Domingo Revilla fue un escritor costumbrista, nacido hacia 1811, de cuyos textos mucho han aprovechado los más importantes historiadores de la charrería mexicana, como don Carlos Rincón Gallardo y José Álvarez del Villar. Este último, de hecho, transcribió entero en su obra Historia de la Charrería (Imprenta Londres, 1941) el artículo "Escenas de campo. Un coleadero", publicado originalmente por Revilla en la Revista Mexicana en 1846, en el que describe con gran detalle este tipo de eventos en la primera mitad del siglo XIX.
Originario de la región minera del actual estado de Hidalgo, pocos saben sin embargo que Domingo Revilla vivió en su infancia en la hacienda de Arroyozarco del municipio de Aculco (propiedad por entonces de sus tíos Juan Ángel y José Antonio Revilla), y de esta manera aparece listado en el Padrón Municipal de 1816 que existe en el Archivo Histórico del pueblo. Esta circunstancia parece haber marcado su vida, pues entre las líneas de sus escritos se traslucen el paisaje y las costumbres aculquenses, pese a que quienes los han leído descuidadamente han supuesto que se refiere exclusivamente a los sitios hidalguenses en que también vivió y su familia poseyó asimismo haciendas, como la de Coscotitlán (parte actualmente de la ciudad de Pachuca) donde escribió varias de sus obras.
Esta vez nos referiremos a un texto de Revilla que, como el del coleadero, es parte también de su serie "Escenas del campo", escrito al que tituló "Una corrida de lobos", publicado en la Revista Científica y Literaria en 1846.
Los montes de Cañada de Lobos, Timilpan. Fotografía de h2martínez tomada de Panoramio.
En estos tiempos es difícil creer que en la región en la que se ubica Aculco existieron manadas de lobos que representaban una seria amenaza para el ganado e incluso para las personas, pero así fue en realidad hasta hace cosa de siglo y medio. La presencia de lobos dejó su huella incluso en la toponimia, en Cañada de Lobos (en los montes de Bucio, Timilpan), que formaba parte de las tierras del extremo sur de la hacienda de Arroyozarco. En 1773, el administrador de esta propiedad, don Bernardo de Ecala Guller, informó que faltaban 340 cabezas de ganado vacuno, "por comidas por lobos" (AGN, Indiferente virreinal, caja 5325, expediente 24, año 1773). Años más tarde, en 1782, el también administrador de Arroyozarco, Valero de Ayssa, escribió:
“También estamos experimentando mucho daño de animales y aunque he puesto los medios para desterrarlo, dando corridas para ver si se ahuyentaban sin embargo de haber cogido cinco lobos y varios coyotes y perros carniceros que son tan perjudiciales como los primeros, no me basta, he de estimar a Vm. se valga de algunos de sus amigos de Puebla para que me consigan un tercio de yerba* que sea del primer corte, y dando orden, se la conduzcan a México, que con su aviso mandaré por ella y remitiré su importe de costo y flete, pues sólo así podremos evitar los muchos daños que experimentamos” (AGN, Indiferente virreinal, caja 5682, expediente 5, año 1782).*Se refiere a la llamada "hierba de la Puebla", también conocida como "hierba del perro" (scenecio canicida), utilizada en esos tiempos para envenenar perros, lobos y coyotes.
Todavía en 1854, la Estadística del Departamento de México, asegura que continuaban existiendo lobos en el territorio municipal de Aculco. Pero quien habló más extensamente del tema fue el ya mencionado Domingo Revilla. Si bien el cuerpo de su texto "Una corrida de lobos" no puntualiza que ésta se haya realizado en estas tierras, una oportuna nota añadida por él mismo permite asegurar que se inspira en lo observado precisamente en nuestra región:
"Los puntos inmediatos a la capital más a propósito para una corrida [de lobos] y en los que hemos presenciado, son: Cerro-Gordo y Arroyozarco: el primero está circundado de los llanos de las haciendas del Cazadero, célebre por las cacerías del virrey D. Antonio de Mendoza, y de Cuaxití, quedando enmedio un cerro pelado, que es el que lleva el nombre de Cerro-Gordo, y a donde se hacen replegar los animales; y el segundo presenta las ventajas de los inmensos llanos de Guapango, Petigá, y Quitaté, y las Águilas, sirviendo de barrera a los animales las aguas de la famosa presa de Guapango, que se extienden hasta siete leguas".
