Desde la llegada de los primeros frailes a la Nueva España, la música acompañó sus afanes evangelizadores. Fue precisamente fray Pedro de Gante, uno de los primeros tres franciscanos enviados a estas tierras, quien estableció la primera escela de música al estilo europeo en la ciudad de Texcoco, que luego se trasladó a la capilla de San José de los Naturales de la Ciudad de México. Nació así una tradición musical en los pueblos de indios que creció paralela a la música culta de las grandes ciudades y se extendió durante toda la época virreinal. Como escribe Lourdes Turrent en su libro La conquista musical de México:
De 1524, fecha en que se establecieron los primeros religiosos en Nueva España, a 1560, año en que llega la primera Cédula Real sobre la música en los monasterios, surgió alrededor de los frailes y monasterios un grupo encargado de dar vida a las ceremonias en los pueblos indígenas. Éste se hallaba formado por los religiosos (que eran al principio los maestros, organizadores, directores), los indios ministriles y cantores, y, como veremos después, por el cabildo y las cofradías que continuaron con esta tradición durante los tres siglos de Colonia.
En las escuelas anexas a los conventos, nos dice la misma autora, los indios aprendieron música y a construir instrumentos como flautas, chirimías, orlos, vihuelas de arco, cometas y bajones que ellos mismos tañían. Sólo los órganos no eran construidos por ellos y se encargaban a maestros españoles. Algunos indios, especialmente niños vinculados con la nobleza, eran educados como cantantes del coro y esa ocupación se convirtió en muchos lugares en verdadera profesión, a la que se le señalaba un salario y hasta límites en su número para no sobrecargar a los cabildos de los pueblos. En el convento de Jilotepec, del que dependió la iglesia de Aculco de 1540 a 1759, había por ejemplo 24 cantores. En Aculco quedó recuerdo de esa ocupación hasta el siglo XVIII en cierta área llamada el "barrio de cantores", imposible de identificar actualmente (AGN, Tributos, Vol. 11, exp. 8, fs. 72-110).
Los cantores y tañedores de instrumentos conformaban lo que se llamaba una capilla de música. Tenían como cabeza a un maestro, que se encargaba de su dirección musical, de enseñar y preparar a músicos y cantores. Eran también muchas veces compositores. Hasta ahora no tenía noticias de que en Aculco hubiera habido tales "maestros de capilla" con ese nombre, pero ahora conozco por lo menos a uno que ocupó ese cargo en el primer tercio del siglo XVIII: don Diego García.
Indios músicos. Detalle de un biombo novohispano del siglo XVII en el Museo del Condado de Los Ángeles, California (LACMA)
Don Diego Felipe García de la Cruz, maestro de capilla de la iglesia de Aculco, nació seguramente en la segunda mitad del siglo XVII. Era natural o por lo menos vecino de Santa María Nativitas, que en aquellos años se consideraba barrio del pueblo de San Jerónimo. Era hijo de don Alonso García y de una mujer llamada Ana María. Contrajo matrimonio cuatro veces; de los dos primeros enlaces no sabemos nada, salvo que es muy probable que no tuviera hijos. De su tercer matrimonio con Micaela Baptista tuvo una hija, Isabel, que murió ya adulta dejando dos niños huérfanos. En su cuarto matrimonio con Ana María (que otros documentos llaman Ana Isabel), don Diego tuvo una hija más llamada Rosa, que casó con don Juan Ventura (Libro de Informaciones Matrimoniales 1712-1808, Archivo Parroquial de Aculco).
Don Diego, además de "maestro de capilla de la iglesia", como subrayó en su testamento que él llama memoria, era en 1729 alcalde segundo del cabildo indígena del pueblo. Posiblemente era también miembro de la Cofradía de la Virgen o de la de Las Ánimas, a las que dejó algunos bienes de su herencia. Estos cargos y afiliaciones revelan quizá lo que se señalaba arriba: la vinculación de cabildos y cofradías en la conservación de la tradición musical de los pueblos de la Nueva España. El maestro de capilla participó además en la compra de una campana para la iglesia, de la que la comunidad puso 21 pesos y él 22 más para completar los 43 de su costo. Pero mucho más interesante resulta saber que dejó un acervo de partituras cuya conservación trató de asegurar al aproximarse su muerte:
Y en los papeles que tengo de misas, vísperas, villancicos, y todos mi tetes [¿motetes?] le dejo al nuestro Santísimo Sacramento y a Señor San Jerónimo de este pueblo de Aculco, se los dejo a Pedro Miguel para que los saque el día en la función y así que se acabe la misa los guarde. Esto es lo que digo y aquí llegó todo lo que dije como lo sabe Dios.
¿Qué habría entre aquellas partituras?, ¿obras que ya se conocen o algunas perdidas? ¿Habría piezas originales de la capilla musical de Aculco o del propio don Diego? Qué triste es saber que todo ello se perdió sin dejar el menor rastro. Por cierto, en su testamento don Diego mencionó a un discípulo suyo, Pascual de la Cruz. Fue él además quien tomó dictado de sus últimas disposiciones por no hallarse en el pueblo el escribano titular cuando quiso testar. Acaso él continuó la tradición de la capilla musical del convento de san Jerónimo Aculco después de que don Diego recibió los últimos sacramentos, murió y fue enterrado en el templo el 1 de agosto de 1729. (Libro de defunciones 1679-1762, Archivo Parroquial de Aculco).