armas de fuego, las espadas de acero, las armaduras, los caballos. Actualmente -sin restar por supuesto importancia a esos factores- se piensa que fue mucho más importante la participación las naciones indígenas que eran sus enemigas o que vivían sometidas a ellos. Así, el número de indígenas aliados a Hernán Cortés habría sido tan grande que por sí mismo habría bastado para vencer a los mexicas.

Con todo, los españoles estaban muy conscientes de que el resplado de tlaxcaltecas, cempoaltecas, huexotzincas, otomíes y otras naciones se había originado en esa superioridad tecnológica, cuando los vieron montar por primera vez aquellos enormes "venados", cuando mostraron que eran dueños del trueno al disparar sus cañones y cuando lucieron sus relucientes armaduras hechas de un metal desconocido en estas tierras. Por ello, en los primeros años de la colonización se expidieron leyes que prohibían a los indios montar a caballo, poseer armas de fuego y vestir a la española.

La prohibición fue, desde el principio, poco aplicable: tlaxcaltecas y otomíes participaron en la conquista del Bajío y del norte de la Nueva España, y para ello usaban armas y caballos, que resultaban indispensables en las enormes extensiones que se iban incorporando al dominio español. Más tarde, se formaron de hecho milicias indígenas a caballo para proteger la frontera norte de las incursiones de los pueblos nómadas, como apaches y comanches. En zonas más pacíficas, el caballo, junto con los burros y las mulas, se convirtió muy rápidamente en compañero de trabajo de indios, mestizos y mulatos que laboraban las haciendas.

Pero la prohibición legal de montar a caballo subsistió y por ello algunos indígenas eran multados por las autoridades de justicia de sus pueblos, especialmente cuando montaban de manera ostentosa. En esos casos, muchos recurrían al virrey de la Nueva España para que les permitiera explícitamente montar a caballo, portar armas y vestir con ropas españolas, ya fuera en atención a su calidad de caciques o indios nobles, o bien por haber participado en la Conquista. La mayor parte de estas licencias se expidieron a partir del último cuarto del siglo XVI y el primero del siglo XVII. Luego, ya a finales del virreinato y a causa de la Guerra de Independencia, el virrey Calleja reactivó la prohibición y obligó a solicitar licencia ya no sólo a los indios, sino a todo aquel que quiera montar fuera de las ciudades y por los caminos, tratando de evitar así el movimiento de los insurgentes.

Para el caso de Aculco, se conservan en el Archivo General de la Nación dos permisos concedidos a indígenas para montar, uno de 1638 a don Pablo López de los Ángeles y otro expedido en 1684 a Juan Nicolás. Aquí transcribo el primer documento:

No. 5. Para que las justicias de Su Majestad no impidan a Pablo López de los Ángeles, del pueblo de Aculco, andar a caballo con silla, freno y espuelas y hábito de español con espada y faga, siendo de calidad la que se refiere.

Don Lope Díez de Armendáriz, marqués de Cadereyta, etc. Por cuanto Melchor López de Haro por don Pablo López de los Ángeles, principal y natural del pueblo de San Gerónimo Aculco de la Provincia de Xilotepeque, me ha hecho relación de que el dicho su parte anda en un caballo con silla, freno y espuelas, y para el adorno de su persona anda en hábito de español con espada y daga, tiros y pretinas, y las justicias se lo impiden, y ejecutan penas por ello, en que es agraviado, para cuyo remedio me pidió mandarle a las dichas justicias con graves penas no impidan a dicho su parte lo referido ni le hagan agravio, Y por mí visto en el Juzgado General de los Indios de la Nueva España y el parecer que dio el doctor don P. de Barrio mi asesor en él, por el presente mando a vos cualesquier justicia: no impidáis al concernido andar a caballo y en hábto de español con silla, freno y espuelas, con espada y daga, tiros y pretina, siendo de la calidad que refiere, sin que le haga agravio. Fecho en México a 27 de septiembre de 1638 años. El marqués de Cadereyta. Por mandamiento de Su Excelencia Luis de Tovar Godínez. (AGN, Indios, vol. 11, exp. 5, f. 3v.)

Y acá el segundo:

No. 18. Para que las justicias de Su Majestad y sus ministros no impidan a Juan Nicolás, indio natural del pueblo de San Gerónimo Aculco, y a sus hijos, cosa alguna de las que refiere en conformidad de las reales cédulas que se lo permite, sin que por ello se le cause agravio.

Don Tomás Antonio Lorenzo Manuel Enríquez de la Cerda, conde de Paredes, marqués de la Laguna. Por cuanto ante mí se presentó la petición siguiente: Excelentísimo Señor. José Hidalgo Rangel, por Juan Nicolás, natural del pueblo de San Gerónimo Aculco de la jurisdición de Huichapan. Digo que mi parte y Lázaro de León y Pedro de León, sus hijos, tienen por oficio el curtir corambres que compran de los criadores y obligados del abasto. Y de la corambre que así curten hacen vaquetas, hijuelas *, y obran corazas **, coxinillos *** y otras obras. Y para ello tiene el dicho las herramientas y adherentes necesarios y otras cosas. Y tienen diez mulas de carga con que trajinan en todos los géneros de semilla, frutas y legumbres de la tierra que le son permitidos: chile, maíz, frijol, lenteja, garbanzos, y otras semillas, ropa de la tierra. Y para ello tienen dos mozos arrieros, que ellos como mis partes andan en todas cabalgaduras ensilladas y enfrenadas, y traen espuelas, chuchillos, tijeras, lazos, jáquimas, reatas de cerda y cuero, almudes, cuartillejos, varas de medir, peso y balanzas, y otros aderezos necesarios. Y para que no se le impida el trajino del referido por todos los tianguis y plazas de esta Nueva España, a Vuestra Merced pido y suplico se sirva mandar a los justicias de su majestad y sus ministros no impidan a mi parte cosa alguna de las referidas, ni por ello, ni el vender las obras que así hace de la corambre, se le cause agravio, consientan con las penas, alcabalas [...] José Hidalgo Rangel. = Y por mí visto en el Juzgado General de los Indios, con parecer de mi asesor en él, por el presente mando a las justicias de su magestad y a sus ministros no impidan a Juan Nicolás natural del pueblo de San Gerónimo Aculco, jurisdicción de Huichapan, como a sus hijos cosa alguna de las referidas, en conformidad de la real cédula de su magestad que se lo permite, ni lleven penas, alcabalas, ni otras imposiciones, con apercibimiento de que lo contrario se proveerá de remedio lo que más convenga = A 25 de enero de 1684. El conde de Paredes, marqués de La Laguna. Por mandato de Su Excelencia, don Pedro Velázquez de la Cadena. (AGN, Indios, vol. 28, exp. 18, f. 14-15)

 

* Hijuelas: tiras de cuero; lo que hoy llamaríamos tientos.

** Corazas: piezas de varias capas de cuero que cubrían y formaban parte de la silla de montar.

*** Coxinillos o cojinillos: alforjas que formaban parte de las sillas de montar de la época; corresponden a las cantinas de la silla charra de nuestros tiempos.

Hay diferencias radicales entre estos dos permisos a indios de Aculco, no sólo porque entre ellos hay una distancia de casi medio siglo, sino por la "calidad" de los receptores y las razones por las que se les concedieron. En el primer caso, Pablo López de los Ángeles era un indio cacique a cuyo nombre se le anteponía el "don" y parece no tenía otras razones para montar a caballo, portar armas y vestir a la española que el vanidoso "adorno de su persona". Sin duda, el montar a caballo de esa manera era para él más una forma de mostrarse como miembro de la nobleza indígena que algo especialmente útil. En cambio, Juan Nicolás y sus hijos eran indios "del común", por lo visto trabajadores y activos, que necesitaban el permiso de montar para desarrollar su actividad como curtidores, arrieros y comerciantes. En la historia de Juan Nicolás hay además detalles muy interesantes para la historia de la charrería en Aculco que en otro momento me gustaría comentar, pero por ahora baste poner aquí estas dos historias de jinetes aculquenses del siglo XVII.

domingo, 2 de marzo de 2014

Un coleadero en Arroyozarco en la primera mitad del siglo XIX

Domingo Revilla fue un escritor costumbrista mexicano nacido en agosto de 1810 en Pachuca, Hidalgo, hijo de José Manuel de Revilla Robles y María Felícitas Hernández de Yslas, quienes habían contraído apresurado matrimonio apenas tres meses antes de su nacimiento. Ese mismo año, sus tíos, los hermanos Ángel y Antonio Revilla, adquirieron en subasta la hacienda de Arroyozarco, que después de haber pertenecido a los jesuitas había sido administrada desde 1767 por la Real Hacienda. José Manuel fue designado administrador de la finca y consta en el padrón municipal de Aculco que residía ahí con sus esposa y el pequeño Domingo en 1816.

No es posible saber cuántos años permaneció Domingo Revilla en Arroyozarco, pero su infancia en este lugar dejó en él una huella imborrable, como veremos adelante. Sus tíos vendieron la propiedad hacia 1838 y Domingo se introdujo a los negocios mineros que constituían la riqueza principal de la familia. Pero más que los asuntos empresariales, a Domingo le atraían las letras. Por ello viajó a la ciudad de México a realizar estudios en la escuela de Jurisprudencia. Siendo ya "pasante aprovechado" de esa carrera, en 1844, en medio de la revuelta popular contra el presidente Santa Anna -escribió de él su amigo Guillermo Prieto (quien le dedicaría un poema, "La Agonía", publicado en El Museo Mexicano ese mismo año)- "aplazaba su examen [profesional] por imponerse de marchas y maniobras de los cuerpos del ejército, hacerse amigo de los jefes y hacerse amateur de la vida de cuartel y campamento". Al mismo tiempo, junto con el propio Prieto, Manuel Payno, Juan José Baz y otros redactaban folletos particularmente ácidos contra el gobierno.