El Cerro Gordo de Polotitlán. Fotografía de José Luis Estalayo tomada de Panoramio.
Todos estos sitos, sobra mencionarlo, se encuentran en los terrenos que pertenecieron a la hacienda de Arroyozarco o que, como el Cerro Gordo ubicado en Polotitlán (en aquella época parte todavía municipio de Aculco), se hallaban aledaños a los límites de esta hacienda. Así, "Una corrida de lobos", texto tan vívidamente escrito, retrata sin duda las escenas que Revilla contempló en su infancia y juventud en estas tierras y resulta un testimonio invaluable para la historia de la región. Y también, por cierto, una sabrosa lectura para estos días de intenso frío en Aculco.
Panorámica desde Cañada de Lobos hacia el valle de Huapango, Timilpan. Fotografía de h2martinez tomada de Panoramio.
Escenas del campo
Una corrida de lobos
La llegada del invierno en las haciendas de cría, y en las estancias de ganado y de caballada, es las más de las veces una verdadera calamidad: no hablamos sólo de aquellos años en que las aguas han sido tan cortas o tardías, que los abrevaderos y cañadas no han empastado, o si los campos han reverdecido, el hielo y el sol han tostado la vegetación, tanto que apenas ha nacido cuando ha muerto, y por cuya causa los ganados están sujetos a la mortandad, no sólo por lo mal surtido de sus aguajes, y por la falta de pastos, sino también por la de aquellos que, anque abundantes de estas dos cosas, indispensables para la manutención de los animales, la estéril estación y lo rigoroso de las nevadas, que constantemente cubren los valles y los bosques, todo lo marchitan y lo consumen, y parece que la naturaleza se reviste con el velo de la muerte.
El fúnebre espectáculo de esa estación se aumenta más con el triste silbido de los tildíos, o pájaros de hielo [chorlo tildío, Charadrius vociferus], y con el lastimero canto de todas ésas aves, que no habiendo emigrado, han quedado casi mudas. En vano el aire se puebla con numerosas parvadas de grullas, que han llegado de las tierras lejanas del Norte, porque si bien en un momento la vista se divaga al verlas hacer diversas evoluciones en el azulado fondo de los cielos, también la monotonía de su grita oprime el corazón.
El invierno lo limita a esto su imperio; el sol mismo, ese rey de los astros, parece que huye de la Tierra; y al alejarse, los días son cortos y las noches largas y pesadas. Un instante ha bastado para verlo perderse, ya en Occidente, ya tras las elevadas montañas, ya en las inmensas llanuras, o ya sumergidos en el Océano. El viento glacial, que sopló fuertemente en la aurora, vuelve enseguida haciéndose sentir más penetrante a la hora del crepúsculo, a esa hora sublime en que los celajes tienen un tinte de oro y escarlata con que los matizan los rayos de aquel astro.
Acaban de dar las cinco de la tarde, cuando los bueyes se dirigen a sus establos, y los demás ganados a sus abrevaderos, o a un árbol elevado para buscar un lugar abrigado en que pasar allí, o bajo éste, la noche. El caballo relincha y recoge su manada, cuidando que no falte ninguno de su numerosa familia: el toro muge, y también atrae a la suya. En las cañadas y en los bosques se escucha alternativamente el eco de las vacas y yeguas, que llaman a sus crías con tierna solicitud. El relincho y el barmido se prolongan en aquellas soledades; es porque han resonado las selvas y los montescon el terrible aullido del astuto coyote y del carnívoro lobo. Este último, en el invierno, ha descendido de las serranías. La melancolía de aquel cuadro de la naturaleza se aumenta con los horrorosos acentos de esos feroces animales; el uno falaz y traidor, y el otro sanguinario y homicida. Desgraciado el torete o ternera , el potrillo o yegua que se ha separado de su rebaño o manada, porque en el acto es destrozado por estos foragidos de los bosques para saciar su hambre; los prolongados gemidos que exhala indican que ha sido víctima de su voracidad.
Ataque de lobos al ganado. Grabado de 1849.
Apenas se ha sentido el lobo, cuando los toros se levantan, y reuniéndose a una partida de ganado, colocan dentro las vacas y los terneros, formando aquellos un círculo para defender a su rebaño. En las caballadas sucede los mismo; el caballo padre en el instante relincha, y como si su relincho fuese la voz de un general, todos se reúnen a él, situándose las yeguas, los potrillos y muletos dentro de la manada, y los potros grandes y las mulas en toda la parte exterior para recibir a la fiera, disparándole coces.
