martes, 10 de octubre de 2023

Avanza el deterioro arquitectónico de Aculco

El nombramiento de Aculco como integrante de la Lista del Patrimonio Mundial de la UNESCO en 2010 representó ciertamente un reconocimiento, pero también un compromiso de autoridades y sociedad: el de preservar los valores asociados a los criterios que justificaron esa designación. Estos criterios, por los que Aculco fue incorporado a la lista como parte del Camino Real de Tierra Adentro, fueron específicamente los siguientes:

(ii) Atestiguar un intercambio de influencias considerable, durante un periodo concreto o en un área cultural determinada, en los ámbitos de la arquitectura o la tecnología, las artes monumentales, la planificación urbana o la creación de paisajes,

(iv) Constituir un ejemplo eminentemente representativo de un tipo de construcción o de conjunto arquitectónico o tecnológico, o de paisaje que ilustre uno o varios periodos significativos de la historia humana.

Vista del inmueble desde la calle de Aldama. Aquí se observa más claramente la alteración del perfil de u tejado en abril pesado y la nueva incorporación de una cubierta industrial de lámina, a todas luces impropia de un sitio del Patrimonio Mundial de la UNESCO.

Es decir, Aculco se comprometió entonces ante el mundo con la conservación de su arquitectura, su conjunto histórico, su urbanismo y paisaje. Lamentablemente, nuestro pueblo ha fallado estrepitosamente en en ello. Sin duda alguna (y exceptuando la restauración de la parroquia), el conjunto histórico de Aculco se encuentra hoy en un estado de conservación mucho peor al que tenía hace trece años.

Quiero mostrarles hoy un ejemplo de ese deterioro y cómo a nadie -ni autoridades ni sociedad- parece importarle mucho ni poco.

La casa con el número 7 de la Plaza de la Constitución, catalogada como monumento histórico con número de clave I-0011100029", ya había aparecido en este blog hace unos meses, en abril pasado, cuando se emprendió una remodelación que la desvirtuó en cierta medida y que estoy seguro habría sido mucho peor de no haber intervenido entonces el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH). El resultado, como comenté en el texto "La muy mala 'restauración' de una casa: Plaza de la Constitución no. 7". fue en todo caso lamentable. Pero ahora esa pésima obra ha sido coronada además con toda una colección de tinacos y calentadores solares bajo una estructura metálica cubierta de láminas. Vamos, como si el propietario estuviera decidido conscientemente a joder el aspecto de su propia casa.

Lo peor es, quizá, que este añadido añade fealdad no sólo al propio inmueble sino a las dos plazas inmediatas: la de la Constitución y la Juárez, que son las más importantes del pueblo. Resulta increíble que por semanas las autoridades municipales hayan permitido que se construyera todo esto. No es posible creer que no supieran que estaba sucediento y la ignorancia les impidiera actuar. Esa tácita complicidad está destruyendo Aculco.

Es casi seguro que la obra viola los términos en los que le fue concedida la licencia por parte del INAH. Pero también viola el Reglamento de Imagen Urbana del municipio, que en su Título IV, Capítulo IV, artículo 40, indica:

Artículo 40.- Los tinacos y depósitos de agua deberán estar ocultos a la vista desde la vía Pública y desde las edificaciones vecinas, por lo que se colocarán contenidos en muros bajos o pretiles, localizándose de preferencia en la parte media o posterior de los" predios, o una distancia no menor de 5.00 m. del frente del mismo y a la menor altura posible sobre el nivel de la llave o salida del agua más alta del inmueble. Se fomentará el uso de equipos hidroneumáticos para disminuir la contaminación visual que generan los tinacos.

¿Qué podemos esperar si las autoridades municipales no son capaces de hacer cumplir este reglamente cuando se viola tan evdientemente, a la vista de todos, el plena plaza principal y a la luz del día? Pues lo que ya sabemos: que en pocos años, muy pocos, Aculco pierda el encanto que le queda.

lunes, 9 de octubre de 2023

La torre de Santa María Nativitas, restaurada

Hace poco más de un año les platicaba aquí del derrumbre parcial que sufrió la torre de la capilla de Santa María Nativitas debido a la caída de un rayo. Durante varios meses me preocupó -y seguramente preocupó a mucha gente de ese pueblo y de todo el municipio- ver que las obras de restauración no comenzaban y que ni siquiera se apuntalaba la estructura. Afortunadamente, en un tiempo muy breve se acometió y finalizó la obra de manera adecuada, siguiendo los lineamientos que corresponden a un inmueble catalogado como monumento histórico por el INAH. Los trabajos incluyeron además obras menores en la fachada, afectada por la humedad, así como una nueva mano de pintura de cal. Les muestro aquí algunas fotografías con el resultado de esta restauración:

Esta restauración fue realiada por la arquitecta Magnolia González Loeza. Sinceramente, me parece una obra muy bien realizada. No por ello quiero dejar de lado algunas observaciones menores: la primera, que habría sido conveniente -y no habría significado un gasto demasiado grande- aprovechar esta obra para repintar todo el templo. La diferencia que ahora se ve podría propiciar que alguien intente igualar el color y para ello se usen pinturas vinílicas que son totalmente inadecuadas. En segundo lugar, no entiendo por qué no se pintó del mismo tono rosado claro que antes, tono que respondía por cierto a los vestigios hallados en una restauración anterior. No es que su nuevo color esté mal, porque no lo está, es adecuado, pero no estoy tan seguro de que haya buenas razones para el cambio. Y en tercer lugar, al interior del templo, en los arcos de la nave que llegan al coro, no se hizo obra alguna y continúan manchados por la humedad que causó el derrumbe.

viernes, 22 de septiembre de 2023

Cuando el telégrafo llegó a Arroyozarco

A lo largo de las primeras décadas del siglo XIX, se experimentó en Europa y en Estados Unidos con la transmisión de mensajes a larga distancia a través de líneas eléctricas. Diversos avances tecnológicos fueron empujando el desarrollo de estos ensayos, a los que pronto se les dio el nombre de telegrafía, es decir, "escritura a distancia". A pesar de que fueron muchos los científicos y técnicos que participaron en estos desarrollos, el sistema ideado por el estadounidense Samuel Morse se impuso rápidamente a los otros, más aún a partir de la construcción de la primera línea experimental de telégrafo entre las ciudades de Washington y Annapolis en 1844.