Domingo Revilla, "hombre vigoroso y resuelto, jinete diestrísimo y amateur del combate y de los peligros", era además, por su riqueza, mecenas y socorro de aquel grupo de jóvenes liberales, casi todos pobres:

Domingo era la adoración de sus amigos, su dinero estaba en la palma de la mano para socorro de los desgraciados... Violento y nervioso, cualquier cosa le sulfuraba, pero volvía en sí inmediatamente, y entonces raudales de bondades borraban las ligeras huellas de sus impaciencias.

Por su cuenta y riesgo, Revilla decidió unirse a las fuerzas del general Inda para enfrentarse contra el ejército de Santa Anna. Pero cerca de Puebla fue denunciado y sin que mediara proceso ni causa fue condenado a recibir doscientos azotes, que sufrió con gran entereza.

Después de su fallida entrada a las armas, Revilla continuó sus incursiones en las letras. Se unió a la redacción de El Monitor Republicano para oponerse al gobierno de Paredes y, después de la guerra con Estados Unidos, al regreso de Santa Anna. Vivió un tiempo, por allá de 1848, en la casa de Manuel Payno en la calle de Santa Clara.

Pero lo que hace más recordado a Domingo Revilla son sus escritos costumbristas, campiranos, vertidos en publicaciones como El Museo Mexicano, El Mosaico Mexicano y El Liceo.

Estos textos, además, tienen la particularidad de referirse en muchas ocasiones a las tierras donde Revilla pasó su infancia y juventud: la enorme extensión de la hacienda de Arroyozarco. Los seguidores de este blog recordarán que ya me ocupé anteriormente de un texto suyo, que se refería a las batidas de lobos que se daban precisamente en esa hacienda y que pueden volver a leer aquí. Comentábamos entonces que muchos historiadores de la charrería se han aprovechado de sus escritos, pero cayendo todos en un error propiciado por el propio Revilla: dan por hecho que la charrería tuvo su origen en los llanos de Apam, cuando en realidad el charro, su atuendo y las suertes charras como los conocemos ahora son la conjunción de prácticas y tradiciones de muy diversos lugares de la región central y occidental del país. El propio Revilla, después de afirmar aquello, pasa a describir un coleadero... pero que no se desarrolla en los llanos de Apam como habría sido más congruente con lo que escribe, sino uno realizado en tierras arroyozarqueñas. Aún más: al mencionar a los mejores coleadores del país lo hace brevemente, a excepción de "los inteligentes Romeros de Tenazat" (Tenazat o Tenasdá, ranchería de Polotitlán inmediata a Encinillas, cercana a Arroyozarco, tierras todas que por aquel entonces pertenecían aún al municipio de Aculco), familia que, en sus palabras "desde el más grande hasta el de ocho años, manganea, laza, colea, jinetea y arrienda un caballo con igual destreza".

Para ilustrar este texto en lo que se refiere a las escenas de coleaderos hemos seleccionado un grabado de los Recuerdos del Chamberín (1867) y un par más de Reglas con que un colegial pueda colear y lazar (1860), obras ambas de de Luis G. Inclán, que son los más cercanos cronológicamente a la narración. También, aunque son mucho más tardíos, algunos óleos de Ernesto Icaza que muestran la continuidad de esas prácticas a campo abierto a principios del siglo XX. Contextualizan el artículo algunas pinturas más de Icaza (incluso tres murales de la hacienda de Cofradía, en el propio Aculco) y de James Walker, un pintor inglés que en el último cuarto del siglo XIX seguía pintando a los charros mexicanos vestidos a la usanza de los años que vivió en México, hacia 1847.

En fin, demos paso al texto de Domingo Revilla, que sin duda disfrutarán los aficionados a la charrería y aquellos que conocen las tierras que pertenecieron a la hacienda de Arroyozarco:

 

Escenas del campo. - Un coleadero.

A mi amigo D. Ramón Domingo Terreros

 

I

Como esta diversión sea en el día tan común, como nuestros liones se manifiestan cada vez más aficionados a ella, ya sea por recreo, o ya por vanidad, para acreditar que son hombres de a caballo, y por lo mismo tienen las cualidades de sufridos esforzados, y valientes, que en cierta manera entra en el tono de la juventud de nuestra patria, para que tenga un titulo de más que exhibir ante las beldades; y como por otra aparte, no se haya escrito acaso sobre tal diversión, diremos algo apelando a recuerdos ajenos y a los propios.

Acerca de donde tuvo origen el arte de colear si puede llamarse arte, hablando con propiedad, no cabe duda que fue en esta parte de América, que se llama Nueva España; pues aun cuando de la antigua se trajeron el toro y el caballo, no se sabe que allí se hayan dedicado a tan riesgoso ejercicio, aunque los españoles fueron los primeros que en Santiago Tlaltelolco jugaron con unos toros. Tampoco en América del Sur se sabe que se hayan dedicado a colear, con todo y que en ella se han manifestado muy diestros en otras operaciones del campo sus charros, conocidos con el nombre de guachos [sic pro gauchos].

Se ignora desde cuando se empezó a hacer uso de esta diversión; pero se infiere que ha de haber sido en los llanos de Apam, por varias razones. Primera: estando estos puntos más inmediatos a la capital, disfrutando de buen temperamento y abundantes pastos, es claro que en ellos los españoles colocaron los ganados vacuno y caballar que trajeron para su propagación y abasto consiguiente. Segunda: Aumentando su número, el ganado fue alzándose y embraveciéndose, y de la necesidad de reducirlo a los diversos objetos que está dedicado, se usó el medio de colear a un toro, como el más sencillo para contenerlo, y evitar por los tirones y porrazos que no escapase. Tercera: Siendo estas tierras donde se encuentran los mejores pulques, sus habitantes alimentados con él, criándose muy robustos, y con ese fuerte estímulo se hallaban más diestros a lanzarse tras de un toro, despreciando los peligros; porque es bien sabido que es uno de los efectos que produce el uso de los licores fermentados.

Estas conjeturas son las más naturales en el particular y si no se merecen la aprobación de los amateurs, cada cual hará las que mejor le plazca, pues uno es libre para opinar, hasta que la realidad destruye la opinión. Respecto al orden con que fueron inventados los diversos modos de colear, no hay conjeturas; pues hemos tenido oportunidad de consultar a los más inteligentes y más antiguos aficionados, que prodigiosamente han escapado de tantos peligros. El primer modo fue a pulso, (1) como el más sencillo y natural, necesitándose para éste más pujanza que agilidad. El segundo, a cabeza de silla; pero por no tener gracia y ser más riesgosa, no se acostumbra. El tercero, a arción vieja (2). El cuarto a arción bolera (3). El quinto a rodilla (4); y el sexto a la charrada (5). El más moderno de todos es a rodilla; pero ninguno es más airoso y galán que el de la bolera, tanto por lo fuerte y seguro del tirón, como por la destreza que se necesita para tomar la cola, levantar la pierna, enredar aquella en la mano y en la pantorrilla, trabándola al mismo tiempo en la espuela, y abrir y sacar al caballo para pasar al toro y darle la caída.

El autor de la bolera fue un tal Aguilera, picador del virrey Iturrigaray: a pocos días lo invitaron en los llanos de Apam D. Eugenio Montaño, que después fue coronel insurgente del regimiento de Otumba, D. Nicolás Saldierun y un tal Casullas. De los llanos de Apam pasó el uso de la bolera al Mezquital, del departamento de México, que está situado en el Distrito de Tula; en el Mezquital es donde se ha perfeccionado más que ninguna otra parte este modo de colear. Tres personas fueron las que más se distinguieron desde luego por su agilidad para colear y que llamaron la atención. ¡Y cosa rara! Estas tres personas que hace cerca de cuarenta años que han corrido en diversos puntos, en distintos terrenos, entre breñales y precipicios, que día a día han expuesto su vida, viven y se consideran todavía vigorosos, y aún no han abandonado esa diversión. Los tres campeones del Mezquital son: D. José Antonio Olguín, D. José Luís Monroy y D. Pedro Lombardo, y pueden llamarse los veteranos de los coleadores de esos rumbos, y justo es que hagamos mención de ellos.

Cada familia, según es el rumbo, ha sabido sostener su reputación de colear y demás operaciones de campo, a caballo. En los llanos de Apam, los Montaños; en el Mezquital, los Monroys en donde figura, con otros muchos, el caporal de Tenquedó Luís Monroy; por Tierra-Fría, los Cervantes, de quienes ha sido el jefe el mentado don Marín, y los inteligentes Romeros de Tenazat, en cuya familia, desde el más grande hasta el de ocho años, manganea, laza, colea, jinetea, y arrienda un caballo con igual destreza. Hoy los hombres de a caballo se encuentran por casi todas partes, pero no todos colean a bolera.

Antes de que el uso de la razón se desarrolló en nosotros, ya presenciábamos esas escenas, que al principio infundían cierta especie de terror, cuya impresión se va insensiblemente disminuyendo hasta convertirse en un verdadero placer. Familiarizados con ellas, comenzamos a apreciar la agilidad de D. José Luís Monroy, de los Andrades de Pachuca, del valiente Andrés Tilas, del afamado D. Marín Cervantes, y del infatigable y muy apreciable, por todos títulos D. Ángel Carmona

(1) Consiste en enredarse la punta de la cola en la mano, y tirar al toro de ella en fuerza de la carrera, y botarlo al suelo.