El caballo padre levanta su cabeza erguida, y su crin y su cola se esponjan; sus ojos se encienden y vibran como los de la serpiente: centellean como el relámpago: su relincho ha cambiado en un bufido, con el que expresa todo su odio, y que lo anima la más terroble venganza. Cuanto es valiente y esforzado, así se manifiesta prudente para no comprometer a la familia: algunas veces provoca la lid y otras la resiste. Para atacar a su enemigo se lanza hacia él con decisión, con denuedo, disparándole manotadas y coces: su contrario huye, y en su retirada aparentemente procura una sorpresa que le dé el triunfo: si el caballo se repliega, en este acto es cuando la astuta fiera da vueltas alrededor de la manada para desconcertarla y arrebatar un animal, al que acomete hiriéndole arriba de la corva. Mas a veces el caballo se ve obligado a hacer una retirada con su manada, y entonces mientras él combate, aquélla avanza y los potros y mulas resguardan a ésta, y algunos auxilian a éste; así, y como por escalones, van alejándose del terreno hasta que se ponen en un punto seguro.Hay circunstancias en que dos o más fieras atacan la manada o el rebalo, y entonces los toros o mulas, los potros, y el caballo padre, se ponen en el lugar más peligroso, sin dejar de vigilar los flancos, que cuubren con la mayor prontitud, y se defienden hasta la muerte. Si perece en la lucha alguno que no sea el caballo padre, se retira con orden la manada; pero si éste ha sucumbido, aquélla arranca en desorden, y aterrorizada se dispersa en las praderas.
Ataque de lobos al ganado. Óleo de William Aiken Walker (1859).
Grandes son los destrozos que el lobo hace todos los años en las fincas, por lo que no hay parte en que no se les persiga con varios arbitrios; los más comunes se reducen a formar loberas en diversas cañadas y senderos apartados, que no son otra cosa que unos hoyos profundos, en cuya boca se coloca una tabla, falsamente sostenida; en el aparato se pone algún animal muerto o vivo, para atraer a las fieras, las que pisando la tabla caen en el hoyo; o a preparar en alguna cañada, carril o paso estrecho, algunas redes, hacia las que, obligándoles a huir, se les coge en ellas; mas como estos dos medios no bastan a veces para exterminarlos, ni presentan la diversión que buscamos en las escenas de campo, se ha escogido entre los mexicanos otro, que reúne el placer a la utilidad, y es una verdadera caza: pero antes de hablar sobre las particularidades que se usan entre nosotros, en la de esta clase, referiremos el origen de tan placentera costumbre.
[Siguen aquí unos párrafos que hablan de la cacería en el Mundo, tanto como medio de subsistencia de algunos pueblos, como diversión de reyes y señores en Europa. No los transcribimos para aligerar el texto ya que no se refieren a México.]
Entre nosotros varía completamente este recreo; pues a más de que absolutamente está prohibido el uso de armas de fuego, el de los perros es limitado, y absolutamente no se guarda etiqueta alguna, porque aún la observancia estricta del orden de la corrida indica la popularidad con que se emprende y lleva a cabo.
Tres días antes del señalado, se circulan las disposiciones, que por común acuerdo se han tomado a cada hacendado, ranchero, arrendatario o colindante de la circunferencia del punto en que ha de ser el teatro de la corrida.
Posible imagen de un lobo en el Códice Florentino, l. 11.
El paraje que se elige para la aventada, es un gran llano o un cerro que lo circundan por todas partes terrenos planos, y menos escabrosos. La circunferencia en que se da principio a la corrida es tan grande, como que su diámetro tiene a veces diez y más leguas. Todos los propietarios y habitantes de este inmenso círculo, y aun los de posesiones más lejanas, ocurren en el día prefijado. de antemano preparan sus diversos caballos, para que se encuentren ágiles y expeditos.
