viernes, 18 de agosto de 2023

Un antiguo patio aculqueño que muy probablemente se perderá

Todos ustedes conocen el inmueble que se encuentra en el número 11 de la Plaza de la Constitución, formando esquina con la Plazuela José María Sanchez y Sánchez, a un lado de la Presidencia Municipal, calle de por medio. Ya la he reseñado antes en este blog por el nombre de su antigua tienda, El Faro, de esta manera:

Con el nombre de "El Faro" -por la tienda que albergaba en sus accesorias- pero también como la casa de don Domitilio Alcántara o más recientemente de don Gonzalo Ruiz (en cuya descendencia aún se conserva), se conoce a la casa que se encuentra el la esquina de la Plaza de la Constitución y Plazuela José María Sánchez y Sánchez. Se trata de un inmueble formado por construcciones de diversas épocas que se fueron yuxtaponiendo, si bien su aspecto exterior, bastante homogéneo, quedó definido a principios del siglo XX. Su parte más antigua, empero, se remonta al siglo XVIII y debió ser en ese entonces una casa de importancia, ya que conserva vestigios como la hermosa portada barroca del cuarto esquinero.

En aquel entonces (2010), comentaba que el exterior de la casa lucía impecable, pero que sus interiores se encontraban en un estado muy lamentable, próximo a la ruina, debido principalmente a la caída de sus tejados a causa del abandono:

Si bien el exterior de la casa de El Faro luce impecable y la instalación de nuevos comercios ha respetado los antiguos vanos en sus dimensiones e integridad, el interior del edificio (con excepción de las propias accesorias) se halla en un estado próximo a la ruina. Algunas zonas, como el segundo patio, se encuentran totalmente invadidas por la maleza mientras una buena parte de las habitaciones han perdido sus techos de teja. Grandes hoyos se advierten en las cubiertas aquí y allá, sin que se perciba la mínima intención de repararlos o, por lo menos, detener el deterioro. Si esta situación se prolonga durante más tiempo, seguramente en pocos años restará de esta casa poco más que su fachada.

En el tiempo transcurrido desde que escribí aquel texto, algunas áreas con deterioros menores fueron reparadas, pero la zona del segundo patio continuó en el abandono más absoluto. En esa dejadez que sumaba más de tres décadas -y casi me atrevería a decir que cuatro- grandes tepozanes crecieron libremente, ocultando casi por completo cuartos, corredores, un pozo y el patio mismo. Muchas veces, al intentar ver ese patio a través de ramas y hojas, trataba de reconstruir en mis recuerdos su antigua disposición, cuando habitaba la casa todavía don Gonzalo y criaba ahí gallinas. Recordaba, por ejemplo, que el extremo norte contaba con una construcción de dos pisos, pero desde hace muchos años era ya imposible reconocerla.

Realmente me sorprendió la noticia, hace una semana, de que habían talado los tepozanes parasitarios y algunos trabajadores estaban comenzando a limpiar el patio. De nuevo era visible el sitio: Construido con gran sencillez enteramente en piedra blanca y con algunas paredes que muestran aún su pintura en un tono rosa claro, sus bien construidos muros soportaron el abandono de 40 años casi sin derrumbres. Los pilares de los corredores, esos sí, cayeron casi completamente. El pozo que recordaba sigue ahí, casi entero, aunque su tejado naturalmente no existe más.

La limpieza de este patio podría ser una buena noticia, pues a pesar de los daños del tiempo el lugar conserva vestigios patrimoniales que podrían recuperarse sin detrimento de un uso nuevo. Pero sé bien en qué Aculco vivimos: en uno que a pesar de los presumidos nombramientos como Sitio del Patrimonio Mundial, Pueblo Típico, Pueblo con Encanto y Pueblo Mágico, no sabe conservar su patrimonio y día con día pierde algo de lo que constribuyó a esos nombramientos. Así, lo más probable es que este patio desaparezca en su forma original y sea reemplazado por lamentables estructuras de tabicón y cemento, como ha sucedido ya con tantas casas del pueblo, y seguirá ocurriendo pues a nadie le importa.

