miércoles, 24 de octubre de 2018

Las brujas (una leyenda del siglo XIX)

Aquella pequeña bola de fuego se columpiaba en el aire de izquierda a derecha, subiendo y bajando a intervalos irregulares. En efecto, se columpiaba: sólo si pendiera de un hilo podría explicarse aquel movimiento de ida y vuelta, ese vaivén por los cielos. Pero también se alejaba y acercaba, subía y bajaba a distintas alturas o en un segundo retrocedía cientos de metros hasta hacerse apenas perceptible. De pronto, pareció que la bola se había acercado y su luz resultaba más intensa, pero no era así. Se trataba de otra esfera luminosa que se columpiaba de igual manera contra el cielo despejado de aquella noche de octubre. Clavando los ojos en el horizonte, Felipe pudo ver otras muchas luces como aquellas, que a gran distancia se movían semejando luciérnagas.

“Son las brujas”, le dijo Atanasio, y Felipe sintió un escalofrío. Felipe venía de la Ciudad de México, había estudiado en la Escuela Nacional Preparatoria y la filosofía positivista de Gabino Barreda se le había metido hasta las venas, carcomiendo aún su fe en Dios, que juzgaba ahora como simple creencia infantil, indigna de cualquier adulto y más aún de un hombre ilustrado. Felipe se consideraba un científico, sólo creía en la ciencia positiva, tenía por cierto que no había efecto sin causa y que lo que la ciencia no podía explicar simplemente no existía o se debía a errores en la apreciación. El siglo XX estaba por nacer y no podía, no debía sorprender a la humanidad sumida todavía en supersticiones. Aquellas luces que flotaban por el aire serían fuegos fatuos, cualquier cosa... pero ¿brujas, como sugería su amigo?, ¡imposible!

Con ademán pedante, Felipe respondió a su amigo:

-Pero qué interesante fenómeno atmosférico acontece en tu pueblo. Debe tratarse de alguna condensación de electricidad, una suerte de centellas.

Atanasio sonrió, pues en la explicación de Felipe creyó entrever más bien una justificación para alejar su miedo.

-No sé si puedas calificarlo de fenómeno atmosférico, pero yo las he visto de cerca y no me lo han parecido.

-¿De cerca? ¿Qué tanto?

-No más de diez metros.

-¿Y tenían alguna forma o eran simples esferas como se les observa desde aquí?

-No sabría decirlo... Te lo contaré: Cabalgaba de madrugada por el rumbo del cerro de Jurica aquella madrugada. Mis negocios me habían detenido hasta hora muy avanzada en el despacho del administrador de la hacienda de Arroyozarco y regresaba por ese solitario camino a mi casa en Aculco. En medio de la oscuridad, apenas alumbrado el camino por las estrellas que por momentos aparecían entre los celajes del cielo, creí ver a lo lejos una antorcha que se aproximaba por el mismo camino pero en dirección contraria a la mía. Repentinamente, aquella luz avanzo a increíble velocidad hasta detenerse a tiro de piedra de donde yo me encontraba. El caballo se asustó y volvió grupas hacia Arroyozarco. Apenas pude controlarlo, pero parecía tan fuera de sí que desmonté y me dispuse a cabestrearlo. La bola parecía vigilarnos desde el mismo punto donde se había detenido. Despacio, casi imperceptiblemente se fue acercando, poco a poco, hasta que la tuvimos a una distancia realmente corta. El caballo bufaba, los ojos muy abiertos, los ollares dilatados, intentaba arrebatar el cabestro de mis manos y huir. Asustado yo hasta el terror, busqué algo en mis bolsillos y sólo encontré un par de tijeras. Pero entonces una idea brilló en mi mente, aquél ser diabólico debería ahuyentarse ante los símbolos del verdadero Dios. Tomé las tijeras y las puse en cruz. Extendí mi brazo hacia aquella bola de fuego, que por un momento pareció hincharse y después se alejó describiendo extrañas figuras en el cielo hasta perderse de vista. Era tal mi terror que solté el caballo y me tendí en el piso casi desmayado. Pasaron horas y finalmente el alba anunció el nuevo día. Sólo entonces me di cuenta de que había dormido en el borde de una barranca y que, de haber intentado huir en la oscuridad habría caído irremisiblemente al precipicio.