(2) Llámese colear a arción, cuando el jinete coloca la cola del toro debajo de la pierna, y en consecuencia de la arción de la silla.

(3) Colear a arción bolera, es cuando el jinete coloca la cola del toro, para estirarlo, debajo de la arción, y enredándola simultáneamente en la pantorrilla, o más abajo, y en la espuela.

(4) A rodilla, consiste cuando se enreda en la mano la cola, y encogiéndose la pierna, se coloca debajo de la rodilla, apretándola con ésta y haciendo fuerza hacia adelante con todo el cuerpo para darle el tirón al toro.

(5) Este modo es igualmente riesgoso, y se acostumbra por Jalisco; se toma la cola, y en la fuerza de la carrera, sin soltarla, se apea el jinete del caballo y da el tirón al toro.

 

II

 

Aunque casi todo el año se colea, especialmente en las haciendas que tienen bastante ganado, y que disfrutan de excelentes pastos y de buenos aguajes, no es lo común, porque el estropeo de los animales causa grande mortandad. Regularmente del mes de junio a diciembre las diversiones del campo tienen lugar, especialmente en los meses de julio y agosto, en que se dan los rodeos del ganado mayor.

Los lugares en que se pasan los primeros días de la infancia tienen para todo el mundo cierto encanto que no se borra jamás; y a cualquier distancia, en todas épocas, se presentan a la imaginación con la misma vivacidad que la primera vez; las imágenes son animadas y los recuerdos exactos. He aquí el motivo por que se aman con delirio esos lugares. Nosotros no estamos libres de esta justa afección hacia la hermosa hacienda de Arroyozarco donde recibimos las primeras impresiones. ¡Cuán grato nos sería hacer de renombre los pintorescos puntos de esa hacienda, que hemos recorrido, cuando llenos de júbilo concurrimos a presenciar o a participar de esos coleaderos, en medio de muchos amigos y de las personas de nuestra familia! Si alguna cosa hay que más ponga en movimiento en una hacienda, es ese ahínco, esa ansiedad que se tienen por las diversiones del campo. La preparación de los caballos para que no falten ni sean vencidos por otros en el coleadero, la conducción de ellos con sus arneses y camisas, producen cierta emulación en todos los que han de asistir, ya sea por obligación, por gusto o por compromiso. La víspera o ante-víspera de esos días de diversión, hay las mismas órdenes, las mismas prevenciones, el mismo convite y la misma diversión.

-Ve a decir al caporal, le ordena el amo a un criado, que mañana temprano nos aguarde para ir a colear.

-Que prevenga los mejores toros en tal lienzo, le dice un aficionado.

-Que disponga una barbacoa y unos asados de pastor, le previene uno que es más gastrónomo que aficionado.

El criado parte con gran velocidad, y otros marchan con cartas para convidar a diversas personas, si no es que se han hecho los convites ocho días antes.

No es fácil explicar la alegría con que se anuncia el coleadero; todos los corazones palpitan. El lugar donde se ha de tener es como un punto de cita de honor. Muy buen cuidado tienen para no faltar a ella, tanto los convidados como los que se unen a ellos, o los que por sí y ante sí se reputan tales, más bien por el almuerzo que por el coleadero, bien que todo entra en la diversión, como dicen los rancheros.

Los preparativos, cada vez que hay una de estas diversiones, animan a la generalidad de los rancheros de los alrededores, y cada uno manifiesta grande empeño por su parte para concurrir, sin que obste la distancia, porque es ninguna, si se atiende a que más corren en un coleadero o diversión semejante, que en un día caminando.

Muy temprano, el día de la diversión, cada cual se dispone para la partida, y procura llegar oportunamente.

Circunscribiéndose al teatro expresado, séanos lícito manifestar las impresiones que hemos sentido por más de una vez. Una distancia de cuatro leguas, hacía que antes que rompiese el día, estuviesen en pie los diversos grupos de aficionados. Al principio, un profundo silencio reinaba, después todo era movimiento: el relincho de los caballos que se ensillaban, sus estrepitosas pisadas resonaban en todo el ámbito y se confundían con el incesante voceo de jinetes y criados; el bullicio crecía a su colmo. Ya montado todo el mundo las voces eran más claras, las prevenciones más expresas y las órdenes más terminantes. La caravana se ponía en marcha, y el silencio sucedía al clamoreo que iba disminuyéndose cuanto más aquella se alejaba.

Los días de julio o agosto son los más propios para un coleadero. ¡Cuán frescas eran las mañanas de esos días! La neblina estaba tendida al pie de los cerros y en una gran parte de los valles: el viento a poco la barría y los árboles se presentaban como agrupados unos sobre otros; marchábamos unas veces silenciosos, y otras bulliciosos y alegres debajo de sus espesas ramas que se movían al soplo de un ambiente embalsamado. Al pasar se levantaban del pie de los árboles los toros y vacas que dormían tranquilos y que habían venido allí a resguardarse de la lluvia: al vernos corrían por todas partes huyendo de nosotros , y desaparecían perdiéndose en la espesura de la cañada Oscura y en las del Bonxi, lugares cubiertos de elevadas y copudas encinas bajo las que crecen hermosas rosas silvestres. La luz del crepúsculo comenzaba a difundirse , y al poco la aurora teñía el firmamento de arrebol, trinando los jilgueros y otras aves en aquellas soledades con encanto indefinible. En medio de esa pompa, el sol aparecía lleno de gala, y la naturaleza ostentaba toda su majestad, e inspiraba una emoción de dulce melancolía, emoción que no puede expresarse, y que sólo se sabe sentir.

Muy temprano, por su parte, el caporal y los vaqueros, con otras personas, que por lo común se les unen hasta 500, habían pasado a los abrevaderos para reunir el número de toros destinados al coleadero, , los que reúnen con sus furiosos y monótonos gritos de : oh, jooo, oh... A las ocho de la mañana se percibe a los lejos y entre las arboledas un punto negro que apenas se mueve; pasada media hora, el punto se convierte en una reunión de ganado: el caporal viene por delante de los toros galopando ligeramente y gritando: guía, guía, palabras que entiende el ganado para seguirlo. Los vaqueros circundan a los toros para cubrir los claros y evitar que se escapen; y siguiendo al caporal lo arrean; cuando un toro se sale del ganado y corre, el caporal y los demás gritan: cárgalo; esto es, que lo vuelvan al cuerpo de animales. Los asistentes van a su encuentro para reforzar a los vaqueros, pues los toros por un instinto singular, parece que presienten el mal trato que van a sufrir. Llegados los toros al lienzo o cerca de donde deben colearse, se colocan allí, custodiados y vigilados, y se da un pequeño descanso.

El paraje que se escoge es el lienzo de las Águilas; pero antes de pasar adelante permítasenos describirlo. Es una eminencia un poco elevada, y que tiene un suave descenso para todas partes: de oriente a poniente está puesta una cerca doble de piedra, alta y como de trescientas varas de longitud: el terreno, en toda la línea, es macizo y parejo, por lo regular. El inmenso panorama que se desarrolla a los pies del observador desde el cerro de las Águilas o del Azafrán, que es otro semejante y que está inmediato a él, hacia el oriente, es bello: al poniente se divisa una hermosa cordillera cubierta de corpulentos pinos y de frondosos encinos de los montes de Madó, Buxio y San Juanico; la cordillera se va prolongando al sur por los montes de Timilpan , Agua-bendita; tras estos, aparece, con la superioridad de su elevación, el cerro de Jocotitlán, y a la parte del sudeste, este y noreste, se dibujan en un fondo azul oscuro los montes de Meleza, Calpulalpam (punto el más elevado entre México y el interior, según el barón de Humboldt) y el majestuoso cerro de la Virgen. A la parte del norte y del noroeste se encuentran inmediatos los pequeños y graciosos cerros del Bonxi, el Conejo y la Cruz. Dentro de toda esta circunvolución se ven inmensas lomas y llanuras cubiertas de excelentes pastos y de infinidad de rosas que los matizan, especialmente en el punto de observación en donde crecen algunas, cuya fragancia deleita los sentidos. Desde aquí se distinguen hacia el sur los poéticos llanos de Guapango, cubiertos de innumerables ganados de los hacendados del rumbo de Toluca, que vienen a agostar desde junio hasta fines de octubre. Por una parte, la vista de la frondosidad de los montes que rodean el valle, la de las aguas de la presa de Guapango, que están tendidas y tranquilas a la manera de un gran espejo, a un lado de ese valle y en una dimensión de siete leguas, y por otra la de las llanuras cubiertas de animales, en una vasta extensión, contenidos todos como en un gran circo, forman un espectáculo sorprendente y grandioso, que debe verse, por lo ineficaz de las descripciones, si se pretende tener una idea exacta de él.

 

III

 

Después del descanso que se ha concedido, se comienza a disponer el coleadero. Todo el mundo se prepara, como si se fuese a dar una batalla, bien que es una verdadera lid con los toros, , y en la que se expone la vida, que se pierde a veces. Desde luego se ven a los vaqueros remudar sus caballos, y a los criados los de sus amos; los caballos comprenden la tarea que van a tener, y dirigiendo la vista hacia donde se halla reunido el ganado, se ponen valientes, briosos y con el cuello erguido. Si se les tiene parados, dan vueltas y rascan la tierra con las pezuñas; al punto que se montan se ponen muy garbosos y vivos.