En fin, hay veces como ésta que lo único que se puede hacer es esperar que el dueño tenga algo de conciencia y amor por Aculco, que lo impulsen a tratar de conservar y recuperar estos vestigios. Por lo pronto, quedan aquí estas fotografías que ilustran lo que quizá muy pronto se pierda irremediablemente.

martes, 15 de agosto de 2023

Cuando Aculco era la frontera norte

Varias veces les he comentado en este blog que a principios del siglo XVI las tierras donde se ubica Aculco formaban parte de la frontera noroccidental del Imperio Mexica. Más allá comenzaban los vastos territorios dominados por los nómadas, a los que los mexicas se referían genéricamente como chichimecas. Consumada la conquista española en 1521, estos mismos parajes fueron la primera frontera de la Nueva España, que en los siglos siguientes se iría recorriendo hacia el norte conforme se exploraban y colonizaban nuevos territorios. En 1537, la provincia era todavía "frontera de chichimecas [con] gente bárbara que anda desparramada por los montes y quebradas de esta tierra (1)

Estas incursiones en tierras chichimecas no fueron pacíficas: la Guerra del Mixtón (1540-1541) y la Guerra Chichimeca (1547-1600) se originaron en grandes y sangrientas rebeliones que pusieron en verdaderos apuros a los conquistadores y sus aliados otomíes, tlaxcaltecas y mexicas. De hecho, el enfrentamiento con los nómadas continuó después de ellas en forma de guerra de baja intensidad, conforme los novohispanos alcanzaban regiones cada vez más septentrionales. Los enfrentamientos con apaches y comanches -naciones que cabían también bajo la clasificación de chichimecas- se prolongarían después de la Independencia de México y no terminarían en realidad hasta muy avanzado el siglo XIX.

Sobre este tema, hoy quiero mostrarles un documento que ilustra el carácter fronterizo que tenía Aculco todavía en una fecha relativamante tardía, el año de 1618. En aquel momento se temían aún los ataques chichimecas y por eso el propio virrey marqués de Guadalcázar concedió al cacique Pablo de San Antonio un permiso para que portara un arcabuz y otras protecciones cuando se dirigiera a los pueblos de la jurisdicción a cobrar los tributos. Aquí transcribo este permiso, con algunas correcciones ortográficas que facilitan su lectura:

No. 284

Licencia a don Pablo de San Antonio, indio cacique y principal del pueblo de San Gerónimo Aculco, para por tiempo de dos años tener y traer un arcabuz cuando fuere a los lugares que refiere a la cobranza de los tributos, y no para dichos.

Por parte de don Pablo de San Antonio, cacique y principal del pueblo de San Gerónimo Aculco se me ha hecho relación que por estar el dicho pueblo en frontera de chichimecos y en unas montañas y serranías muy ásperas, con cuya ocasión va a favorecer los naturales que están en el pueblo de Santiago, San Ildefonso, San Pedro y San Francisco, que distan del dicho pueblo de San Gerónimo a seis y a siete leguas, donde los indios chichimecos por haberse alzado les suelen hacer daños, y asímismo va a cobrar los tributos y para su defensa lleva arcabuz y cuera de ante, porque le es muy preciso el hábito, y porque se teme que los justicias no se lo impidan, me pide se conceda licencia para el dicho efecto. Y por mí visto y lo firmé por orden mía y en forma. Lucas de Lara Cervantes, alcalde mayor de la Provincia de Jilotepec, en que dice se puede permitir que el señor don Pablo de San Antonio traiga armas ofensivas y defensivas para favorecer a los naturales en cualesquiera asaltos que los chichimecos hicieren. Por la presente doy y concedo licencia al dicho para que por término de dos años pueda tener un arcabuz y llevarlo cuando fuere a los lugares que refiere a la cobranza de los tributos y no para dichos, con lo cual no se lo impida justicia ni persona alguna.

En México, a dos días del mes de junio de 1618.

Yo, el marqués de Guadalcázar. Por mandado del virrey, Martín López de Gauna. (2)

Los pueblos a los que se refiere el documento son casi con seguridad los de Santiago Mexquititlán, San Ildefonso Tultepec y San Pedro Tenango, hoy pertenecientes al municipio de Amealco, pero que en ese tiempo formaban parte todavía de Aculco. El de San Francisco no logro identificarlo, pues aunque existía un pueblo de este nombre en la jurisdicción, era el de San Francisco Acazuchitlantongo (hoy municipio de Polotitlán), no muy alejado de la cabecera y por eso difícilmente asimilable con aquél.