En nuestro país, el gobierno concedió en abril de 1849 el primer permiso para la instalación del telégrafo de la Ciudad de México a Veracruz al español Juan de la Granja. Al año siguiente se empezaron a tender los postes y cables, y los capitalinos asistieron a una demostración pública del sistema con una transmisión entre el Palacio Nacional y el Palacio de Minería. En mayo de 1852, finalmente, la principal urbe mexicana y el más importante puerto del territorio quedaron conectados por el telégrafo. Tanto las autoridades como los empresarios particulares advertían la necesidad de crecer esta red telegráfica hacia nuevos puntos en el interior del país:

A fines de 1853, una nueva iniciativa privada consideró la apertura de otra línea para comunicarla parte centro-oeste del país. El diputado Octaviano Muñoz Ledo propuso el enlace de la Ciudad de México con Guanajuato, entidad de la que había sido gobernador. Conocía la demanda económica y con la inluencia de su pasado político buscaba dirigir el telégrafo a Guadalajara y a San Blas en la costa del Pacífico. La nueva línea, conocida como “Del interior”, conectaba con su trazo a la capital mexicana con Cuautitlán, Tepeji, Arroyozarco,San Juan del Río, Querétaro, Celaya, Salamanca, Irapuato, Guanajuato, Silao y León. Esta línea,abierta en 1854, fue establecida con capital privado,contaba con once estaciones, su propia tarifa y la longitud de 427 km al servicio de los inversionistas de esa región interesados en las importaciones de bienes de consumo y las exportaciones de metales preciosos organizadas desde la Ciudad de México a través de la ruta marítima de Veracruz conectada con los Estados Unidos y Europa (1)

Así, la hacienda de Arroyozarco quedó integrada al naciente sistema telegráfico mexicano. Aquellos inicios debieron ser difíciles, entre las dificultades técnicas, los pocos clientes que usaban el servicio y hasta la desidia de los operarios. Gustavus Ferdinand Von Tempsky, viajero prusiano que pasó por el lugar poco tiempo después de instalado el telégrafo, el 24 de enero de 1854, nos describe esta escena:

Tuvimos que andar todavía trece leguas hasta Arroyo Zarco; pero el camino era bueno y nuestros caballos estaban de excelente humor. Siguiendo la carretera estaba la línea de altos postes por donde pasa el cable del telégrafo eléctrico, y pronto llegamos a un lugar donde el más misterioso de todos los cables se había roto y estaba humildemente tendido en el suelo, donde mulas y asnos lo pateaban en el polvo del camino -un símbolo sorprendente del destino de las mayores bendiciones de la civilización entre un pueblo que aún no está preparado para ellas. Semejante innovación prematura sólo puede producir un florecimiento artificial exterior, cuando hay algo podrido en el centro. Por la tarde llegamos a la hacienda de Arroyo Zarco, donde un mesón espacioso y bien construido ofrecía “buen entretenimiento para hombres y bestias”. Este era al mismo tiempo una estación para el coche de correos y una oficina para el telégrafo eléctrico. Pensé que le contaba algo nuevo al advertirle del estado del cable al funcionario gubernamental encargado de este último, pero él respondió fríamente; “Siempre se rompe, por eso ya no nos molestamos más con él, ¡ya que ya no hay necesidad de hacerlo desde que se usó por primera vez!" (2)

A pesar de todo, muy pronto el telégrafo se mostró como un importantísimo valor tanto para la paz como para la guerra. Todos sabemos que la noticia de la victoria del Ejército Mexicano sobre las tropas de Napoleón III en Puebla el 5 de mayo de 1862 fue comunicada precisamente mediante un telegrama al presidente Benito Juárez. Un dato curioso: en 1855 era jefe de la oficina del telégrafo en Arroyozarco el señor Agustín Olaeta Caravantes, a quien se ha llamado el "telegrafista de todas las confianzas de Juárez". Él, junto con Miguel Vázquez Mellado y Cristóbal Ortiz, fue uno de los primeros telegrafistas mexicanos de la Línea del Interior. Antes de llegar a Arroyozarco, en 1854, estuvo a cargo de la oficina de Celaya y volvería a ella en 1859 y 1860. Durante la Guerra de Reforma y la Intervención Francesa acompañó a Juárez "en su triste peregrinar, cuando el Benemérito llevaba en sus manos, ante el acoso del invasor y la traición interna, a la República misma". Incluso fue el responsable de restablecer el servicio telegráfico para uso de los republicanos durante el Sitio de Querétaro de 1867 (3).

Muchos y muy variados fueron por supuesto los telegramas que se enviaron o recibieron desde Arroyozarco. Entre ellos, por ejemplo, están los que puso Porfirio Díaz entre el 16 y el 18 de diciembre de 1876, durante la rebelión que lo llevaría al poder. Aquí algunos de esos mensajes tomados de una edición de su Epistolario:

Y este otro, transcrito en el papel original de la época, que da cuenta al Ministerio de Guerra y Marina en Palacio Nacional de la llegada de una conducta de caudales procedente de Guadalajara el 8 de marzo de 1874:

El telégrafo se mantuvo por muchos años como un importante medio de comunicación en el país, incluso después de la introducción del teléfono en 1878. En Arroyozarco estos dos medios de comunicación llegaron a convivir, pues por lo menos desde 1892 existió una línea telefónica privada de 29.73 kilómetros de extensión que la enlazaba con Jilotepec y desde ahí hacia otras partes de México (4).