El caporal, y en su defecto el caudillo o sobresaliente, arregla, como en todo lo demás, el orden de la diversión; las paradas de coleadores se sitúan una después de otras, formadas de tres individuos, para que uno tome la cola y los otros dos le hagan lado, esto es, evitar que el toro culebree, lo que sucede cuando el toro no corre derecho o en línea recta, pues en este caso es muy riesgoso seguirlo, por la facilidad que hay de que se traben las manos del caballo con los pies del toro. dada la señal para que dé principio el coleadero, el caporal o caudillo toman la garrocha y cortan uno por uno los toros hasta ponerlos en el partidero (*) del lienzo, en donde los esperan los tres jinetes que lo han de colear. Apenas llega el toro a este lugar, cuando corre por el claro que le abren con sorprendente velocidad; los coleadores lo siguen con admirable empeño; los caballos parten como unas flechas disparadas; en un momento han desaparecido los hombres montados y los animales; un ligero ruido, como el de la violenta tempestad, se ha oído y se ha desvanecido en el acto: ese ruido lo han causado las pisadas de los toros, las de los caballos que lo siguen, las voces de los jinetes y el chasquido de sus cuartas con que animan a aquellos. Después de la primera parada va la que sigue; tras ésta otra, después otra y otra. El caporal, con toda la fuerza de sus pulmones, y empuñando la garrocha con que pica a los toros por el cerviguillo, les grita:

-¡Corta toro!

-¡Fuera, bruto!

-¡Corta, animal! ¡corta!

-Las paradas que siguen. ¿A quiénes les toca este toro?

En un corto espacio de tiempo la mayor parte de los jinetes se han diseminado por la llanura, que está cubierta con hombres de a caballo y toros que corren en diversas y encontradas direcciones; el movimiento de jinetes y toros cambia según las desigualdades del terreno; aquellos se esfuerzan para alcanzar a éste, y éstos huyen burlando su tenacidad. En donde la vista alcanza se ven rodar algunos toros, que los han estirado en fuerza de la carrera, y han caído enseguida a tierra: más lejos apenas se distinguen los coleadores y animales en sus movimientos y sólo se perciben unos bultos negros, porque aunque sea veloz su carrera parece que es lenta, ya sea por la distancia, o ya sea por lo inmenso del terreno en que andan.

Las paradas vuelven sucesivamente; algunos jinetes, para dar descanso a sus caballos, se apean de ellos, les aflojan la silla y los estiran hasta cerca del partidero; aquí montan nuevamente y continúan con el mismo ardor, con igual entusiasmo. La parada que vuelve, parte en el acto; le sucede otra y después las demás.

Llega la hora del almuerzo. y la diversión se suspende; todos concurren a la mesa, improvisada debajo de un árbol o de una enramada, y sobre la fresca yerba y el verde césped, matizado con multitud de flores de diversos colores. Se traen los manjares y empieza la distribución: la fatiga o el ejercicio que han tenido, la familiaridad, la buena armonía con que cada uno se siente inspirado, y la vista del campo, en que se desarrolla una vegetación llena de vida y de caprichosas y variadas formas, sazonan la mesa y reina el buen humor y la cordialidad. La conversación, como siempre que hay estos pasatiempos, se anima, elogiándose la destreza de los coleadores, los riesgos que se han corrido, los precipicios que se han salvado o evadido, la agilidad de sus caballos y su maestría, la ligereza de los toros y su dureza para estirarlos, su bravura, arrendando o haciendo frente a los que los siguen. Acaso los más expeditos de los coleadores son los que menos hablan, y sólo se sonríen cuando escuchan elogios o descripciones exageradas. -Una cosa disgusta a los que , no acostumbrados a las diversiones del campo, asisten a estos convites, y es de ver las manos de algunos de los concurrentes, que gotean sangre, que las tienen heridas por enredarse en ellas la cola, cuando los toros oponen grande resistencia al tirón que se les da, y son los que se tienen por toros duros. Mas cuando se ha familiarizado con estas escenas, ningún disgusto causa la vista de las manos desolladas: antes es para algunos un placer; y si no, díganlo los jóvenes mexicanos, que se presentan ufanos en la Alameda, el Paseo, el café y el Teatro, aparentando que se han rozado las manos en algún coleadero.

Las alegría preside por todas partes a los convites que se tienen en el campo. especialmente en algunas diversiones favoritas como éstas. Así, pues, la complacencia no tiene límites; y para que sea completa, las copas de pulque y de vino pasan del uno al otro extremo de la mesa.

 

(*) Se llama así el punto en que empiezan a cortar los toros.

 

 

IV

 

Después del almuerzo, todos los concurrentes se manifiestan con más franqueza, y a un tiempo se oyen las diversas órdenes que dan, para que se remuden los caballos.

-Juan, ensíllame el Coral.

-A mí el Dos-caras.

-Échale la silla al Tamarindo.

-Ponle el freno al Jilguero.

-Onofre, ensilla para ti el Silencio y que Gregorio lleve el Travieso.

-Félix, ponle mi silla al Ciervo, monta tú en el Naipe, y lleva al Charro, al Canario y al Tambor debajo de aquél árbol.

-Atanasio, tráeme el Duende.

-Nacho, mete al Cejillas.

Todas las voces de mando, como los nombres de los caballos, se oyen simultáneamente por todas partes; los criados se afanan, los vaqueros se multiplican, y es el único día en que se les ve diligentes. Unos y otros, vestidos con sus calzoneras, botas de campana, sus cotonas lujosas, más o menos, y sus sombreros en mano, dan a cada uno su caballo, que han ensillado con sorprendente prontitud. El ruido de sus monstruosas espuelas, el relincho de los caballos y los gritos de todos, forman una batahola y una algazara sin igual, en medio de la que se advierte una competencia entre dos compadres que se aman con el corazón. Uno de ellos pretende cumplimentar al otro y le dice a su hijo:

-Apéate, muchacho, y dale el Chispillas a mi querido compadrito. -El Chispillas es un caballo de las dimensiones de un perro, y el compadre, a quien quieren obsequiar, es muy gordo y obeso, como un provincial o un usurero, ve que el caballo liliputiense no lo aguanta, y temblando por sus días, con gran empeño le responde a su amado compadre:

-Compadrito de mi alma, mil gracias: que se divierta mi ahijadito; yo no corro hoy.

-Ni diga vd. eso compadrito: ¿qué se diría de mí, que venía vd. a un coleadero y yo no le había de dar en qué se divirtiera?

-Muchacho, ensíllale a mi compadre pronto tu caballo; pero pronto.

-Compadrito de mi vida, yo no coleo: hoy hace años que me iba a matar, y su comadre de vd. por nada se me muere del susto, y he hecho juramento de no volver a colear, y promesa al Señor de Chalma.

-Compadrito, no, no: hoy todos hemos de colear. No tenga vd. cuidado, el caballo es fuerte y seguro para correr; pero si no le gusta a vd. ése, montará el Apenitas, que es muy bueno. -El Apenitas era un caballito punto menos que el Chispillas, en esto el infeliz compadrito temblaba. En fin, después de varios cumplidos y excusas, y habiendo agotado media docena de vasos de pulque, ambos compadres se resolvieron a correr la misma suerte, y quedando anuentes, requirente y requerido, sin apelación alguna.

Concluido del todo el almuerzo y los cumplimientos, vuelven a montar a caballo actores y espectadores, y ninguno desmiente su decisión: los primeros para obrar, y los otros para aplaudir o censurar, como patriotas hojalateros, desde el seguro sitio en que se colocan para ver y divertirse. Todos están joviales y vigorosos; los que censuran están más severos, los coleadores más atrabancados, el caporal más complaciente y los vaqueros más atentos, aunque no más cuidadosos de que el ganado no se alborote. Todos marchan al campo de la lid con mayor entusiasmo.

El caporal vuelve a empuñar la garrocha, y con grande esfuerzo corta otra vez los toros a los coleadores: ahora está más garboso, y como por hacer alarde de su buena memoria, corta a los toros por sus nombres, y malicioso o picaresco, separa los más mañosos, duros o arrendadores, a los individuos de las paradas, con quien quiere divertirse o vengarse de alguna mala partida que le han jugado. Las paradas se colocan por sus turnos, y el caporal grita:

-¡Ave María Purísima!

-Anden, señores.

-Vamos, caballeros.

-Corta, Jicote, corta.

-Fuera, Gato.

-Guía, Gavilán.

-Parte, Venado.

-Corta, Huitlacoche.

Los coleadores parten veloces : los caballos participan del mismo empeño, de la misma emulación de sus amos, y saliéndose de la rienda, tascando el freno, echando espuma, arrojando humo por boca y narices, centelleando los ojos, tendiéndose como gamos, saltando como liebres, siguen al toro. Un jinete, para dar pruebas de su habilidad, empareja en arrebiate su caballo al toro: desde el partidero le pone la mano sobre la palomilla; el toro luego que la siente da un brinco, y el coleador, solazándose, la deja resbalar en todo el lomo, cuya piel parece, por la violencia y lo lozano del animal, un terciopelo, y toma la cola: a un tiempo casi imperceptible la enreda en la mano, alza la pierna, traba la bolera, saca y abre el caballo; éste, luego que ve levantar la pierna, agacha las orejas y hace un empuje para salir, (1) gana al toro la delantera y dale el tirón, y en seguida la caída. El jinete en estos instantes en nada piensa; no es exageración, se olvida de sí, no se acuerda de sus amigos ni de su familia, y tal vez ni de Dios mismo: está en un verdadero éxtasis, y se siente transportado a otro mundo. Los asistentes al verlo dar la caída al toro, exclaman unánimes:

-¡Caída redonda!

-¡Qué buen tirón! dice el caporal.

-¡Ah, qué cuaco tan razonable! expresan los vaqueros.

-¡Bien haya el amo tan persona! exclaman otros.

No han acabado de hacer estos elogios, cuando ya otro jinete ha tomado la cola y ha jalado al toro, que apenas lo ha ladeado sin caer. Se sigue el otro coleador, y metiéndole una zurda (2) le da al toro una segunda caída.