Llama la atención también la vestimenta que portaba don Pablo para ir al cobro de tributos, una "cuera de ante" (es decir, gamuza), indumentaria conformada por varias capas de piel que impedía el paso de las flechas y que a veces se extendía también a la cabalgadura. Finalmente, el virrey que firmó la licencia fue don Diego Fernández de Córdoba, primer marqués de Guadalcázar, que gobernó la Nueva España de 1612 a 1621.

NOTAS:

(1) Se refiere a los alrededores del pueblo de San Pablo Huantepec, que todavía existe. Archivo General de la Nación, Grupo Documental Tierras, vol. 1872, exp. 10, f. 300.

(2) Archivo General de la Nación, Grupo Documental Indios, vol. 7, exp. 284, f. 140.

sábado, 12 de agosto de 2023

Los apaches que aterraron a Aculco en 1797

A finales del siglo XVIII, el extenso norte del virreinato de la Nueva España era un territorio mayormente despoblado. Pese a la fundación de ciudades como Santa Fe de Nuevo México (1610), Albuquerque (1707), Chihuahua (1709) o San Antonio de Béjar (1718), así como de una línea de presidios con fuerzas militares, los escasos habitantes de estas regiones padecían la incomunicación con el centro del virreinato (el viaje desde la Ciudad de México a Santa Fe, a 2,600 kilómetros de distancia, podía tomar seis meses), sufrían el clima desértico y, particularmente, vivían expuestos a un peligro humano constante: las incursiones de las tribus indígenas nómadas.

Las provincias del norte [...] están expuestas a las invasiones de los apaches salvajes. Estos terribles indígenas, empujados de valle en valle por la superioridad de las armas europeas, han acabado por encontrar en los climas rigurosos donde se han refugiado, la energía necesaria para vengarse de los usurpadores de su patria y, a su vez, atacan a los españoles establecidos en sus fronteras. Dependen de sus numerosos rebaños, que reemplazan los recursos dudosos de la caza, así como de la cría de caballos castellanos, sobre los que recorren las vastas sabanas del norte e irrumpen inopinadamente sobre las rancherías aisladas en busca del botín. [...] Se diferencian de los indios civilizados de México por sus duros rasgos, su nariz aquilina y la conformación de su frente. [...] Los trajes de los apaches, como los de los osages y de los pawnies, se componen de un sarape de lana, de pantalones de gamuza, de mocasines, de una banda en la frente y de adornos, collares y brazaletes. Sus armas son el arco y las flechas y la lanza, que empiezan a reemplazar por las armas de fuego. (1)

Los apaches eran el grupo más temido entre los "indios de guerra" o "indios bravos", como solía llamárseles. Desde tiempos remotos se dedicaban al saqueo y la depredación de las tribus vecinas y continuaron con este sistema sobre los nuevos pueblos, ranchos y haciendas fundados por españoles y mexicanos, especialmente después de que los comanches los desplazaron más al sur. Los colonos trataron de atraerlos a la paz de muchas maneras, pero los apaches lucharon fieramente por mantener su independencia. De tal manera que ya en el siglo XVIII se les enfrentaba casi sin esperanzas de incorporarlos al orden colonial y a la fe católica. Desde 1729, a los apaches que caían prisioneros se les enviaba a la Ciudad de México, de donde partían a Veracruz para forzarlos a trabajar en las fortificaciones del puerto e incluso para desterrarlos a Cuba, Campeche, Santo Domingo o Puerto Rico:

Lo que se veía a menudo entrando a Veracruz era una cuerda miserable, un tropel de hombres y mujeres reducidos a la condición de bestias. Semidesnudos, o apenas cubiertos con sus cueros de gamuza, de venado o bisonte, con sus raídas prendas de una manta ennegrecida por el uso constante, van asomando una mirada insondable por entre sus largas cabelleras. La piel tostada por el sol, el polvo y la intemperie, que los hace ver más morenos de lo que lo son en libertad, les da un aspecto inconfundible; pues traen consigo todavía las sequedades del desierto, el teatro de la guerra impreso en el fondo de los ojos y a flor de piel. Mientras caminan bajo un calor sofocante apenas balbucean “en fingida humildad” (como dicen sus captores) algunas palabras en su lengua en demanda de agua y comida, mientras la tropa que los conduce toma las mayores precauciones para asegurarlos y mantenerlos cautivos, ya que harán todo lo posible para fugarse en cualquier momento. (2)

