Resulta casi increíble: parece que fue hace unos cuantos días que escribí en este blog sobre el verano que se iba y hénos aquí ya iniciando el último mes del otoño. ¡Quién no desearía que el tiempo transcurriera lento, como en la infancia! Cuando los años eran años y no como ahora, días someros que corren en imparable huída.
De niño sólo existían para mí dos estaciones en Aculco: el verano de vacaciones y lluvias, y el invierno que helaba las manos y cubría de escarcha el campo y los tejados de las casas. El resto del año, primavera y otoño, eran sólo largas transiciones entre aquellas otras estaciones, en las que el clima era lo que menos me llamaba la atención.
En la adolescencia fue cuando comencé a observar el otoño y a darme cuenta de su singularidad: era el tiempo de los campos amarillos, el de la luz que ya no encuentra obstáculos en las hojas de los fresnos apara alcanzar el suelo, el de notar que las ramas de los árboles más altos portan decenas de vacíos nidos de aves que antes se ocultaban en el follaje. Los días en que las calabazas y chilacayotes cobran un papel destacado en las milpas en las que ya sólo queda el rastrojo o los mogotes. El de los días claros, las mañanas frías, el del sol que ya no llega al cénit y describe su curva inclinada hacia el sur, haciendo parecer que todo el día es de mañana o todo el día es de tarde.
Es una estación que puede creerse triste, pero a mí me parece más bien melancólica; como si, a pesar de la intensa luz del sol, un oscuro velo de nostalgia lo cubriera todo.
En fin, les comparto estas imágenes del otoño aculquense.