Algunos concurrentes, que pueden distinguirlos, dicen:

-Ya, cuando, el toro amainó y menean la cabeza.

En pocos momentos todo el campo está cubierto de coleadores y toros diseminados; la llanura parece que se agita y que se mueve: unos corriendo, otros espantando a algún toro mañoso que está echado por la caída y no quiere pararse. Entonces los coleadores, para pararlo, dicen:

-Vamos a hacerle la fuereña, anden luego: se alejan del toro a una pequeña distancia, y reunidos vienen sobre el animal, haciendo gran ruido sobre las corazas de sus sillas, y ando grandes gritos. Entonces el toro se para, y si no corre sino trota, los hombres gritan:

-Déjenlo que arme la carrera, no vaya a arrendar. Armando la carrera, esto es, corriendo al toro, le levantan la cola y le estiran, con buen o mal éxito.

Por otra parte está un toro que se ha embravecido haciendo frente a los pertinaces coleadores. En estas circunstancias llega uno de esos que mucho hablan sin que nada ejecuten, que todo se vuelven consejos o reglas, diciendo en voz alta y como satisfecho de su poder:

-Anden, amigos, no le tengan miedo.

-Pues éntrele vd., amo.

-Pues vamos, -y cuando esto dice, se aleja del toro y le grita. -¡Ah, toro josco! ¡ah, bruto! y se va, porque cree que viene sobre él. Por diverso rumbo se ve una parada con otro toro, y detrás de los coleadores uno que grita por todos, que nada hace más que talonear y azotar sin conmiseración a un endeble andante, como él le llama, y dice con gran esfuerzo:

-Háganle ruido, aunque sea con la hacha, y no lo dejen de buscar.

Cualquiera diría que éste era un famoso coleador; mas nada de eso, pues aunque año por año concurre a los herraderos y coleaderos, su ocupación es gritar y correr.

En el partidero no ha cesado el movimiento. Los coleadores se han alternado ya sin orden, porque todo degenera y se ordinaria, desde el vaquero hasta el diputado y el general, y así se ven cambiar constituciones como se remudan caballos.

Volviendo a nuestro objeto, ha salido un toro, y burlando a los que le siguen, arma el brinco y salta la cerca; ha partido otro y se ha estirado como badana, tanto, que ha dejado muy atrás a sus perseguidores; otro toro ha cortado el caporal, y por entre las manos de los caballos ha girado a la izquierda, formando un ángulo recto con la línea que traía; y mientras que los coleadores arrendaban sus caballos, el animal les había ganado un gran trecho. Por rumbo opuesto, algunos jinetes corren en pos del toro, al que despachan furiosos y frenéticos sus caballos; pero éstos, siendo boquimelles o no teniendo gobierno, llevan a sus amos contra su voluntad por donde place a los brutos; y aquellos y éstos, sin saberse cuáles sean más, van como demonios, hasta que se pierden de vista.

No faltan convidados o caballeritos que pretendan arriesgarse a colear; en este caso el caporal los acompaña para darles reglas; pero no corren en el lienzo porque se ruborizan sus mercedes. El caporal u otro le parte el toro en primera carrera, le da la caída, y al pararse, los niños o gandules corren tras el animal; entonces levanta alguno la cola y se la da a estos coleadores vergonzantes, quienes se empeñan por su parte para jalar al toro.

El caporal los anima y les grita:

-Ándele, señor amito.

-Téngala su merced, y le ofrece la cola al más inmediato.

-Véngase de este lado.

-No se eche encima el caballo.

-Ya, ya, señor amo.

A estas voces el toro corre: el amito quiere alzar la pierna y ni puede, contiene el caballo, y el toro se escapa, visto lo cual por el caporal, y que non siguió el aficionado sus reglas, dice:

-¡Válgame Dios qué amito!

Se siguen otros aficionados que parecen más resueltos, procurando cumplir con los consejos del caporal. Con efecto, corren, pero sin conocimiento alguno, porque le parten al toro desde una gran distancia, atascan a sus caballos, y cuando han llegado cerca del toro, diverso del que seguían, unos a los otros se entorpecen atravesándose los caballos. El toro, como quo ya ha sido corrido y estirado, apenas corre y menea ligeramente la cabeza por uno y otro lado. El caporal lo advierte y les grita:

-Cuidado, señores amos, eso toro es matrero: vengan sus mercedes a divertirse con otro.

El caporal les dispone un nuevo torete a quien jala en primera carrera, y se los acomoda a los señoritos. Éstos corren, y al tiempo de tomar la cola se les cae el sombrero, pierden las estribos, se agarran de la cabeza de la silla, y sueltan, no solo la cola, sino la rienda, por lo que los caballos corren velozmente a su discreción, y al brincar alguna zanja o barranca, los jinetes dan en el suelo. Los caballos continúan corriendo mas azorados, y los vaqueros los siguen con reata en mano hasta que los lazan; los niños están por tierra medio desquebrajados; pero el caporal, que en tiempos mas bonancibles los acompañaba, dándoles consejos, ahora no desmiento su adhesión, y no olvida sus consejos: llega y los arropa de la manera mas tierna y presurosa, y les dice:

-No hay cuidado, amitos: no es jinete el que no cae. Por fin, más ha sido el susto que el golpe: so levantan los niños, y los demás los excitan a retirarse en donde están las señoras, para sólo divertirse, y todos, se van, no sin dejar de hacer grandes reflexiones de lo caro que es aprender oficio ajeno. El caporal vuelve á su puesto, y la diversión se prolonga.

En esto, algunos mas duchos e instruidos están de peloteros a alguna distancia del partidero, esperando que a los animales se los avienten otros coleadores: los peloteros, corriendo con ventaja les ganan a aquellos y los colean. Entre los espectadores hay varios que están viéndolo todo y criticando a cuantos colean, dando con fuertes voces buenos consejos. Al presenciar que alguno va a tomar la cola, sacan los ojos, hacen varios ademanes y mil gestos, también levantan la mano, so inclinan y dan un silbido o exclaman:

-Levántala, guaje.

-Saca el caballo.

-Llama rienda.

-No llames tanto al caballo.

-Arrabiátalo.

-Abre el caballo.

-No jales arriba.

-No colees á dos manos.

-¡Así se hace, bien haya quien te parió!

-No hostigues al penco.

-Ah qué toro tan persona.

-Se fue limpio.

-Miren qué cristiano tan bruto.

Y las carcajadas y los silbidos se suceden, y crece una infernal algarabía.

Los dos compadras, que al principio se manifestaban tan decididos, han corrido, pero poco, porque no han alcanzado los toros o por que han sido muy cautos. Con todo, los humos del pulque de algunos vasos, que han vuelto á apurar, han fomentado el ardor, y el sagaz caporal, viéndolos, les corta un torete y les grita:

-Anden, compadritos, ahí va el de vds.

Y los compadres han corrido valientes, y ¡oh impiedad! uno de los compadres ha caído revolcándolo el torete, y ha herido mortalmente al Chispillas. Afortunadamente los demás concurrentes han ocurrido a quitar el animal a los compadres, pero el convidado está casi muerto. El sudor le ha parecido qué es sangre de las heridas, y cuando vuelve en sí pide confesión. Los rancheros lo han envuelto y le dan una bebida improvisada, no a la verdad agradable; pero vuelve más en sí, y ve que nada le sucedió. El dueño del caballo reniega de su compadre, por torpe, le declara la guerra ofensiva, se entiende, y rompe las hostilidades; el compadre caído se la declara también, pero defensiva, y se lanza al campo de batalla, poniéndose de oro y azul, hasta que los apartan; pero no terminaron su contienda sin verse ante un formidable juez, que con los hombres buenos y testigos de asistencia, los ponen en paz, hasta que han consumido sus borregos, caballos y cosecha: ¡Y luego se dice que no hay jueces de paz que cumplan!

Avanzada la tarde, el desorden crece y ya se cortan hasta tres toros juntos, lo que ocasiona a veces alguna desgracia; pero no por esto desisten los aficionados, quienes cuanto más colean, más se envician, remudando un caballo después de otro. El jinete, encendido su semblante con la fatiga, y el caballo, jadeando y bañado en sudor por la continua lucha en que ha estado, vienen orgullosos de sus triunfos; aquél, no obstante que su caballo está entero, o no se ha acabado, dispone remudarlo. En el acto dos mozos ensillan otro, echándole uno el freno y otro la silla; pero antes han cubierto con una manta al caballo quo acaban de desensillar, y lo han puesto de modo que no lo dé de frente el aire: para esto, uno de los mozos reconoce antes por donde corre el viento, por medió de una saliva que arroja hacia arriba. El sol ha desaparecido en Occidente, y todavía los coleadores siguen divirtiéndose con el mismo ardor, que no so les extingue ni a la luz del crepúsculo, ni a la de la luna. ¿Qué lauro obtienen? ¿Qué premio ganan? ¿Qué utilidad les recompensa ese estropeo de sus personas y de sus sufridos caballos? Nada. Pero hay en esto una pasión que arrostra con las ideas y con las reflexiones, y esa pasión ha degenerado en un verdadero vicio.

 

(1) Hay caballos que salen con tal violencia que en un descuido zafan al jinete de la silla, y a veces queda trabado con su espuela, de la cola del toro.

(2) Bolera por el lado izquierdo.