A finales de 1796, uno de estos grupos, formado por "apaches mezcaleros" capturados en las fronteras de Texas, Sonora y Nuevo México, era conducido por los soldados del rey desde la capital del virreinato precisamente hacia el puerto de Veracruz para su posterior envío a La Habana. Estaba formado por 29 mujeres y niñas y 28 varones de todas las edades. Pese a la fuerte vigilancia, 18 de esos hombres consiguieron fugarse violentamente la noche del 7 de noviembre, mientras se les repartía la cena en la venta de Plan del Río. Uno de los evadidos sería hallado herido dos meses después no lejos de ahí, en el pueblo de Teocelo, pero el resto se lanzó en una huída desesperada, tratando de retornar a sus lejanísimas tierras. El gran historiador Antonio García de León ha narrado con gran detalle esta odisea en su libro Misericordia. El destino trágico de una collera de apaches en la Nueva España (FCE, 2017), magnífica obra de la que extraigo aquí la información y algunas citas.

Encabezaba al grupo de apaches prófugos un personaje singular: un hombre apodado el Genízaro, "güero y encarnado". Se trataba de Juan Alonso Avilés, criollo secuestrado por los apaches a los cuatro años de edad que había crecido como uno de ellos. Ya mayor, fue capturado por los españoles en un enfrentamiento con su pueblo adoptivo, tras lo que fue reconocido por su familia y en lugar de mantenerlo prisionero se le dio empleo como soldado, puesto en que se esperaba que aprovechara sus conocimientos de los apaches. En esta labor llegó a la Ciudad de México vigilando a un grupo de apaches cautivos y haciendo el trabajo de traductor, pero ahí decidió desertar del ejército. Sin embargo, se le detuvo cerca de Tepotzotlán y como se consideró que había intentado regresar a la "barbarie" apache, fue encerrado con los cautivos de esa etnia y condenado a sufrir la misma suerte en las fortificaciones de La Habana.

Los apaches escapados en Plan del Río tomaron en su huída bayonetas y otras armas. Fabricaron arcos y flechas y se mantuvieron de la cacería y de saqueos a las rancherías a las que se acercaban. Robaron caballos que les permitieron avanzar más de prisa y empezaron a subir al Altiplano de cumbre en cumbre. Pasaron por el Pico de Orizaba y se adentraron por Tlaxcala. Luego fueron vistos por Zacatlán, separados en dos grupos. El 11 de enero de 1797, su persecución tomó un carácter más formal, pues se encomendó al capitán Francisco de Viana y especialmente al teniente Nicolás de Cosío su captura, partiendo de las inmediaciones de Tulancingo. Perseguidos y perseguidores entraron al Valle del Mezquital por los alrededores de Actopan. Pasaron después por Huichapan y se aproximaron a San Juan del Río en busca del Camino Real de Tierra Adentro que conducía al norte novohispano. Los apaches llevaban ventaja y pronto se supo que se habían adelantado por el Bajío hasta Jerécuaro. Luego se les vio por Celaya y hacia el 20 de enero acampaban en las inmediaciones de Querétaro, antes de moverse hacia Salvatierra y Yuririapúndaro, en la intendencia de Guanajuato. Sus ataques eran cada vez más sangrientos y tres apaches murieron en ellos. El asesinato de dos pequeños inició el rumor de que comían niños y el capitán Cosío, enfermo y obsesionado con la persecución, se encargó de propagarlo.