La víspera del día de la corrida [* Aquí se inserta la nota que habla de Arroyozarco como teatro de estas cacerías, que copiamos arriba], se matan algunos animales, que en cuartos se colocan en los puntos más frecuentados por los lobos o coyotes , los que olfateando la carne bajan en mayor número que el común, de las montañas o serranías. Como el lobo desciende de sus madrigueras entrando la noche, y se retira en la madrugada, la corrida se comienza antes de que se remonte. A las doce de la noche ya está puesto el gran cerco en una prolongada línea. Los hombres de a caballo se colocan en toda ella de distancia en distancia, y en los parajes escabrosos, en donde no pueden correr los caballos, los de a pie van con sus hondas y perros. A una señal convenida, que a veces es con cohetes, se da el grito, y así se da principio a la corrida. Cada hombre, constituido centinela, vocea fuertemente y da grandes chasquidos con un látigo para azorar a los animales, y obligarlos a huir hacia el punto en que se trata de cazarlos.
No hay idea que pueda expresar la uniformidad con que se emprende el movimiento y el celo que reina en aquel conjunto de hombres, en que cada uno procura llenar su deber; pero lo que más divierte al que por primera vez presencia aquella escena es, een el momento en que la aurora comienza a iluminar las cimas de los montes, las llanuras y los lagos. Todos aquellos hombres, que agobiados con un frío fuerte, y que en medio de las tinieblas han andado por un terreno desigual o entre precipicios, a la salida del sol se les ve alegres y llenos de animación.
Cacería de venado con reata, viñeta del libro Hombres y caballos de México, de José Álvarez del Villar (Panorama, 1981).
Cuando ya hay bastante luz, remudan sus caballos, y como la circunvalación se reduce más y más, según se avanza hacia el centro, luego que la línea está bien cubierta por todas partes, se van formando paradas de tres y cuatro hombres, que se colocan dentro del círculo cuanto más se avanzan, cuidando de que la línea y sus claros queden protegidos; atrás van quedando los jinetes menos expeditos, o que carecen de buenos caballos. Cada parada va marchando paralelamente y a distancias proporcionadas, para correr tras la fiera hasta el punto en que otra parada le sale al encuentro para cortarle la retirada, sin que ninguna parada traspase los límites de otra, con el objeto de que la caza sea más fácil y breve; así es que cuando algún animal pretende huir para fuera de la línea, parten tras él una o más paradas, según su colocación, hasta el punto en que están otras, lográndose de este modo que no se deje en descubierto el gran cerco, ni que los caballos se fatiguen, y que los de refresco de los otros le den a aquél alcance o caza. Los individuos de a pie, que han recorrido los breñales y senderos tortuosos y llenos de escabrosidades, se colocan con sus perros, de manera que no se les escape algún animal; así es que estrechándose más y más las distancias, las fieras se repliegan hacia el centro. Gatos monteses, venados, coyotes, uno que otro leopardo [i.e. jaguar u ocelote], y los lobos, huyen rabiosos o azorados. El coyote es el que con mejor instinto, intenta con mayor obstinación burlar las miras del cazador, pretendiendo romper la línea y escurrirse por entre los que lo acosan.
Mas sucede a veces que no se ha llegado a este momento, y por ser avanzada la hora hay una ligera tregua, la necesaria para que se tome alimento, y en toda la línea se suspende la marcha; para ello ha precedido una orden que se comunica de derecha a izquierda con la velocidad del rayo. Entonces cada cual queda en sus puesto y toma su alimento militarmente. Apenas ha pasado un rato, cuando vuelven los cazadores a montar: sus semblantes se animan, y en cada uno se percibe el ardiente deseo de dar caza a algún animal, y la confianza que tienen en su fogoso caballo. Colocadas nuevamente las paradas, se emprende simultáneamente la marcha y con la misma uniformidad.
Cuando se ha avanzado lo bastante, y el círculo es muy reducido, el cuadro completamente cambia: si en el punto señalado para la corrida hay algún cerro en que se han refugiado los animales, los de a pie suben a él para espantarlos y que bajen a la llanura; las fieras comienzan a correr en diversas direcciones. En el instante aqúel campo, que hacía poco estaba silencioso y sin animación, ahora está cubierto de innumerables jinetes, que con reata en mano, corren tras las fieras llenos de vigor y de emulación, compitiendo hombres y caballos como si estuviesen en una batalla en que se fueran a jugar los destinos de su patria o del mundo.
Cacería de venados en las inmediaciones de Orizaba. Litografía del siglo XIX.