Felipe guardó silencio. La narración y la vehemencia con la que Atanasio narraba su encuentro con aquellas bolas de fuego le molestaban.

-Mira aquella esfera -continuó Atanasio. Esa bruja ha encontrado ya a su víctima. Mira cómo desciende suavemente, en una espiral cada vez más cerrada sobre aquel tejado que ilumina la luna. Ya lo verás: no tardará en desaparecer para mostrarse otra vez en unos minutos, su luz mucho más intensa que ahora.

Tal como Atanasio lo dijo, la luz pareció posarse en tierra y desapareció. Pasaron diez, quince minutos y Felipe guardaba silencio. Parecía murmurar algo, pero ningún sonido salía de sus labios. Cuando la luz brilló nuevamente y se remontó a lo alto, una exclamación de sorpresa rompió el helado silencio.

-¡No es posible..!

Poco a poco, todas aquellas luces fueron desapareciendo. La noche se llenó de calma y a Felipe le pareció que todo había sido un sueño. Las explicaciones científicas volvieron a su cabeza y sonrió de buena gana al recordar el miedo que había sentido antes. Burlándose de sus propios miedos se retiró a dormir, no sin antes pedirle a su caballerango le tuviera ensillado su caballo para su paseo matinal.

***

La hermosa mañana se desparramaba generosa sobre los trigales espigados en la vega de Aculco. El dorado de las milpas contrastaba contra un cielo intensamente azul al que las nubes blancas apenas le restaban limpidez. Jinete en un hermoso caballo retinto, Felipe había atravesado ya el Puente Colorado y después de ejercitar su caballo en los barbechos de los planes, se dirigió hacia la cuesta del camino de Santa Ana, de donde retornó tomando el derrotero del rancho de San José. Lo tenía ya a la vista cuando observó en las cercanías a un grupo que llenaba el pobre portal de una casucha, de la que parecía salir el llanto de varias mujeres.

Felipe ordenó a su caballerango que inquiriera qué sucedía ahí, pues aunque las señales de duelo indicaban sin duda que alguien había muerto, le parecía extraño que todos expresaran su dolor tan ruidosamente. El mozo bajó de su caballo, entregó el cabestro a su amo y se dirigió, chocando las espuelas en las piedras, hasta la entrada del jacal. Con respeto se quitó el sombrero y se dirigió a un hombre acongojado que sentado en un tronco y con la vista perdida tardó en darse cuenta de que alguien le hablaba.

Felipe miraba desde lejos la conversación entre su mozo y aquel hombre. Después de unos momentos, el mozo volvió a calarse el sombrero y con aire apesadumbrado caminó hacia su cabalgadura.

-Dicen, mi señor, que anoche la bruja entró a esa casa y se chupó a la hija de uno de los peones de San José, una niña de diez años.

Volvió entonces a la mente de Felipe el espectáculo de luces que en compañía de su amigo Atanasio había contemplado la noche anterior. Con horror y angustia reflejados en su rostro, se percató en aquel momento de que estaban precisamente en la loma sobre la que había visto bailar las bolas de fuego la noche anterior. Sintió que perdía el aire y después los ojos se le nublaron, recargó su cuerpo sobre la cabeza de la silla y después todo fue oscuridad.

El mozo de estribo llegó a la casa de Atanasio cabestreando el caballo sobre el que venía, de bruces sobre el cuello, el pobre Felipe. Rápidamente lo desmontaron entre varios peones y lo recostaron al interior de la casa en una gran cama de latón. Gracias a las fricciones con alcohol, en algunos minutos recuperó la conciencia. Pero después de eso no habló mucho. Al día siguiente, a pesar de que su amigo insistía en que permaneciera en el lugar hasta su completo restablecimiento, tomó una carretela con rumbo a la estación del tren de Cofradía y partió de ahí de regreso hacia la Ciudad de México. Meses después se supo que había abandonado la Escuela Nacional Preparatoria, retornado a su fe y humildemente se había presentado ante el guardián del monasterio de Churubusco solicitando el hábito de lego.