El 1 de febrero, los apaches fueron avistados por Coroneo. Al día siguiente, tres mil hombres se organizaron en varias partidas para enfrentarlos en el cerro del Capulín. Ahí, tras una fuerte batalla, capturaron a seis apaches mal heridos, no sin sufrir 27 bajas del lado español, tres de los cuales murieron. Del grupo de ocho indios que consiguieron escapar, uno caería muerto poco después en un fiero combate cuerpo a cuerpo. Los siete restantes pronto volvieron a perderse por los montes:

Los justicias involucrados en la persecución reconocían que los apaches se habían vuelto ojo de hormiga, que habían desaparecido del todo: aun cuando dieron por cierto que algunos informes recabados decían “haberlos sentido en las goteras del Real de Tlalpujahua”, significando con esto que se hallaban en ruta desviada, ya no hacia el norte, como muchos imaginarían, tratando de retomar el Camino Real —que a esta altura se hallaba bloqueado por los piquetes de movilizados—, sino de nuevo al oriente, muy posiblemente hacia las inmediaciones del rumbo de Jilotepec o Aculco, para retomarlo desde ahí.

Al atardecer del día 6 y siguiendo la ruta hacia el oriente, ganaron una serie de elevaciones boscosas que ofrecían un buen abrigo antes de dirigirse de nuevo hacia el norte. Fue en aquel despoblado montañoso donde decidieron pernoctar. Allí pudieron volver a comer carne y conservar una parte como reserva; descansar unas horas y emprender de nuevo la ruta. En la mañana, avanzando hacia Aculco, toparon de repente con la vera de un camino, el que había que seguir para salir hacia la ruta planeada. Detuvieron la marcha de golpe al llegar a un vado, pues un grupo de gente armada, al parecer un destacamento de soldados, se dirigía hacia el sur, hacia Acambay, para movilizar en su contra a los indios otomíes de aquel pueblo. Una vez pasada la tropa, salieron de sus escondites y retomaron el rumbo cruzando el mismo camino. Fue entonces cuando un hombre y una mujer, acompañados de un niño pequeño, los avistaron y empezaron a dar voces para alertar a la tropa, que enfrascada en su derrotero, y por el ruido de sus cabalgaduras, no alcanzaba a oírles. En un instante, el hombre y la mujer cayeron atravesados de dos flechazos, cesando la gritería. Ella, tratando de proteger al niño, cayó sobre él, cubriéndolo de sangre. Al poco rato, el niño se repuso, se zafó del cadáver que lo aplastaba y echó a correr hacia unos ranchos llorando por la pérdida de su madre y su abuelo. Los apaches habían desaparecido, pero los rancheros se ocuparon del menor, que resultó ileso, y avisaron a los rastreadores —que pasaron después— que el derrotero de los fugados parecía ser un grupo de lomeríos llenos de bosques de coníferas que los lugareños llamaban “la sierra de Naá [¿Ñadó?]”. Asustados de estas muertes, los rancheros abandonaron sus casas y ganados y huyeron a refugiarse en Aculco, distribuyendo rumores por toda la región. (3)

El teniente de justicia de Acambay, Ignacio Díaz de la Vega, organizó a los vecinos de ese pueblo para enfrentar a los apaches, a los que llamaba "mecos", contracción de "chichimecos", el nombre genérico que en náhuatl se les daba a los indios nómadas del norte. Su idea era que "se formase cordón de unos y otros desde el paraje que llaman La Lechuguilla, hasta el Rancho de Chethé, a efecto de que, en la mañana del citado día se explorasen los Montes del Agostadero, Muitejé y Ñadó, para aprehender a los indios mecos que se hallaban amadrigados en ellos" (4). Procedente de Aculco, un destacamento de soldados se reuniría con los 400 otomíes armados con hondas convocados por Díaz de la Vega en el paraje de Caximó:

Antes de partir de ese lugar, el destacamento había recibido las bendiciones del cura [de Aculco] después de una misa mayor en la parroquia de San Jerónimo, en una ceremonia acompañada de cohetes y campanazos que llenaban el ambiente de aquel poblado abrupto. Poco después, el 9 de febrero y desde Acambay, el justicia territorial don Ignacio Díaz de la Vega le escribía a don Alfonso Ramón de Barturen, su homólogo y superior en Aculco, acerca de los incidentes ocurridos en las estribaciones de la sierra —en el paraje de Caximó—, en donde se había topado con la tropa proveniente de Aculco, aprovechando para informarle acerca de la insolente desobediencia de los indios del lugar acaudillados por su gobernador de república, un tal Pedro García. Según él, la insubordinación de los indios, motivada por lo que reconocía como “una actitud soberbia de los españoles durante un decomiso de caballos”, debía ser severamente condenada y reprimida, pues había impedido la captura de los apaches sobrevivientes, quienes tuvieron tiempo para parapetarse en las sierras vecinas, reponerse de su casi total derrota y “desaparecer para siempre.” (5)