 

NOTAS

 

(1) (PDF) El territorio y la innovación: la red telegráfica mexicana, 1850-1910. Available from: https://www.researchgate.net/publication/275578159_El_territorio_y_la_innovacion_la_red_telegrafica_mexicana_1850-1910 [accessed Sep 21 2023].

(2) Gustavus Ferdinand Von Tempsky. Mitla : a narrative of incidents and personal adventures on a journey in Mexico, Guatemala, and Salvador in the years 1853 to 1855; with observations on the modes of life in those countries. Londres, Longman, Brown, Green, Longmans, & Roberts, 1858, pp. 187-188.

(3) José Félix Núñez Enciso, Breve historia de las telecomunicaciones en Baja California Sur, 1773 a 2015, Institudo Sudcalioforniano de Cultura, 2016, p. 18. Revista telegráfica mexicana, num. 13, segunda época, enero-febrero de 1963, p. 6. Enrique Cárdenas de la Peña, El Telégrafo. Historia de las comunicacionesy transportes en México, Secretaría de Comunicaciones y Transportes, México, 1987. p.35 y 37, 48.

(4) Boletín semestral de la Dirección General de Estadística de la República Mexicana, México, Oficina Tipográfica de la Secretaría de Fomento, 1892, p. 90.

martes, 29 de agosto de 2023

Cuando se necesitaba permiso para montar a caballo

Factores muy diversos contribuyeron a la conquista española del Imperio Mexica. Los historiadores solían dar más peso anteriormente a los de tipo tecnológico: las armas de fuego, las espadas de acero, las armaduras, los caballos. Actualmente -sin restar por supuesto importancia a esos factores- se piensa que fue mucho más importante la participación las naciones indígenas que eran sus enemigas o que vivían sometidas a ellos. Así, el número de indígenas aliados a Hernán Cortés habría sido tan grande que por sí mismo habría bastado para vencer a los mexicas.

Con todo, los españoles estaban muy conscientes de que el resplado de tlaxcaltecas, cempoaltecas, huexotzincas, otomíes y otras naciones se había originado en esa superioridad tecnológica, cuando los vieron montar por primera vez aquellos enormes "venados", cuando mostraron que eran dueños del trueno al disparar sus cañones y cuando lucieron sus relucientes armaduras hechas de un metal desconocido en estas tierras. Por ello, en los primeros años de la colonización se expidieron leyes que prohibían a los indios montar a caballo, poseer armas de fuego y vestir a la española.

La prohibición fue, desde el principio, poco aplicable: tlaxcaltecas y otomíes participaron en la conquista del Bajío y del norte de la Nueva España, y para ello usaban armas y caballos, que resultaban indispensables en las enormes extensiones que se iban incorporando al dominio español. Más tarde, se formaron de hecho milicias indígenas a caballo para proteger la frontera norte de las incursiones de los pueblos nómadas, como apaches y comanches. En zonas más pacíficas, el caballo, junto con los burros y las mulas, se convirtió muy rápidamente en compañero de trabajo de indios, mestizos y mulatos que laboraban las haciendas.

Pero la prohibición legal de montar a caballo subsistió y por ello algunos indígenas eran multados por las autoridades de justicia de sus pueblos, especialmente cuando montaban de manera ostentosa. En esos casos, muchos recurrían al virrey de la Nueva España para que les permitiera explícitamente montar a caballo, portar armas y vestir con ropas españolas, ya fuera en atención a su calidad de caciques o indios nobles, o bien por haber participado en la Conquista. La mayor parte de estas licencias se expidieron a partir del último cuarto del siglo XVI y el primero del siglo XVII. Luego, ya a finales del virreinato y a causa de la Guerra de Independencia, el virrey Calleja reactivó la prohibición y obligó a solicitar licencia ya no sólo a los indios, sino a todo aquel que quiera montar fuera de las ciudades y por los caminos, tratando de evitar así el movimiento de los insurgentes.

Para el caso de Aculco, se conservan en el Archivo General de la Nación dos permisos concedidos a indígenas para montar, uno de 1638 a don Pablo López de los Ángeles y otro expedido en 1684 a Juan Nicolás. Aquí transcribo el primer documento:

No. 5. Para que las justicias de Su Majestad no impidan a Pablo López de los Ángeles, del pueblo de Aculco, andar a caballo con silla, freno y espuelas y hábito de español con espada y faga, siendo de calidad la que se refiere.

Don Lope Díez de Armendáriz, marqués de Cadereyta, etc. Por cuanto Melchor López de Haro por don Pablo López de los Ángeles, principal y natural del pueblo de San Gerónimo Aculco de la Provincia de Xilotepeque, me ha hecho relación de que el dicho su parte anda en un caballo con silla, freno y espuelas, y para el adorno de su persona anda en hábito de español con espada y daga, tiros y pretinas, y las justicias se lo impiden, y ejecutan penas por ello, en que es agraviado, para cuyo remedio me pidió mandarle a las dichas justicias con graves penas no impidan a dicho su parte lo referido ni le hagan agravio, Y por mí visto en el Juzgado General de los Indios de la Nueva España y el parecer que dio el doctor don P. de Barrio mi asesor en él, por el presente mando a vos cualesquier justicia: no impidáis al concernido andar a caballo y en hábto de español con silla, freno y espuelas, con espada y daga, tiros y pretina, siendo de la calidad que refiere, sin que le haga agravio. Fecho en México a 27 de septiembre de 1638 años. El marqués de Cadereyta. Por mandamiento de Su Excelencia Luis de Tovar Godínez. (AGN, Indios, vol. 11, exp. 5, f. 3v.)

Y acá el segundo:

No. 18. Para que las justicias de Su Majestad y sus ministros no impidan a Juan Nicolás, indio natural del pueblo de San Gerónimo Aculco, y a sus hijos, cosa alguna de las que refiere en conformidad de las reales cédulas que se lo permite, sin que por ello se le cause agravio.