En estos instantes ya no hay orden ni se obedece a voz alguna. La llanura es un torbellino de hombres a caballo que se lanzan de aquí para acullá en pos de la fiera, formando oleadas impetuosas: a los jinetes no los detienen los matorrales, los árboles, zanjas o cercas, pues corren ciegos y frenéticos tras el animal: multitud de reatas delgadas y a propósito, caen sobre el venado, que viene dando saltos por todas partes, sobre el coyote que se escapa ligero por entre las manos del caballo de alguno que lo persigue y lo deja atrás, mientras que otros jinetes le salen al encuentro, y sobre el fornido lobo, que con estupenda velocidad adelanta a los que lo siguen. Todos estos animales y las liebres que se diseminan, no hallan por dónde huir de sus adversarios; pero por mucha que sea la destreza para escaparse de la reata, caen las más veces bajo la que le ha lanzado una mano diestra. Apenas el venado se ha sentido sujeto, cuando dan un terrible salto y cae al suelo, volviendo a hacer un nuevo esfuerzo para escaparse. El coyote nunca quiere ceder, y lleno de ira y de despecho, por verse agarrado, pretende roer la cuerda, hasta que estropeado, se finge vencido, para que aprovechándose del más pequeño descuido, roer la reata y escaparse. El lobo, por el contrario, cuando se ve lazado, da un tirón tan fuerte como el de un toro o potro cerrero, y no vuelve a hacer más esfuerzo, humillándose luego.
Cacería de lobo con reata. Acuarela del pintor estadounidense Charles Marion Russell.
El que ha sido feliz en lazar algún animal, llega con su presa al punto de la reunión general, en donde lo esperan las miradas de multitud de curiosos que aplauden su destreza: se presenta ufano y satisfecho, y recibe los parabienes de sus conocidos y amigos, y demás concurrentes. Entonces se le presenta algún manjar y un vaso con licor, y dice lleno de entusiasmo, las más pequeñas circunstancias que mediaron para la aprehensión del animal. Sucesivamente van llegando los otros cazadores, más o menos alegres, según ha sido su fortuna, pues entre ellos ha habido quien sin haber lazado ningún animal, ha caído del caballo, con riesgo de su vida.
La corrida atrae una concurrencia numerosa de curiosos que vienen a participar de la diversión. También vienen vendedores de manjares y licores, con que se improvisan, después de la caza, banquetes por todas partes: la alegría reina en ellos, y en el semblante de cada individuo se advierte la satisfacción y el placer.
El aspecto de movimiento y agitación ha cambiado en el de la quietud de la mesa y de la conversación, en que se refieren varias anécdotas de valor y destreza de los cazadores, de la agilidad de los caballos y de la astucia y ligereza de los animales. Pero la admiración de todos se fija después en los caballos; y de los elogios que se tributan a los que poseen los mejores, por su velocidad, resulta que allí mismo se forman unas carreras, o se ajusten otras para los días de la Santa Cruz, la Ascensión, San Juan y Santiago, sin que esto obste a preparar una nueva corrida. El gusto por ésta y las carreras es muy pronunciado en los rancheros y hacendados, y con esos ejercicios se adiestran más en el uso del caballo. A éste le profesan una verdadera pasión, que contribuye notablemente a que se desarrollen en esas gentes las cualidades de hombres de a caballo.
Concluidas las carreras, en que ha habido sus apuestas de dinero, se retiran todos, y en el camino se forman grupos que corren tras los toros coleándolos, o a las manadas, para manganear un potro. Tal es el vicio que han contraído los rancheros por las escenas del campo, y a las que sólo la noche pone término, pues no tienen consideración a lo estropeados de sus personas ni de sus caballos.
Dignas son por cierto estas escenas de que las describiese una pluma como la de Walter Scott: pero por exacto que sea el cuadro, la idea que se forme no es tan completa como presenciándolas y participando de sus riesgos y de sus placeres.- Mayo de 1846.
D.R.
Seguramente las corridas de lobos en Arroyozarco no llegaron ya al siglo XX. No sabemos qué efecto tendrían cacerías como la descrita en la extinción de ésa y otras especies, pero lo cierto es que la explotación forestal de los montes de la zona a partir de 1890 no sólo los privó de sus bosques centenarios sino que acabó finalmente con buena parte de la fauna local. Sólo quedó para la memoria esta hermosa crónica, eco de un pasado perdido para siempre, de un Aculco que fue y ya no será.
NOTA: Gracias a Víctor Manuel Lara Bayón por las referencias sobre los lobos en Arroyozarco a fines del siglo XVIII.