-Buenos días, ingeniero: venimos "en bola" a que nos dé razón por qué la españolita no va a la fiesta.
-Porque yo le he ordenado que no vaya.
-Pos usted podrá ordenar en días de trabajo, dentro de Ía brigada; pero a hoy es fiesta y en nada le ocupa su campamento ni tiene derecho a hacerla trabajar pa' la Comisión ni tampoco hacerla que se vaya pa México, si no es por la voluntad de ella. Y no por no rajarse de haberle dicho que sí, nos va a desoír a nosotros porque sería antes rajarse de la fiesta que ha preparado; nuestros chamacos han aprendido lo que les hizo favor de ponerles y han estrenado trapos. Usted dice, ingeniero... ¿ Va o no va la señorita a la fiesta?
La voz de aquella mujer de temple quedó por unos momentos en el aire. Se hizo el silencio. Cecilia corrió a mi encuentro:
-"Poncho" ha dicho que sí: ¡qué vayas!
No le contesté, tomé de la percha mi bata blanca, metí los brazos en las mangas y, en aquel instante, se plantó un muchacho en el umbral y me estiró de la mano:
-¡Que se venga, señorita! ¡Hemos ganado!
Me abrí paso por entre el tumulto y entré al comedor:
-¡Gracias, ingeniero! ¡Por ellos, por mis hermanos de Arroyozarco, gracias!
En el tono de mi voz no había venganza, sino ternura; pero al no oír una respuesta ni un saludo por parte de "Poncho" salí, y grité emocionada:
-¡Aquí están las llaves de la escuela! ¿Quién va por la bandera?
Las llaves me fueron arrebatadas. De nuevo levanté la voz, ya más serena.
-¡Por favor!... Los mayores pónganse a un lado y luego, se forman detrás. ¡Niños y niñas!: en dos filas. Los más pequeños delante. Por orden de alturas.
En un santiamén se formaron las dos hileras. "Chencha" se acercó a mí, con la enseña.
-¡Tomasín! Tú que luces tan majo tu traje de charro y eres el más chiquitín de la tropa, llevarás con dignidad la bandera; "Lencha" y Petrita te harán escolta. Vosotros encabezaréis el desfile, derechito hacia el ejido, todos conservando la distancia, marcando con el de enfrente, al mismo paso, con seriedad. ¡Firmes! ¡Marchen! -y haciendo un esfuerzo inaudito, por la emoción, entoné:
¡Oh Santa Bandera de heroicos carmines!,
suben a la gloria de tus tafetanes,
la sangre abnegada de tus paladines,
el verde pomposo de nuestros jardines
la nieve sin mancha de nuestros volcanes.
La caravana se puso en movimiento, las voces vibraban al aire y mezclan los tres colores de la patria. Yo no cantaba; iba regando el camino con lágrimas de mis ojos; pero iba al paso, con el cuerpo erguido y la cabeza en alto. El aire me parecía suave; el suelo. incrustado de hierbas y flores, era una alfombra blanda en la que se hundían los pies desnudos de mis valerosos zagales quienes no envidiaban, ni mucho menos, mis alpargatas blancas. El agua clara del riachuelo se deslizaba tranquila, salvando los pequeños obstáculos y puliendo las piedrecillas.
El cortejo llegó ante la escuela del ejido. Alli, nos recibieron el profesor y sus asiduos alumnos -que eran menos que los que yo llevaba conmigo, muchos de los cuales estudIaban con él a distintas horas-. Allí rompimos filas y pasamos al interior, en el lugar donde estaban dispuestos, por lotes, los trajes de papel o de manta de colores para los distintos cuadros.
Cuando se abrió el telón y dió principio el festejo, vi en las primeras filas a las autoridades del ejido y a los ingenieros de la Comisión. Mi corazón latía fuertemente y el de mis pequeños artistas creo que también. No hubo el más mínimo fracaso. Salieron airosos y, al finalizar, ellos me sacaron a escena a recibir el aplauso; entonces, yo tomé de la mano al viejo maestro, que llevaba en su cara toda la nobleza de su vocación, y aparecimos ante el público, dándonos un abrazo estrecho en presencia de todos.
El siguiente acto en los festejos consistía en el juego de basquetbol, precisamente enfrente a la hacienda de la Comisión.
Fundidos los alumnos de ambas escuelas, fórmamos de nuevo dos filas, hasta el lugar del juego. Una vez allí. presenciamos 1a entrega de un balón que el propio jefe de la brigada obsequió al equipo. Pensé, entonces, en el balón que me había prometdo aquel alto jefe de ingenieros que vino de México. No sabía yo, a la sazón, que aquél cumplió su palabra y que el balón en cuestión era el que "Poncho" regalaba.
Antes e iniciar el partido, el profesor dirigió la palabra para evocar la fecha histórica y las figuras ilustres la Independencia, Una salva de aplausos se esató a los vientos y entre el chasquido de manos surgió una porra de voces que decía: "que hable la señorita. ..". Me hice de rogar, pues al cruzar mi mirada con la de "Poncho", de momento, me atemorizó la severidad de la suya; pero las voces insistían y empujada por ellas y conducida por manos que me llevaban hacia el centro, frente a la presidencia, me escuché, de pronto, improvisando una sarta de frases sentimentales, dirigida a los hijos de aquella tierra regada con la sangre de los héroes caídos en combate, en el doloroso episodio de Aculco, que no había sido estéril puesto que, a costa de triunfos y de fracasos, México logró su independencia.
Les hablé de corazón a corazón hasta ver latir los pechos y un batir de rebozos y pañuelos enjugando los rostros de mis nobles rudos amigos.