Don Tomás Antonio Lorenzo Manuel Enríquez de la Cerda, conde de Paredes, marqués de la Laguna. Por cuanto ante mí se presentó la petición siguiente: Excelentísimo Señor. José Hidalgo Rangel, por Juan Nicolás, natural del pueblo de San Gerónimo Aculco de la jurisdición de Huichapan. Digo que mi parte y Lázaro de León y Pedro de León, sus hijos, tienen por oficio el curtir corambres que compran de los criadores y obligados del abasto. Y de la corambre que así curten hacen vaquetas, hijuelas *, y obran corazas **, coxinillos *** y otras obras. Y para ello tiene el dicho las herramientas y adherentes necesarios y otras cosas. Y tienen diez mulas de carga con que trajinan en todos los géneros de semilla, frutas y legumbres de la tierra que le son permitidos: chile, maíz, frijol, lenteja, garbanzos, y otras semillas, ropa de la tierra. Y para ello tienen dos mozos arrieros, que ellos como mis partes andan en todas cabalgaduras ensilladas y enfrenadas, y traen espuelas, chuchillos, tijeras, lazos, jáquimas, reatas de cerda y cuero, almudes, cuartillejos, varas de medir, peso y balanzas, y otros aderezos necesarios. Y para que no se le impida el trajino del referido por todos los tianguis y plazas de esta Nueva España, a Vuestra Merced pido y suplico se sirva mandar a los justicias de su majestad y sus ministros no impidan a mi parte cosa alguna de las referidas, ni por ello, ni el vender las obras que así hace de la corambre, se le cause agravio, consientan con las penas, alcabalas [...] José Hidalgo Rangel. = Y por mí visto en el Juzgado General de los Indios, con parecer de mi asesor en él, por el presente mando a las justicias de su magestad y a sus ministros no impidan a Juan Nicolás natural del pueblo de San Gerónimo Aculco, jurisdicción de Huichapan, como a sus hijos cosa alguna de las referidas, en conformidad de la real cédula de su magestad que se lo permite, ni lleven penas, alcabalas, ni otras imposiciones, con apercibimiento de que lo contrario se proveerá de remedio lo que más convenga = A 25 de enero de 1684. El conde de Paredes, marqués de La Laguna. Por mandato de Su Excelencia, don Pedro Velázquez de la Cadena. (AGN, Indios, vol. 28, exp. 18, f. 14-15)

 

* Hijuelas: tiras de cuero; lo que hoy llamaríamos tientos.

** Corazas: piezas de varias capas de cuero que cubrían y formaban parte de la silla de montar.

*** Coxinillos o cojinillos: alforjas que formaban parte de las sillas de montar de la época; corresponden a las cantinas de la silla charra de nuestros tiempos.

Hay diferencias radicales entre estos dos permisos a indios de Aculco, no sólo porque entre ellos hay una distancia de casi medio siglo, sino por la "calidad" de los receptores y las razones por las que se les concedieron. En el primer caso, Pablo López de los Ángeles era un indio cacique a cuyo nombre se le anteponía el "don" y parece no tenía otras razones para montar a caballo, portar armas y vestir a la española que el vanidoso "adorno de su persona". Sin duda, el montar a caballo de esa manera era para él más una forma de mostrarse como miembro de la nobleza indígena que algo especialmente útil. En cambio, Juan Nicolás y sus hijos eran indios "del común", por lo visto trabajadores y activos, que necesitaban el permiso de montar para desarrollar su actividad como curtidores, arrieros y comerciantes. En la historia de Juan Nicolás hay además detalles muy interesantes para la historia de la charrería en Aculco que en otro momento me gustaría comentar, pero por ahora baste poner aquí estas dos historias de jinetes aculquenses del siglo XVII.

viernes, 18 de agosto de 2023

Un antiguo patio aculqueño que muy probablemente se perderá

Todos ustedes conocen el inmueble que se encuentra en el número 11 de la Plaza de la Constitución, formando esquina con la Plazuela José María Sanchez y Sánchez, a un lado de la Presidencia Municipal, calle de por medio. Ya la he reseñado antes en este blog por el nombre de su antigua tienda, El Faro, de esta manera:

Con el nombre de "El Faro" -por la tienda que albergaba en sus accesorias- pero también como la casa de don Domitilio Alcántara o más recientemente de don Gonzalo Ruiz (en cuya descendencia aún se conserva), se conoce a la casa que se encuentra el la esquina de la Plaza de la Constitución y Plazuela José María Sánchez y Sánchez. Se trata de un inmueble formado por construcciones de diversas épocas que se fueron yuxtaponiendo, si bien su aspecto exterior, bastante homogéneo, quedó definido a principios del siglo XX. Su parte más antigua, empero, se remonta al siglo XVIII y debió ser en ese entonces una casa de importancia, ya que conserva vestigios como la hermosa portada barroca del cuarto esquinero.

En aquel entonces (2010), comentaba que el exterior de la casa lucía impecable, pero que sus interiores se encontraban en un estado muy lamentable, próximo a la ruina, debido principalmente a la caída de sus tejados a causa del abandono:

Si bien el exterior de la casa de El Faro luce impecable y la instalación de nuevos comercios ha respetado los antiguos vanos en sus dimensiones e integridad, el interior del edificio (con excepción de las propias accesorias) se halla en un estado próximo a la ruina. Algunas zonas, como el segundo patio, se encuentran totalmente invadidas por la maleza mientras una buena parte de las habitaciones han perdido sus techos de teja. Grandes hoyos se advierten en las cubiertas aquí y allá, sin que se perciba la mínima intención de repararlos o, por lo menos, detener el deterioro. Si esta situación se prolonga durante más tiempo, seguramente en pocos años restará de esta casa poco más que su fachada.