¿Pero qué sucedió exactamente en Caximó, Acambay, que arruinó los planes de los perseguidores y propició la fuga de los apaches? Sucede que los soldados decomisaron los caballos de los voluntarios otomíes y uno de ellos intentó recuperar el suyo del oficial español que lo montaba. Éste respondió a cintarazos con su sable, hiriéndolo, y entonces el resto de los indígenas de Acambay apedrearon al oficial. Aunque los soldados intentaron detener el motín y algunos resultaron heridos en el intento, los otomíes decidieron regresar al pueblo sin participar en el cerco de los montes. Ya sin posibilidades de apresar a los apaches en los bosques de Ñadó, la tropa tuvo que retirarse también a esperar nuevas señales de su paso por otros sitios.

Mientras todo esto pasaba y mientras los partes y comunicados iban y venían entre Aculco, Huichapan, Acambay y la ciudad de México, los perseguidos siguieron su camino, siguiendo ahora más claramente su recorrido hacia el norte, para "restituirse a su país y desde allí hacernos la guerra", como rezaba un parte; mientras las autoridades locales atribuían el fracaso final de la misión a las insubordinaciones de los otomíes del rumbo. Los últimos reportes señalan que seis de los fugados cabalgaban por aquellos montes de Dios, armados de arcos y flechas y moviéndose con cautela hacia San Juan del Río y Querétaro. Desde el 27 de febrero, en carta al virrey marqués de Branciforte, el comandante y subdelegado, Juan José Valverde, informaba desde Huichapan que cerca de Aculco habían sido avistados los apaches, camuflados a la usanza rural de aquellas regiones, dando constancia de que los esfuerzos por localizarlos "no han producido últimamente más realidad que la de que se hayan ausentado estos enemigos de los límites y términos de esta Jurisdicción, en que efectivamente fueron perseguidos con todo tesón". (6)

Se desconoce por completo qué sucedió al final con los seis apaches restantes de aquellos 18 que escaparon en Plan del Río. Nadie supo de ellos ni dieron señales de vida desde que se les avistó por última vez en las inmediaciones de Aculco, todavía a miles de kilómetros de las tierras que eran su hogar. ¿Habrán llegado a ellas? Antonio García de León, poéticamente, imagina al final de su libro cinco posibilidades:

Que regresaron a sus dominios siguiendo el Camino Real, que murieron en el camino, que merodean como espíritus en la región de Aculco, que se sumaron a la plebe urbana de Querétaro o que ascendieron, como los gemelos de la mitología de los suyos, a la inmensa comba del cielo estrellado... (7)

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Hasta aquí la historia. No quiero dejar de recomendarles mucho el libro del que la sacado, que pueden leer gratuitamente acá: Misericordia. El destino trágico de una collera de apaches en la Nueva España.

Finalmente, hay que decir que esos no fueron los primeros ni los últimos apaches que pasaron por tierras aculquenses: casi todos los prisioneros de esta etnia llevados a la Ciudad de México viajaban por el Camino Real de Tierra Adentro y en consecuencia por tierras de la jurisdicción de Aculco:

En los últimos años [se refiere a finales del siglo XVIII] los indios bravos convictos se han vuelto parte del paisaje del Camino Real de Tierra Adentro, el que llega a la ciudad de México serpenteando desde la Santa Fe de Nuevo México, en el extremo norte de las llamadas Provincias Internas. (8)

Una de las últimas noticias de apaches prisioneros transitando por estas tierras es de 1806, cuando una mujer apache murió en Arroyozarco mientras se le llevaba a la capital, de lo que dio fe el administrador de la hacienda, don Miguel Sánchez de la Concha:

Certifico en cuanto puedo y el derecho me permite que en esta hacienda a mi cargo ha muerto una india de las de la cuerda que conduce el teniente don Facundo Melgares y queda tirada en el campo y para que conste doy la presente en 8 de enero de 1806. (9)

Ese poco caritativo "queda tirada en el campo" quizá indica que incluso se le negó sepultura y su cadáver quedó a merced de los animales.