 

 

V

 

La concurrencia, tiendo la pertinacia de los coleadores, que no se dan por satisfechos, se comienza a retirar y a dispersarse, y la poesía de las escenas de la aurora se repite, bajo de otra forma, al ver reinar en el firmamento a la luna, derramando sobre el campo y los bosques su argentada y apacible luz. Por donde quiera la naturaleza y las reflexiones. Los años van y vienen: los mismos montes, las mismas cañadas, las mismas escenas, el mismo sol que las alumbra; no así los ojos y las flores, los hombres y los animales. Los actores se han cambiado, los espectáculos son los mismos.

 

Hacienda de Coscotitlán, agosto 4 de 1846. —.D. R.

viernes, 6 de diciembre de 2013

Un par de estribos coloniales

La relación de tres siglos de Aculco con el Camino Real de Tierra Adentro, debió dejar, más allá de las huellas arquitectónicas en caminos, puentes, mesones y haciendas que en buen o mal estado se conservan, numerosos objetos relacionados directamente con el tránsito por esta vía, la más importante de la Nueva España. Tal vez es difícil de imaginar ahora, pero en su momento las calles del pueblo debieron estar llenas de carros cargados de los más variados productos del interior del país, los herreros y carpinteros trabajando sin darse abasto en reparar ruedas y ejes averiados, decenas o hasta cientos de mulas, con todos sus arreos, esperando a ser cargadas por los arrieros, algún caporal o mayordomo luciendo su traje de campo ornamentado en plata, más cercano al del chinaco que al charro como lo conocemos hoy, montando su caballo ricamente enjaezado. En fin, una estampa en la que casi todos los objetos que veríamos nos parecería extraño y difíciles -si no imposibles- de encontrar en el Aculco actual.

Aculco sigue siendo un lugar de gente de a caballo como antes -y parece que en los últimos años cada vez en mayor número y más entusiasta-. Los silleros de varios notables charros de Aculco guardan preciosas sillas de montar de faena, piteadas, chumeteadas, hermosos sombreros de fieltro y algunos de "pelo de llama" al estilo del siglo XIX con sus toquillas bordadas en plata, trajes con hermosas botonaduras bien trabajadas, arreos más bien escasos como chivarras y armas de agua, frenos y espuelas con incrustaciones de plata, etcétera. Pero son objetos que, a lo más, tendrán 100 o 130 años: se remontan tan solo, cuando mucho, al Porfiriato. De aquellos otros hombres de a caballo de hace dos o tres siglos, los del Virreinato, casi ningún vestigio material ha quedado. Esto es en buena medida algo natural: los arreos, por ricamente que estuvieran trabajados, estaban hechos para cumplir una función específica, ruda además, que normalmente limitaba su tiempo de vida. De ahí que los objetos charros coloniales sean sumamente escasos y por ello muy apreciados y valiosos.

De esos objetos charros coloniales, en Aculco sólo conozco dos medianas colecciones de frenos (no muy bien conservados) del tipo que hoy se suele llamar "zacatecano", pero que en esta región era más conocido por "mulero". Tienen este tipo de frenos la característica de poseer una barbada formada por una argolla rígida que se une al bocado, lo que significa un gran castigo para la cabalgadura y que por esa razón están prohibidos por la Federación Mexicana de Charrería en competencias oficiales. Éstos y algunos fierros de marcar ganado eran, hasta hace poco, los únicos objetos charros reconocibles en Aculco como vestigios de la gran época del Camino Real de Tierra Adentro, posiblemente empleados en las recuas de mulas que hasta principios del siglo XIX representaban una importante fuente de recursos para sus habitantes.

Muy recientemente, sin embargo, traídos de otro lugar de nuestro país, se incorporó al inventario de arreos charros legítimamente virreinales un par de estribos de madera del siglo XVIII, excepcionales por su raro diseño y magnífica calidad. Aunque en los museos y algunas colecciones privadas existen ejemplos notables de estribos de la época -algunos de ellos de calidad superior en el trabajo de la madera- estos estribos ahora aculquenses son especiales por su belleza, extraña conformación, originalidad y magnífico estado de conservación. Y cosa rara en objetos de este tipo, forman el par completo.

Los estribos más lujosos de aquella época se elaboraban en metal, a veces plata, y adoptaban una característica forma de cruz. De ellos han sobrevivido bastantes ejemplares -pocos formando pares- gracias al material con que eran fabricados. En cambio, de los estribos más populares o de aquellos que se usaban en el campo para las faenas charras muy pocos se han llegado a conservar pues se elaboraban en materiales perecederos como la madera y el cuero. Aunque normalmente los estribos campiranos eran sencillos, entre los rancheros ricos de la época barroca alcanzaron cotas verdaderamente artísticas, sacrificando incluso la ligereza y practicidad al lujo y la ostentación.

Como puede verse en las fotografías, los estribos que presentamos ahora se ajustan a las características arriba señaladas. Incluso, he llegado a sospechar, por su riqueza y buen estado de conservación, que más que tratarse de objetos utilitarios bien pudieron haber sido elaborados con intención ornamental para la imagen ecuestre de algún santo, como una escultura de Santiago o San Martín.

En primer lugar, este par de estribos llama la atención por su gran tamaño. Su silueta adopta la forma de campana casi natural para esta clase de artefactos, ancha en la base y estrecha en la parte superior, describiendo una curva. Con el hueco horadado en el cuerpo del estribo donde se introducen los pies, la silueta se torna un perfil arqueado que el artesano aprovechó para formar el cuerpo serpentino de un grifo de dos cabezas, labrando escamas en toda su superficie, al frente y al reverso. Las cabezas del grifo se unen mirando en direcciones opuestas en la parte superior del estribo, dejando entre ellas el hueco que los unía con la arción, tomando el aspecto de una bestia de dos cabezas. Estas cabezas, hermosamente talladas para ser apreciadas desde todos los ángulos, se apegan a la representación tradicional de los aquellos seres mitológicos: pico y cabeza de águila, mirada fiera y crestas de plumas (u orejas) en la parte posterior. Curiosamente, las escamas más próximas a la cabeza adoptan la forma aguzada de plumas, más cercanas a las caracterización general de los grifos con plumas en lugar de piel de reptil.

Aunque me parece a mí que estos estribos son obra del siglo XVIII por su carácter barroco, lo cierto es que hay algo en esas cabezas de grifo -quizá sólo el que se haya elegido una representación mitológica procedente del pasado Clásico- que me hace pensar en las obras renacentistas del siglo XVI. Incluso la primera vez que vi estos estribos, las líneas del labrado de esas cabezas me trajo a la mente inmediatamente el recuerdo de las antiguas sillerías de los coros de las catedrales españolas, adornadas con motivos semejantes, aunque naturalmente de una calidad artística superior.

Para bien o para mal, estos estribos que ya se habían convertido en aculquenses por formar parte de la colección de un entusiasta de este pueblo, se encuentran en venta, pues su propietario lo ha decidido así y es muy factible que salgan de Aculco en un momento dado. En el pueblo, como decíamos arriba, existen varios grandes aficionados a la charrería que poseen buenas colecciones de arreos charros. Sería estupendo que alguno de ellos se entusiasmara con estas piezas tan excepcionales y antiguas, y decidiera adquirirlas para que, en propiedad particular como hasta ahora, permanecieran incorporados de alguna manera al patrimonio de nuestro pueblo, como un recuerdo tangible del campo mexicano en los años del Virreinato. Si alguno de ellos lee este texto y está interesado en ellos, puede enviar un mensaje a este sitio para que lo dirija con el propietario de tan hermosos y raros objetos.

miércoles, 30 de noviembre de 2011

Lobos en Arroyozarco

Lobo Mexicano, grabado de The Naturalist's Library, de William Jardine, 1839

Domingo Revilla fue un escritor costumbrista, nacido hacia 1811, de cuyos textos mucho han aprovechado los más importantes historiadores de la charrería mexicana, como don Carlos Rincón Gallardo y José Álvarez del Villar. Este último, de hecho, transcribió entero en su obra Historia de la Charrería (Imprenta Londres, 1941) el artículo "Escenas de campo. Un coleadero", publicado originalmente por Revilla en la Revista Mexicana en 1846, en el que describe con gran detalle este tipo de eventos en la primera mitad del siglo XIX.

Originario de la región minera del actual estado de Hidalgo, pocos saben sin embargo que Domingo Revilla vivió en su infancia en la hacienda de Arroyozarco del municipio de Aculco (propiedad por entonces de sus tíos Juan Ángel y José Antonio Revilla), y de esta manera aparece listado en el Padrón Municipal de 1816 que existe en el Archivo Histórico del pueblo. Esta circunstancia parece haber marcado su vida, pues entre las líneas de sus escritos se traslucen el paisaje y las costumbres aculquenses, pese a que quienes los han leído descuidadamente han supuesto que se refiere exclusivamente a los sitios hidalguenses en que también vivió y su familia poseyó asimismo haciendas, como la de Coscotitlán (parte actualmente de la ciudad de Pachuca) donde escribió varias de sus obras.

Esta vez nos referiremos a un texto de Revilla que, como el del coleadero, es
parte también de su serie "Escenas del campo", escrito al que tituló "Una corrida de lobos", publicado en la Revista Científica y Literaria en 1846.


Los montes de Cañada de Lobos, Timilpan. Fotografía de h2martínez tomada de Panoramio.