Terminé porque ya la voz me temblaba. Un nudo de lágrimas se deshacía en mi garganta, y más elocuente que mis palabras fué el apretón de manos que di en lo alto, en señal de hermandad. Pasé por en medio de los aplausos, recibiendo besos en la orilla de mi bata blanca, tan blanca, tan blanca como el cariño que me unía a aquella gente. Fuíme a sentar entre un grupo de mujeres y niños y, una vez iniciado el partido y las mentes distraídas con el juego, desaparecí sin ser advertida. A una seña me siguió un chiquillo y le dije que si era demasiado sacrificio privarlo de ver el juego por hacerme un favor.
-Es un gusto complacerla, señorita. Ordene nomás y como rayo lo cumplo.
-Ve con Tomás, el caporal de la finca [se refiere a la "Casa Vieja" de Arroyozarco, entonces propiedad de don Fernando Tornel Ricoy], y dile que, te mando a Bonito ensillado; que quiero irme para Aculco a visitar a los parientes de sus amos, pues me han dicho que está abierta la casa de allí y se encuentran reunidos celebrando las fiestas.
El rapaz corrió como flecha. Mientras, fuí a mi cuarto y me puse los avíos de charra. Me, despedí de Cecilia con un, "¡hasta luego!, si no vengo a dormir no te preocupes. Es probable que me quede en Aculco".
Y dando las gracias al cumplido muchacho, di espuelas a Bonito y arremetí a todo galope, llevándome tras de mí el asombro de todos los que asistían aún al juego de basquetbol.
Plugo al cielo que en la carrera nada se me parase enfrente, pues el coraje me hacía creer que nada era capaz de detenerme y que lo mismo hubiera sido un toro o un ocote, habría embestido de igual modo hasta desgajar lo mismo cuernos que troncos.
No hube bien andado una me una media legua cuando, a un lado del camino, frente a un jacal, vi una gran multitud de sombreros que no parecía sino una enorme sombrilla en medio de la estepa. Tiré de las riendas a Bonito y me fuí acercando al paso y de allí a poco descubrí que lo aquellas gentes reunidas hacían era presenciar una pelea de gallos. "¡Silencio!", gritaba el que hacía de juez de plaza. Al punto eché pie a tierra, amarré el caballo a un árbol y me colé entre el grupo para atender a la pelea.
Dos gallos soberbios abrían las alas y se esponjaban las plumas con hermosos reflejos de turquesa y obsidiana. Los dos a un tiempo, de sun salto se pusieron al suelo, frente a frente. En sus patas brillaban 1as navajas largas y afiladas. Las crestas, como dos banderolas rojas, se erguían sobre sus cabezas, mientras los cuellos crespos se les encorvaban y sus ojos color coral se encendían en una ferocidad casi humana. La lucha se inició: los dos cuerpos se confundieron en uno solo, con los picos y garras hundidos. Todo ocurrió en breves instantes. Los espectadores enmudecieron. Uno de los gallos se desprendió y, embestido por el otro, fue lanzado patas arriba más allá del círculo fijado. Me quedé atenta mirando cómo se cerraban sus párpados, cómo se estremecía su cuerpo bañado en sangre hasta formar un charco. Sin ser advertida de nadie, me separé del grupo, monté de nuevo y me alejé mirando el azul cielo para olvidar aquella escena espeluznante.
A eso de las cuatro de la tarde llegué al pueblo de Aculco sin la menor molestia; pero en cuanto me hube apeado, las piernas se me doblaban como si fueran de trapo. Sin embargo, no proferí queja alguna y cambié saludos con quienes me recibieron.
El pueblo estaba de gran fiesta y al poco de haberme instalado en una mecedora tras de una reja, la gente joven me estaba diciendo:
-Usted ya no se regresa. Esta noche tenemos baile, que no se puede usted perder.
-A la mano de Dios que con estas botas no habrá quien se atreva a bailar conmigo.
-Pero puede cambiarse de ropa.
-¿Cuál ropa?, si no traigo más que la puesta.
El amo de la casa intervino:
-No se apure, charrita. El mozo puede ir a caballo hasta Arroyozarco y que le traiga lo que necesite para que esté más a gusto; que si no, la vestimos con lo que haya. ¿Usted dice. españolita? ¿Se queda a la fiesta?
-Pues, ni hablar, señores. Que me traigan mis trapos. ¿A quién le hago el encargo?
Ninguno de los presentes dejó de reír al verme tan decidida. Salió el mozo con un papel escrito de mi puño, en el que pedía a Cecilia mis mejores prendas y afeites.
En comer un plato de mole y cuanto más me sirvieron, beber pulque curado y dormir una siesta, tendida boca abajo, se pasó el resto dc la tarde y con ella se fueron mis calladas dolencias.
Entre varias mujeres me plancharon mi traje de "luces", que no me había puesto desde México; en esta ocasión no me importó que fuese el de antaño y calcé mis zapatos de tacón alto.
Aquella noche bailé con los catrines de Aculco, entre ellos el "guapo" del pueblo; y, también, con los venidos de México; algunos eran charros de fama. Se armó un gran jolgorio hasta la madrugada, sin que de "Poncho" me acordara ni de otro mortal que pudiera robarme un poco de alegría.
Al otro día hubo charreada, jaripeo, coleadas, carreras hípicas, palo encebado y fuegos de artificio; todo esto rematado, al anochecer, con el gran baile en la plaza, en derredor del quiosco, animado por la banda municipal.
Terminadas las fiestas patrias lo mismo en Aculco que en todas partes, la gente desfiló a sus lugares y todo quedó tranquilo.