En el tiempo transcurrido desde que escribí aquel texto, algunas áreas con deterioros menores fueron reparadas, pero la zona del segundo patio continuó en el abandono más absoluto. En esa dejadez que sumaba más de tres décadas -y casi me atrevería a decir que cuatro- grandes tepozanes crecieron libremente, ocultando casi por completo cuartos, corredores, un pozo y el patio mismo. Muchas veces, al intentar ver ese patio a través de ramas y hojas, trataba de reconstruir en mis recuerdos su antigua disposición, cuando habitaba la casa todavía don Gonzalo y criaba ahí gallinas. Recordaba, por ejemplo, que el extremo norte contaba con una construcción de dos pisos, pero desde hace muchos años era ya imposible reconocerla.

Realmente me sorprendió la noticia, hace una semana, de que habían talado los tepozanes parasitarios y algunos trabajadores estaban comenzando a limpiar el patio. De nuevo era visible el sitio: Construido con gran sencillez enteramente en piedra blanca y con algunas paredes que muestran aún su pintura en un tono rosa claro, sus bien construidos muros soportaron el abandono de 40 años casi sin derrumbres. Los pilares de los corredores, esos sí, cayeron casi completamente. El pozo que recordaba sigue ahí, casi entero, aunque su tejado naturalmente no existe más.

La limpieza de este patio podría ser una buena noticia, pues a pesar de los daños del tiempo el lugar conserva vestigios patrimoniales que podrían recuperarse sin detrimento de un uso nuevo. Pero sé bien en qué Aculco vivimos: en uno que a pesar de los presumidos nombramientos como Sitio del Patrimonio Mundial, Pueblo Típico, Pueblo con Encanto y Pueblo Mágico, no sabe conservar su patrimonio y día con día pierde algo de lo que constribuyó a esos nombramientos. Así, lo más probable es que este patio desaparezca en su forma original y sea reemplazado por lamentables estructuras de tabicón y cemento, como ha sucedido ya con tantas casas del pueblo, y seguirá ocurriendo pues a nadie le importa.

En fin, hay veces como ésta que lo único que se puede hacer es esperar que el dueño tenga algo de conciencia y amor por Aculco, que lo impulsen a tratar de conservar y recuperar estos vestigios. Por lo pronto, quedan aquí estas fotografías que ilustran lo que quizá muy pronto se pierda irremediablemente.

martes, 15 de agosto de 2023

Cuando Aculco era la frontera norte

Varias veces les he comentado en este blog que a principios del siglo XVI las tierras donde se ubica Aculco formaban parte de la frontera noroccidental del Imperio Mexica. Más allá comenzaban los vastos territorios dominados por los nómadas, a los que los mexicas se referían genéricamente como chichimecas. Consumada la conquista española en 1521, estos mismos parajes fueron la primera frontera de la Nueva España, que en los siglos siguientes se iría recorriendo hacia el norte conforme se exploraban y colonizaban nuevos territorios. En 1537, la provincia era todavía "frontera de chichimecas [con] gente bárbara que anda desparramada por los montes y quebradas de esta tierra (1)

Estas incursiones en tierras chichimecas no fueron pacíficas: la Guerra del Mixtón (1540-1541) y la Guerra Chichimeca (1547-1600) se originaron en grandes y sangrientas rebeliones que pusieron en verdaderos apuros a los conquistadores y sus aliados otomíes, tlaxcaltecas y mexicas. De hecho, el enfrentamiento con los nómadas continuó después de ellas en forma de guerra de baja intensidad, conforme los novohispanos alcanzaban regiones cada vez más septentrionales. Los enfrentamientos con apaches y comanches -naciones que cabían también bajo la clasificación de chichimecas- se prolongarían después de la Independencia de México y no terminarían en realidad hasta muy avanzado el siglo XIX.

Sobre este tema, hoy quiero mostrarles un documento que ilustra el carácter fronterizo que tenía Aculco todavía en una fecha relativamante tardía, el año de 1618. En aquel momento se temían aún los ataques chichimecas y por eso el propio virrey marqués de Guadalcázar concedió al cacique Pablo de San Antonio un permiso para que portara un arcabuz y otras protecciones cuando se dirigiera a los pueblos de la jurisdicción a cobrar los tributos. Aquí transcribo este permiso, con algunas correcciones ortográficas que facilitan su lectura:

No. 284

Licencia a don Pablo de San Antonio, indio cacique y principal del pueblo de San Gerónimo Aculco, para por tiempo de dos años tener y traer un arcabuz cuando fuere a los lugares que refiere a la cobranza de los tributos, y no para dichos.

Por parte de don Pablo de San Antonio, cacique y principal del pueblo de San Gerónimo Aculco se me ha hecho relación que por estar el dicho pueblo en frontera de chichimecos y en unas montañas y serranías muy ásperas, con cuya ocasión va a favorecer los naturales que están en el pueblo de Santiago, San Ildefonso, San Pedro y San Francisco, que distan del dicho pueblo de San Gerónimo a seis y a siete leguas, donde los indios chichimecos por haberse alzado les suelen hacer daños, y asímismo va a cobrar los tributos y para su defensa lleva arcabuz y cuera de ante, porque le es muy preciso el hábito, y porque se teme que los justicias no se lo impidan, me pide se conceda licencia para el dicho efecto. Y por mí visto y lo firmé por orden mía y en forma. Lucas de Lara Cervantes, alcalde mayor de la Provincia de Jilotepec, en que dice se puede permitir que el señor don Pablo de San Antonio traiga armas ofensivas y defensivas para favorecer a los naturales en cualesquiera asaltos que los chichimecos hicieren. Por la presente doy y concedo licencia al dicho para que por término de dos años pueda tener un arcabuz y llevarlo cuando fuere a los lugares que refiere a la cobranza de los tributos y no para dichos, con lo cual no se lo impida justicia ni persona alguna.

En México, a dos días del mes de junio de 1618.