 

NOTAS:

(1) Claudio Linati. Costumes civils, militaires et réligieux du Mexique, Bruselas, 1827, pl. 22.

(2) Antonio García de León. Misericordia. El destino trágico de una collera de apaches en la Nueva España, México, FCE, p. 23.

(3) Idem, p. 178, 189-190.

(4) Idem, p. 195.

(5) Idem, p. 194.

(6) Idem, p. 202.

(7) Idem, p. 204.

(8) Idem, p. 22.

(8) Idem, p. 62.

viernes, 21 de julio de 2023

Una cancioncilla de la Batalla de Aculco (1810)

El Archivo General de la Nación conserva, en el grupo documental Operaciones de Guerra (que agrupa los expedientes creados durante la Guerra de Independencia), la letra de una cancioncilla que se cantaba por aquellos tiempos, con el tema de las batallas del Monte de las Cruces y de Aculco. Técnicamente se trata de una bolera, género musical de origen español, cantable y bailable, y por el asunto histórico que aborda se le ha considerado antecedente de los corridos que surgieron más tarde en el siglo XIX. Aquí copio esta canción, que como verán sólo en su última estrofa alude a la batalla del 7 de noviembre de 1810:

 

Boleras alusivas a las batallas del Monte de Las Cruces y Aculco

 

Monte de Las Cruces, famoso puerto.

no me agradan mujeres por tanto muerto;

pero sí quiero hacer sepulcros

e ir al entierro.

 

Cuando el oscuro monte fui yo mirando

lleno de muertos sangre estilando

me consterné: de tanto muerto

uno enterré.

 

Si las mujeres pensaran lo que yo advierto

no buscarían hombres por tanto muerto:

esto ocasiona un infernal demonio

que no perdona.

 

¡Qué clamación hacían!, claro se entiende:

en el puerto de Aculco por nuestro Allende,

sabias reflejas, hallarse derrotados

de un tal Calleja.

 

Fuente: Boleras alusivas a las batallas del Monte de Las Cruces y Aculco, en: Archivo General de la Nación, AGN, Fondo Secretaría de Cámara, Serie Operaciones de Guerra, vol. 939, foja 599

miércoles, 19 de julio de 2023

El chapitel

La palabra chapitel (no confundir con capitel) se refiere al remate de una construcción aislada, por ejemplo una torre, de forma piramidal o cónica. Por extensión, se les llamó también así en la Nueva España a las capillas en forma de templete que se solían cubrir precisamente de esa manera, si bien muchas tuvieron también bóvedas, cúpulas, tejados y terrados de distinto tipo. Existieron capillas-chapiteles en diversos lugares del virreinato. En todos los casos se trataba de sitios dedicados al culto, aunque de formas distintas: mientras el llamado Chapitel del Calvario en Cuernavaca era, por ejemplo, un sitio de devoción para los caminantes que llegaban o salían de esa ciudad (lo que se conocía como "humilladero"), la ubicación del Chapitel de Cocotitlán en alto y a un costado de la plaza permite apreciar que se le usaba para la celebración de misas o por lo menos para la predicación a quienes acudían a comerciar al pueblo (de manera semejante al uso de una capilla abierta). Así, puede decirse que el término "chapitel" define más una tipología arquitectónica que un uso, si bien edificios de construcción similar, como podría ser una capilla posa del tipo de Calpan o Huejotzingo, nunca serían llamados chapiteles.

Aculco tuvo también su chapitel (más cercano al tipo de Cocotitlán) y lo sabemos gracias a dos notables testimonios gráficos. El primero es el dibujo de Plaza Mayor del pueblo en 1838, que nos lo presenta adosado al exterior del muro del atrio parroquial, mirando hacia el poniente, hacia la plaza, justo en el sitio donde está hoy el Portal de la Primavera. Se apoyaba en un ancho basamento con contrafuertes en los costados que lo elevaba al nivel del atrio y se desplantaba ahí como una pequeña capilla cuadrangular abierta con arcos en tres de sus lados. Al frente el arco se inscribía en un alfiz a la manera mudéjar y protegía el vano una barandilla seguramente de madera. El fondo estaba cerrado por un muro en el que se abría una puertita descentrada por la que se accedía desde el atrio. La cubierta era plana, probablemente de viguería y terrado.