En estos tiempos es difícil creer que en la región en la que se ubica Aculco existieron manadas de lobos que representaban una seria amenaza para el ganado e incluso para las personas, pero así fue en realidad hasta hace cosa de siglo y medio. La presencia de lobos dejó su huella incluso en la toponimia, en Cañada de Lobos (en los montes de Bucio, Timilpan), que formaba parte de las tierras del extremo sur de la hacienda de Arroyozarco. En 1773, el administrador de esta propiedad, don Bernardo de Ecala Guller, informó que faltaban 340 cabezas de ganado vacuno, "por comidas por lobos" (AGN, Indiferente virreinal, caja 5325, expediente 24, año 1773). Años más tarde, en 1782, el también administrador de Arroyozarco, Valero de Ayssa, escribió:

“También estamos experimentando mucho daño de animales y aunque he puesto los medios para desterrarlo, dando corridas para ver si se ahuyentaban sin embargo de haber cogido cinco lobos y varios coyotes y perros carniceros que son tan perjudiciales como los primeros, no me basta, he de estimar a Vm. se valga de algunos de sus amigos de Puebla para que me consigan un tercio de yerba* que sea del primer corte, y dando orden, se la conduzcan a México, que con su aviso mandaré por ella y remitiré su importe de costo y flete, pues sólo así podremos evitar los muchos daños que experimentamos” (AGN, Indiferente virreinal, caja 5682, expediente 5, año 1782).
*Se refiere a la llamada "hierba de la Puebla", también conocida como "hierba del perro" (scenecio canicida), utilizada en esos tiempos para envenenar perros, lobos y coyotes.

Todavía en 1854, la Estadística del Departamento de México, asegura que continuaban existiendo lobos en el territorio municipal de Aculco. Pero quien habló más extensamente del tema fue el ya mencionado Domingo Revilla. Si bien el cuerpo de su texto "Una corrida de lobos" no puntualiza que ésta se haya realizado en estas tierras, una oportuna nota añadida por él mismo permite asegurar que se inspira en lo observado precisamente en nuestra región:

"Los puntos inmediatos a la capital más a propósito para una corrida [de lobos] y en los que hemos presenciado, son: Cerro-Gordo y Arroyozarco: el primero está circundado de los llanos de las haciendas del Cazadero, célebre por las cacerías del virrey D. Antonio de Mendoza, y de Cuaxití, quedando enmedio un cerro pelado, que es el que lleva el nombre de Cerro-Gordo, y a donde se hacen replegar los animales; y el segundo presenta las ventajas de los inmensos llanos de Guapango, Petigá, y Quitaté, y las Águilas, sirviendo de barrera a los animales las aguas de la famosa presa de Guapango, que se extienden hasta siete leguas".


El Cerro Gordo de Polotitlán. Fotografía de José Luis Estalayo tomada de Panoramio.

Todos estos sitos, sobra mencionarlo, se encuentran en los terrenos que pertenecieron a la hacienda de Arroyozarco o que, como el Cerro Gordo ubicado en Polotitlán (en aquella época parte todavía municipio de Aculco), se hallaban aledaños a los límites de esta hacienda. Así, "Una corrida de lobos", texto tan vívidamente escrito, retrata sin duda las escenas que Revilla contempló en su infancia y juventud en estas tierras y resulta un testimonio invaluable para la historia de la región. Y también, por cierto, una sabrosa lectura para estos días de intenso frío en Aculco.

Panorámica desde Cañada de Lobos hacia el valle de Huapango, Timilpan. Fotografía de h2martinez tomada de Panoramio.



Escenas del campo
Una corrida de lobos


La llegada del invierno en las haciendas de cría, y en las estancias de ganado y de caballada, es las más de las veces una verdadera calamidad: no hablamos sólo de aquellos años en que las aguas han sido tan cortas o tardías, que los abrevaderos y cañadas no han empastado, o si los campos han reverdecido, el hielo y el sol han tostado la vegetación, tanto que apenas ha nacido cuando ha muerto, y por cuya causa los ganados están sujetos a la mortandad, no sólo por lo mal surtido de sus aguajes, y por la falta de pastos, sino también por la de aquellos que, anque abundantes de estas dos cosas, indispensables para la manutención de los animales, la estéril estación y lo rigoroso de las nevadas, que constantemente cubren los valles y los bosques, todo lo marchitan y lo consumen, y parece que la naturaleza se reviste con el velo de la muerte.
El fúnebre espectáculo de esa estación se aumenta más con el triste silbido de los tildíos, o pájaros de hielo [chorlo tildío, Charadrius vociferus], y con el lastimero canto de todas ésas aves, que no habiendo emigrado, han quedado casi mudas. En vano el aire se puebla con numerosas parvadas de grullas, que han llegado de las tierras lejanas del Norte, porque si bien en un momento la vista se divaga al verlas hacer diversas evoluciones en el azulado fondo de los cielos, también la monotonía de su grita oprime el corazón.
El invierno lo limita a esto su imperio; el sol mismo, ese rey de los astros, parece que huye de la Tierra; y al alejarse, los días son cortos y las noches largas y pesadas. Un instante ha bastado para verlo perderse, ya en Occidente, ya tras las elevadas montañas, ya en las inmensas llanuras, o ya sumergidos en el Océano. El viento glacial, que sopló fuertemente en la aurora, vuelve enseguida haciéndose sentir más penetrante a la hora del crepúsculo, a esa hora sublime en que los celajes tienen un tinte de oro y escarlata con que los matizan los rayos de aquel astro.

Acaban de dar las cinco de la tarde, cuando los bueyes se dirigen a sus establos, y los demás ganados a sus abrevaderos, o a un árbol elevado para buscar un lugar abrigado en que pasar allí, o bajo éste, la noche. El caballo relincha y recoge su manada, cuidando que no falte ninguno de su numerosa familia: el toro muge, y también atrae a la suya. En las cañadas y en los bosques se escucha alternativamente el eco de las vacas y yeguas, que llaman a sus crías con tierna solicitud. El relincho y el barmido se prolongan en aquellas soledades; es porque han resonado las selvas y los montescon el terrible aullido del astuto coyote y del carnívoro lobo. Este último, en el invierno, ha descendido de las serranías. La melancolía de aquel cuadro de la naturaleza se aumenta con los horrorosos acentos de esos feroces animales; el uno falaz y traidor, y el otro sanguinario y homicida. Desgraciado el torete o ternera , el potrillo o yegua que se ha separado de su rebaño o manada, porque en el acto es destrozado por estos foragidos de los bosques para saciar su hambre; los prolongados gemidos que exhala indican que ha sido víctima de su voracidad.

Ataque de lobos al ganado. Grabado de 1849.

Apenas se ha sentido el lobo, cuando los toros se levantan, y reuniéndose a una partida de ganado, colocan dentro las vacas y los terneros, formando aquellos un círculo para defender a su rebaño. En las caballadas sucede los mismo; el caballo padre en el instante relincha, y como si su relincho fuese la voz de un general, todos se reúnen a él, situándose las yeguas, los potrillos y muletos dentro de la manada, y los potros grandes y las mulas en toda la parte exterior para recibir a la fiera, disparándole coces.
El caballo padre levanta su cabeza erguida, y su crin y su cola se esponjan; sus ojos se encienden y vibran como los de la serpiente: centellean como el relámpago: su relincho ha cambiado en un bufido, con el que expresa todo su odio, y que lo anima la más terroble venganza. Cuanto es valiente y esforzado, así se manifiesta prudente para no comprometer a la familia: algunas veces provoca la lid y otras la resiste. Para atacar a su enemigo se lanza hacia él con decisión, con denuedo, disparándole manotadas y coces: su contrario huye, y en su retirada aparentemente procura una sorpresa que le dé el triunfo: si el caballo se repliega, en este acto es cuando la astuta fiera da vueltas alrededor de la manada para desconcertarla y arrebatar un animal, al que acomete hiriéndole arriba de la corva. Mas a veces el caballo se ve obligado a hacer una retirada con su manada, y entonces mientras él combate, aquélla avanza y los potros y mulas resguardan a ésta, y algunos auxilian a éste; así, y como por escalones, van alejándose del terreno hasta que se ponen en un punto seguro.Hay circunstancias en que dos o más fieras atacan la manada o el rebalo, y entonces los toros o mulas, los potros, y el caballo padre, se ponen en el lugar más peligroso, sin dejar de vigilar los flancos, que cuubren con la mayor prontitud, y se defienden hasta la muerte. Si perece en la lucha alguno que no sea el caballo padre, se retira con orden la manada; pero si éste ha sucumbido, aquélla arranca en desorden, y aterrorizada se dispersa en las praderas.

Ataque de lobos al ganado. Óleo de William Aiken Walker (1859).

Grandes son los destrozos que el lobo hace todos los años en las fincas, por lo que no hay parte en que no se les persiga con varios arbitrios; los más comunes se reducen a formar loberas en diversas cañadas y senderos apartados, que no son otra cosa que unos hoyos profundos, en cuya boca se coloca una tabla, falsamente sostenida; en el aparato se pone algún animal muerto o vivo, para atraer a las fieras, las que pisando la tabla caen en el hoyo; o a preparar en alguna cañada, carril o paso estrecho, algunas redes, hacia las que, obligándoles a huir, se les coge en ellas; mas como estos dos medios no bastan a veces para exterminarlos, ni presentan la diversión que buscamos en las escenas de campo, se ha escogido entre los mexicanos otro, que reúne el placer a la utilidad, y es una verdadera caza: pero antes de hablar sobre las particularidades que se usan entre nosotros, en la de esta clase, referiremos el origen de tan placentera costumbre.
[Siguen aquí unos párrafos que hablan de la cacería en el Mundo, tanto como medio de subsistencia de algunos pueblos, como diversión de reyes y señores en Europa. No los transcribimos para aligerar el texto ya que no se refieren a México.]
Entre nosotros varía completamente este recreo; pues a más de que absolutamente está prohibido el uso de armas de fuego, el de los perros es limitado, y absolutamente no se guarda etiqueta alguna, porque aún la observancia estricta del orden de la corrida indica la popularidad con que se emprende y lleva a cabo.
Tres días antes del señalado, se circulan las disposiciones, que por común acuerdo se han tomado a cada hacendado, ranchero, arrendatario o colindante de la circunferencia del punto en que ha de ser el teatro de la corrida.