Yo, el marqués de Guadalcázar. Por mandado del virrey, Martín López de Gauna. (2)

Los pueblos a los que se refiere el documento son casi con seguridad los de Santiago Mexquititlán, San Ildefonso Tultepec y San Pedro Tenango, hoy pertenecientes al municipio de Amealco, pero que en ese tiempo formaban parte todavía de Aculco. El de San Francisco no logro identificarlo, pues aunque existía un pueblo de este nombre en la jurisdicción, era el de San Francisco Acazuchitlantongo (hoy municipio de Polotitlán), no muy alejado de la cabecera y por eso difícilmente asimilable con aquél.

Llama la atención también la vestimenta que portaba don Pablo para ir al cobro de tributos, una "cuera de ante" (es decir, gamuza), indumentaria conformada por varias capas de piel que impedía el paso de las flechas y que a veces se extendía también a la cabalgadura. Finalmente, el virrey que firmó la licencia fue don Diego Fernández de Córdoba, primer marqués de Guadalcázar, que gobernó la Nueva España de 1612 a 1621.

NOTAS:

(1) Se refiere a los alrededores del pueblo de San Pablo Huantepec, que todavía existe. Archivo General de la Nación, Grupo Documental Tierras, vol. 1872, exp. 10, f. 300.

(2) Archivo General de la Nación, Grupo Documental Indios, vol. 7, exp. 284, f. 140.

sábado, 12 de agosto de 2023

Los apaches que aterraron a Aculco en 1797

A finales del siglo XVIII, el extenso norte del virreinato de la Nueva España era un territorio mayormente despoblado. Pese a la fundación de ciudades como Santa Fe de Nuevo México (1610), Albuquerque (1707), Chihuahua (1709) o San Antonio de Béjar (1718), así como de una línea de presidios con fuerzas militares, los escasos habitantes de estas regiones padecían la incomunicación con el centro del virreinato (el viaje desde la Ciudad de México a Santa Fe, a 2,600 kilómetros de distancia, podía tomar seis meses), sufrían el clima desértico y, particularmente, vivían expuestos a un peligro humano constante: las incursiones de las tribus indígenas nómadas.

Las provincias del norte [...] están expuestas a las invasiones de los apaches salvajes. Estos terribles indígenas, empujados de valle en valle por la superioridad de las armas europeas, han acabado por encontrar en los climas rigurosos donde se han refugiado, la energía necesaria para vengarse de los usurpadores de su patria y, a su vez, atacan a los españoles establecidos en sus fronteras. Dependen de sus numerosos rebaños, que reemplazan los recursos dudosos de la caza, así como de la cría de caballos castellanos, sobre los que recorren las vastas sabanas del norte e irrumpen inopinadamente sobre las rancherías aisladas en busca del botín. [...] Se diferencian de los indios civilizados de México por sus duros rasgos, su nariz aquilina y la conformación de su frente. [...] Los trajes de los apaches, como los de los osages y de los pawnies, se componen de un sarape de lana, de pantalones de gamuza, de mocasines, de una banda en la frente y de adornos, collares y brazaletes. Sus armas son el arco y las flechas y la lanza, que empiezan a reemplazar por las armas de fuego. (1)

Los apaches eran el grupo más temido entre los "indios de guerra" o "indios bravos", como solía llamárseles. Desde tiempos remotos se dedicaban al saqueo y la depredación de las tribus vecinas y continuaron con este sistema sobre los nuevos pueblos, ranchos y haciendas fundados por españoles y mexicanos, especialmente después de que los comanches los desplazaron más al sur. Los colonos trataron de atraerlos a la paz de muchas maneras, pero los apaches lucharon fieramente por mantener su independencia. De tal manera que ya en el siglo XVIII se les enfrentaba casi sin esperanzas de incorporarlos al orden colonial y a la fe católica. Desde 1729, a los apaches que caían prisioneros se les enviaba a la Ciudad de México, de donde partían a Veracruz para forzarlos a trabajar en las fortificaciones del puerto e incluso para desterrarlos a Cuba, Campeche, Santo Domingo o Puerto Rico:

Lo que se veía a menudo entrando a Veracruz era una cuerda miserable, un tropel de hombres y mujeres reducidos a la condición de bestias. Semidesnudos, o apenas cubiertos con sus cueros de gamuza, de venado o bisonte, con sus raídas prendas de una manta ennegrecida por el uso constante, van asomando una mirada insondable por entre sus largas cabelleras. La piel tostada por el sol, el polvo y la intemperie, que los hace ver más morenos de lo que lo son en libertad, les da un aspecto inconfundible; pues traen consigo todavía las sequedades del desierto, el teatro de la guerra impreso en el fondo de los ojos y a flor de piel. Mientras caminan bajo un calor sofocante apenas balbucean “en fingida humildad” (como dicen sus captores) algunas palabras en su lengua en demanda de agua y comida, mientras la tropa que los conduce toma las mayores precauciones para asegurarlos y mantenerlos cautivos, ya que harán todo lo posible para fugarse en cualquier momento. (2)

A finales de 1796, uno de estos grupos, formado por "apaches mezcaleros" capturados en las fronteras de Texas, Sonora y Nuevo México, era conducido por los soldados del rey desde la capital del virreinato precisamente hacia el puerto de Veracruz para su posterior envío a La Habana. Estaba formado por 29 mujeres y niñas y 28 varones de todas las edades. Pese a la fuerte vigilancia, 18 de esos hombres consiguieron fugarse violentamente la noche del 7 de noviembre, mientras se les repartía la cena en la venta de Plan del Río. Uno de los evadidos sería hallado herido dos meses después no lejos de ahí, en el pueblo de Teocelo, pero el resto se lanzó en una huída desesperada, tratando de retornar a sus lejanísimas tierras. El gran historiador Antonio García de León ha narrado con gran detalle esta odisea en su libro Misericordia. El destino trágico de una collera de apaches en la Nueva España (FCE, 2017), magnífica obra de la que extraigo aquí la información y algunas citas.