Posible imagen de un lobo en el Códice Florentino, l. 11.

El paraje que se elige para la aventada, es un gran llano o un cerro que lo circundan por todas partes terrenos planos, y menos escabrosos. La circunferencia en que se da principio a la corrida es tan grande, como que su diámetro tiene a veces diez y más leguas. Todos los propietarios y habitantes de este inmenso círculo, y aun los de posesiones más lejanas, ocurren en el día prefijado. de antemano preparan sus diversos caballos, para que se encuentren ágiles y expeditos.
La víspera del día de la corrida [* Aquí se inserta la nota que habla de Arroyozarco como teatro de estas cacerías, que copiamos arriba], se matan algunos animales, que en cuartos se colocan en los puntos más frecuentados por los lobos o coyotes , los que olfateando la carne bajan en mayor número que el común, de las montañas o serranías. Como el lobo desciende de sus madrigueras entrando la noche, y se retira en la madrugada, la corrida se comienza antes de que se remonte. A las doce de la noche ya está puesto el gran cerco en una prolongada línea. Los hombres de a caballo se colocan en toda ella de distancia en distancia, y en los parajes escabrosos, en donde no pueden correr los caballos, los de a pie van con sus hondas y perros. A una señal convenida, que a veces es con cohetes, se da el grito, y así se da principio a la corrida. Cada hombre, constituido centinela, vocea fuertemente y da grandes chasquidos con un látigo para azorar a los animales, y obligarlos a huir hacia el punto en que se trata de cazarlos.
No hay idea que pueda expresar la uniformidad con que se emprende el movimiento y el celo que reina en aquel conjunto de hombres, en que cada uno procura llenar su deber; pero lo que más divierte al que por primera vez presencia aquella escena es, een el momento en que la aurora comienza a iluminar las cimas de los montes, las llanuras y los lagos. Todos aquellos hombres, que agobiados con un frío fuerte, y que en medio de las tinieblas han andado por un terreno desigual o entre precipicios, a la salida del sol se les ve alegres y llenos de animación.

Cacería de venado con reata, viñeta del libro Hombres y caballos de México, de José Álvarez del Villar (Panorama, 1981).

Cuando ya hay bastante luz, remudan sus caballos, y como la circunvalación se reduce más y más, según se avanza hacia el centro, luego que la línea está bien cubierta por todas partes, se van formando paradas de tres y cuatro hombres, que se colocan dentro del círculo cuanto más se avanzan, cuidando de que la línea y sus claros queden protegidos; atrás van quedando los jinetes menos expeditos, o que carecen de buenos caballos. Cada parada va marchando paralelamente y a distancias proporcionadas, para correr tras la fiera hasta el punto en que otra parada le sale al encuentro para cortarle la retirada, sin que ninguna parada traspase los límites de otra, con el objeto de que la caza sea más fácil y breve; así es que cuando algún animal pretende huir para fuera de la línea, parten tras él una o más paradas, según su colocación, hasta el punto en que están otras, lográndose de este modo que no se deje en descubierto el gran cerco, ni que los caballos se fatiguen, y que los de refresco de los otros le den a aquél alcance o caza. Los individuos de a pie, que han recorrido los breñales y senderos tortuosos y llenos de escabrosidades, se colocan con sus perros, de manera que no se les escape algún animal; así es que estrechándose más y más las distancias, las fieras se repliegan hacia el centro. Gatos monteses, venados, coyotes, uno que otro leopardo [i.e. jaguar u ocelote], y los lobos, huyen rabiosos o azorados. El coyote es el que con mejor instinto, intenta con mayor obstinación burlar las miras del cazador, pretendiendo romper la línea y escurrirse por entre los que lo acosan.
Mas sucede a veces que no se ha llegado a este momento, y por ser avanzada la hora hay una ligera tregua, la necesaria para que se tome alimento, y en toda la línea se suspende la marcha; para ello ha precedido una orden que se comunica de derecha a izquierda con la velocidad del rayo. Entonces cada cual queda en sus puesto y toma su alimento militarmente. Apenas ha pasado un rato, cuando vuelven los cazadores a montar: sus semblantes se animan, y en cada uno se percibe el ardiente deseo de dar caza a algún animal, y la confianza que tienen en su fogoso caballo. Colocadas nuevamente las paradas, se emprende simultáneamente la marcha y con la misma uniformidad.
Cuando se ha avanzado lo bastante, y el círculo es muy reducido, el cuadro completamente cambia: si en el punto señalado para la corrida hay algún cerro en que se han refugiado los animales, los de a pie suben a él para espantarlos y que bajen a la llanura; las fieras comienzan a correr en diversas direcciones. En el instante aqúel campo, que hacía poco estaba silencioso y sin animación, ahora está cubierto de innumerables jinetes, que con reata en mano, corren tras las fieras llenos de vigor y de emulación, compitiendo hombres y caballos como si estuviesen en una batalla en que se fueran a jugar los destinos de su patria o del mundo.

Cacería de venados en las inmediaciones de Orizaba. Litografía del siglo XIX.

En estos instantes ya no hay orden ni se obedece a voz alguna. La llanura es un torbellino de hombres a caballo que se lanzan de aquí para acullá en pos de la fiera, formando oleadas impetuosas: a los jinetes no los detienen los matorrales, los árboles, zanjas o cercas, pues corren ciegos y frenéticos tras el animal: multitud de reatas delgadas y a propósito, caen sobre el venado, que viene dando saltos por todas partes, sobre el coyote que se escapa ligero por entre las manos del caballo de alguno que lo persigue y lo deja atrás, mientras que otros jinetes le salen al encuentro, y sobre el fornido lobo, que con estupenda velocidad adelanta a los que lo siguen. Todos estos animales y las liebres que se diseminan, no hallan por dónde huir de sus adversarios; pero por mucha que sea la destreza para escaparse de la reata, caen las más veces bajo la que le ha lanzado una mano diestra. Apenas el venado se ha sentido sujeto, cuando dan un terrible salto y cae al suelo, volviendo a hacer un nuevo esfuerzo para escaparse. El coyote nunca quiere ceder, y lleno de ira y de despecho, por verse agarrado, pretende roer la cuerda, hasta que estropeado, se finge vencido, para que aprovechándose del más pequeño descuido, roer la reata y escaparse. El lobo, por el contrario, cuando se ve lazado, da un tirón tan fuerte como el de un toro o potro cerrero, y no vuelve a hacer más esfuerzo, humillándose luego.

Cacería de lobo con reata. Acuarela del pintor estadounidense Charles Marion Russell.

El que ha sido feliz en lazar algún animal, llega con su presa al punto de la reunión general, en donde lo esperan las miradas de multitud de curiosos que aplauden su destreza: se presenta ufano y satisfecho, y recibe los parabienes de sus conocidos y amigos, y demás concurrentes. Entonces se le presenta algún manjar y un vaso con licor, y dice lleno de entusiasmo, las más pequeñas circunstancias que mediaron para la aprehensión del animal. Sucesivamente van llegando los otros cazadores, más o menos alegres, según ha sido su fortuna, pues entre ellos ha habido quien sin haber lazado ningún animal, ha caído del caballo, con riesgo de su vida.
La corrida atrae una concurrencia numerosa de curiosos que vienen a participar de la diversión. También vienen vendedores de manjares y licores, con que se improvisan, después de la caza, banquetes por todas partes: la alegría reina en ellos, y en el semblante de cada individuo se advierte la satisfacción y el placer.
El aspecto de movimiento y agitación ha cambiado en el de la quietud de la mesa y de la conversación, en que se refieren varias anécdotas de valor y destreza de los cazadores, de la agilidad de los caballos y de la astucia y ligereza de los animales. Pero la admiración de todos se fija después en los caballos; y de los elogios que se tributan a los que poseen los mejores, por su velocidad, resulta que allí mismo se forman unas carreras, o se ajusten otras para los días de la Santa Cruz, la Ascensión, San Juan y Santiago, sin que esto obste a preparar una nueva corrida. El gusto por ésta y las carreras es muy pronunciado en los rancheros y hacendados, y con esos ejercicios se adiestran más en el uso del caballo. A éste le profesan una verdadera pasión, que contribuye notablemente a que se desarrollen en esas gentes las cualidades de hombres de a caballo.
Concluidas las carreras, en que ha habido sus apuestas de dinero, se retiran todos, y en el camino se forman grupos que corren tras los toros coleándolos, o a las manadas, para manganear un potro. Tal es el vicio que han contraído los rancheros por las escenas del campo, y a las que sólo la noche pone término, pues no tienen consideración a lo estropeados de sus personas ni de sus caballos.
Dignas son por cierto estas escenas de que las describiese una pluma como la de Walter Scott: pero por exacto que sea el cuadro, la idea que se forme no es tan completa como presenciándolas y participando de sus riesgos y de sus placeres.- Mayo de 1846.
D.R.


Seguramente las corridas de lobos en Arroyozarco no llegaron ya al siglo XX. No sabemos qué efecto tendrían cacerías como la descrita en la extinción de ésa y otras especies, pero lo cierto es que la explotación forestal de los montes de la zona a partir de 1890 no sólo los privó de sus bosques centenarios sino que acabó finalmente con buena parte de la fauna local. Sólo quedó para la memoria esta hermosa crónica, eco de un pasado perdido para siempre, de un Aculco que fue y ya no será.


NOTA: Gracias a Víctor Manuel Lara Bayón por las referencias sobre los lobos en Arroyozarco a fines del siglo XVIII.