Encabezaba al grupo de apaches prófugos un personaje singular: un hombre apodado el Genízaro, "güero y encarnado". Se trataba de Juan Alonso Avilés, criollo secuestrado por los apaches a los cuatro años de edad que había crecido como uno de ellos. Ya mayor, fue capturado por los españoles en un enfrentamiento con su pueblo adoptivo, tras lo que fue reconocido por su familia y en lugar de mantenerlo prisionero se le dio empleo como soldado, puesto en que se esperaba que aprovechara sus conocimientos de los apaches. En esta labor llegó a la Ciudad de México vigilando a un grupo de apaches cautivos y haciendo el trabajo de traductor, pero ahí decidió desertar del ejército. Sin embargo, se le detuvo cerca de Tepotzotlán y como se consideró que había intentado regresar a la "barbarie" apache, fue encerrado con los cautivos de esa etnia y condenado a sufrir la misma suerte en las fortificaciones de La Habana.

Los apaches escapados en Plan del Río tomaron en su huída bayonetas y otras armas. Fabricaron arcos y flechas y se mantuvieron de la cacería y de saqueos a las rancherías a las que se acercaban. Robaron caballos que les permitieron avanzar más de prisa y empezaron a subir al Altiplano de cumbre en cumbre. Pasaron por el Pico de Orizaba y se adentraron por Tlaxcala. Luego fueron vistos por Zacatlán, separados en dos grupos. El 11 de enero de 1797, su persecución tomó un carácter más formal, pues se encomendó al capitán Francisco de Viana y especialmente al teniente Nicolás de Cosío su captura, partiendo de las inmediaciones de Tulancingo. Perseguidos y perseguidores entraron al Valle del Mezquital por los alrededores de Actopan. Pasaron después por Huichapan y se aproximaron a San Juan del Río en busca del Camino Real de Tierra Adentro que conducía al norte novohispano. Los apaches llevaban ventaja y pronto se supo que se habían adelantado por el Bajío hasta Jerécuaro. Luego se les vio por Celaya y hacia el 20 de enero acampaban en las inmediaciones de Querétaro, antes de moverse hacia Salvatierra y Yuririapúndaro, en la intendencia de Guanajuato. Sus ataques eran cada vez más sangrientos y tres apaches murieron en ellos. El asesinato de dos pequeños inició el rumor de que comían niños y el capitán Cosío, enfermo y obsesionado con la persecución, se encargó de propagarlo.

El 1 de febrero, los apaches fueron avistados por Coroneo. Al día siguiente, tres mil hombres se organizaron en varias partidas para enfrentarlos en el cerro del Capulín. Ahí, tras una fuerte batalla, capturaron a seis apaches mal heridos, no sin sufrir 27 bajas del lado español, tres de los cuales murieron. Del grupo de ocho indios que consiguieron escapar, uno caería muerto poco después en un fiero combate cuerpo a cuerpo. Los siete restantes pronto volvieron a perderse por los montes:

Los justicias involucrados en la persecución reconocían que los apaches se habían vuelto ojo de hormiga, que habían desaparecido del todo: aun cuando dieron por cierto que algunos informes recabados decían “haberlos sentido en las goteras del Real de Tlalpujahua”, significando con esto que se hallaban en ruta desviada, ya no hacia el norte, como muchos imaginarían, tratando de retomar el Camino Real —que a esta altura se hallaba bloqueado por los piquetes de movilizados—, sino de nuevo al oriente, muy posiblemente hacia las inmediaciones del rumbo de Jilotepec o Aculco, para retomarlo desde ahí.

Al atardecer del día 6 y siguiendo la ruta hacia el oriente, ganaron una serie de elevaciones boscosas que ofrecían un buen abrigo antes de dirigirse de nuevo hacia el norte. Fue en aquel despoblado montañoso donde decidieron pernoctar. Allí pudieron volver a comer carne y conservar una parte como reserva; descansar unas horas y emprender de nuevo la ruta. En la mañana, avanzando hacia Aculco, toparon de repente con la vera de un camino, el que había que seguir para salir hacia la ruta planeada. Detuvieron la marcha de golpe al llegar a un vado, pues un grupo de gente armada, al parecer un destacamento de soldados, se dirigía hacia el sur, hacia Acambay, para movilizar en su contra a los indios otomíes de aquel pueblo. Una vez pasada la tropa, salieron de sus escondites y retomaron el rumbo cruzando el mismo camino. Fue entonces cuando un hombre y una mujer, acompañados de un niño pequeño, los avistaron y empezaron a dar voces para alertar a la tropa, que enfrascada en su derrotero, y por el ruido de sus cabalgaduras, no alcanzaba a oírles. En un instante, el hombre y la mujer cayeron atravesados de dos flechazos, cesando la gritería. Ella, tratando de proteger al niño, cayó sobre él, cubriéndolo de sangre. Al poco rato, el niño se repuso, se zafó del cadáver que lo aplastaba y echó a correr hacia unos ranchos llorando por la pérdida de su madre y su abuelo. Los apaches habían desaparecido, pero los rancheros se ocuparon del menor, que resultó ileso, y avisaron a los rastreadores —que pasaron después— que el derrotero de los fugados parecía ser un grupo de lomeríos llenos de bosques de coníferas que los lugareños llamaban “la sierra de Naá [¿Ñadó?]”. Asustados de estas muertes, los rancheros abandonaron sus casas y ganados y huyeron a refugiarse en Aculco, distribuyendo rumores por toda la región. (3)

El teniente de justicia de Acambay, Ignacio Díaz de la Vega, organizó a los vecinos de ese pueblo para enfrentar a los apaches, a los que llamaba "mecos", contracción de "chichimecos", el nombre genérico que en náhuatl se les daba a los indios nómadas del norte. Su idea era que "se formase cordón de unos y otros desde el paraje que llaman La Lechuguilla, hasta el Rancho de Chethé, a efecto de que, en la mañana del citado día se explorasen los Montes del Agostadero, Muitejé y Ñadó, para aprehender a los indios mecos que se hallaban amadrigados en ellos" (4). Procedente de Aculco, un destacamento de soldados se reuniría con los 400 otomíes armados con hondas convocados por Díaz de la Vega en el paraje de Caximó:

Antes de partir de ese lugar, el destacamento había recibido las bendiciones del cura [de Aculco] después de una misa mayor en la parroquia de San Jerónimo, en una ceremonia acompañada de cohetes y campanazos que llenaban el ambiente de aquel poblado abrupto. Poco después, el 9 de febrero y desde Acambay, el justicia territorial don Ignacio Díaz de la Vega le escribía a don Alfonso Ramón de Barturen, su homólogo y superior en Aculco, acerca de los incidentes ocurridos en las estribaciones de la sierra —en el paraje de Caximó—, en donde se había topado con la tropa proveniente de Aculco, aprovechando para informarle acerca de la insolente desobediencia de los indios del lugar acaudillados por su gobernador de república, un tal Pedro García. Según él, la insubordinación de los indios, motivada por lo que reconocía como “una actitud soberbia de los españoles durante un decomiso de caballos”, debía ser severamente condenada y reprimida, pues había impedido la captura de los apaches sobrevivientes, quienes tuvieron tiempo para parapetarse en las sierras vecinas, reponerse de su casi total derrota y “desaparecer para siempre.” (5)

¿Pero qué sucedió exactamente en Caximó, Acambay, que arruinó los planes de los perseguidores y propició la fuga de los apaches? Sucede que los soldados decomisaron los caballos de los voluntarios otomíes y uno de ellos intentó recuperar el suyo del oficial español que lo montaba. Éste respondió a cintarazos con su sable, hiriéndolo, y entonces el resto de los indígenas de Acambay apedrearon al oficial. Aunque los soldados intentaron detener el motín y algunos resultaron heridos en el intento, los otomíes decidieron regresar al pueblo sin participar en el cerco de los montes. Ya sin posibilidades de apresar a los apaches en los bosques de Ñadó, la tropa tuvo que retirarse también a esperar nuevas señales de su paso por otros sitios.

Mientras todo esto pasaba y mientras los partes y comunicados iban y venían entre Aculco, Huichapan, Acambay y la ciudad de México, los perseguidos siguieron su camino, siguiendo ahora más claramente su recorrido hacia el norte, para "restituirse a su país y desde allí hacernos la guerra", como rezaba un parte; mientras las autoridades locales atribuían el fracaso final de la misión a las insubordinaciones de los otomíes del rumbo. Los últimos reportes señalan que seis de los fugados cabalgaban por aquellos montes de Dios, armados de arcos y flechas y moviéndose con cautela hacia San Juan del Río y Querétaro. Desde el 27 de febrero, en carta al virrey marqués de Branciforte, el comandante y subdelegado, Juan José Valverde, informaba desde Huichapan que cerca de Aculco habían sido avistados los apaches, camuflados a la usanza rural de aquellas regiones, dando constancia de que los esfuerzos por localizarlos "no han producido últimamente más realidad que la de que se hayan ausentado estos enemigos de los límites y términos de esta Jurisdicción, en que efectivamente fueron perseguidos con todo tesón". (6)

Se desconoce por completo qué sucedió al final con los seis apaches restantes de aquellos 18 que escaparon en Plan del Río. Nadie supo de ellos ni dieron señales de vida desde que se les avistó por última vez en las inmediaciones de Aculco, todavía a miles de kilómetros de las tierras que eran su hogar. ¿Habrán llegado a ellas? Antonio García de León, poéticamente, imagina al final de su libro cinco posibilidades:

Que regresaron a sus dominios siguiendo el Camino Real, que murieron en el camino, que merodean como espíritus en la región de Aculco, que se sumaron a la plebe urbana de Querétaro o que ascendieron, como los gemelos de la mitología de los suyos, a la inmensa comba del cielo estrellado... (7)

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Hasta aquí la historia. No quiero dejar de recomendarles mucho el libro del que la sacado, que pueden leer gratuitamente acá: Misericordia. El destino trágico de una collera de apaches en la Nueva España.

Finalmente, hay que decir que esos no fueron los primeros ni los últimos apaches que pasaron por tierras aculquenses: casi todos los prisioneros de esta etnia llevados a la Ciudad de México viajaban por el Camino Real de Tierra Adentro y en consecuencia por tierras de la jurisdicción de Aculco:

En los últimos años [se refiere a finales del siglo XVIII] los indios bravos convictos se han vuelto parte del paisaje del Camino Real de Tierra Adentro, el que llega a la ciudad de México serpenteando desde la Santa Fe de Nuevo México, en el extremo norte de las llamadas Provincias Internas. (8)

Una de las últimas noticias de apaches prisioneros transitando por estas tierras es de 1806, cuando una mujer apache murió en Arroyozarco mientras se le llevaba a la capital, de lo que dio fe el administrador de la hacienda, don Miguel Sánchez de la Concha:

Certifico en cuanto puedo y el derecho me permite que en esta hacienda a mi cargo ha muerto una india de las de la cuerda que conduce el teniente don Facundo Melgares y queda tirada en el campo y para que conste doy la presente en 8 de enero de 1806. (9)

Ese poco caritativo "queda tirada en el campo" quizá indica que incluso se le negó sepultura y su cadáver quedó a merced de los animales.

 

NOTAS:

(1) Claudio Linati. Costumes civils, militaires et réligieux du Mexique, Bruselas, 1827, pl. 22.

(2) Antonio García de León. Misericordia. El destino trágico de una collera de apaches en la Nueva España, México, FCE, p. 23.

(3) Idem, p. 178, 189-190.

(4) Idem, p. 195.

(5) Idem, p. 194.

(6) Idem, p. 202.

(7) Idem, p. 204.

(8) Idem, p. 22.

(8) Idem, p. 62.