El segundo testimonio gráfico que muestra el chapitel de Aculco es un dibujo de 1878, mucho más simplificado que el anterior, en el que la capilla aparece ya tapiada y cercada por el nuevo Portal de la Primavera, cuya construcción inició entonces. Los muretes que ciegan los arcos del chapitel se ven horadados con una serie de ventanitas cuadradas o mechinales cuyo sentido no es muy claro. Lo evidente es que el chapitel había perdido ya su uso original.

En las fotografías posteriores del Portal de la Primavera no se advierte ya ninguna huella del chapitel. Su basamento seguramente estorbaba para la construcción de los cuartos de este inmueble y por ello habría sido demolido completamente aún antes de que se edificara la segunda planta del nuevo edificio, en la década de 1930. Por el interior del atrio, a primera vista parece que tampoco quedaría huella del antiguo chapitel. Sin embargo, una pequeña diferencia en los planos de la fachada quizá indica la supervivencia de por lo menos de una parte de sus muros.

Sin testimonios documentales y con las limitaciones de estos dos dibujos, es difícil deducir la época en que fue construido el chapitel de Aculco. Sin duda databa de tiempos del virreinato, pero poco más se puede decir. En mi opinión, dado que el muro del atrio en esta zona fue construido en 1666, debería ser posterior a esos años y quizá incluso de principios del siglo XVIII. En fin, lo único cierto es que esta pequeña construcción no existe desde finales del siglo XIX y podemos considerarnos afortunados de que dos dibujantes nos hayan permitido saber que existió.

viernes, 14 de julio de 2023

La Inquisición en Aculco

El Santo Oficio de la Inquisición fue un tribunal establecido en España en 1478 y ampliado después a sus dominios con el fin de mantener la ortodoxia católica entre sus habitantes. Nadie podría hoy en día defender sus medios (represión de la libertad de pensamiento, juicios sin conocer al acusador, tortura, confiscación de bienes y en último término la muerte), pero lo cierto es que, en su contexto histórico, la institución fue mucho menos terrible de lo que acostumbramos imaginar. Para empezar, en un tiempo en que todos los tribunales acostumbraban torturar a los reos, la Inquisición reglamentó esta práctica para evitar abusos. Asimismo, mientras los tribunales religiosos de la Europa protestante quemaban decenas de miles de "brujas" en los siglos XVI y XVII, la Inquisición española apenas ajustició mujeres por esa causa. Ni más ni menos que Enrique VIII, rey de Inglaterra que separó a la Iglesia Anglicana de la comunión con Roma, ejecutó a unos 70,000 católicos por mantener su lealtad al papa, muchísimos más que los 3,000 reos cuya muerte se puede atribuir a la Inquisición en Europa y América según sus archivos. En la Nueva España, desde 1571 en que se estableció hasta 1821 cuando se consumó la Independencia, sólo unas 50 personas murieron condenadas por el tribunal. Además, en tierras americanas la Inquisición no actuaba sobre los indígenas (que eran la mayor parte de los pobladores), pues como nuevos conversos se les consideraba propensos a recaer en la idolatría, pero también disculpables por ello.

Puestas las cosas en su contexto, paso a hablarles sobre la actuación de la Inquisición en Aculco. Dado que la inmensa mayoría de los habitantes del pueblo y su jurisdicción en los siglos XVI y XVII eran indígenas que quedaban fuera de la supervisión del tribunal, seguramente hubo muy pocos asuntos inquisitoriales en esos años, y de hecho los archivos no conservan registro de alguno. Al llegar el siglo XVIII, sin embargo, la situación demográfica había cambiado mucho debido al mestizaje y esa nueva población mezclada sí caía bajo la jurisdicción del tribunal:

El Santo Oficio descubriría que el mestizaje y la población de mezclas involucraba nuevos sujetos bajo su autoridad. Si antes los pueblos de indios estaban exentos de su competencia, las mezclas habían creado diferentes calidades, cuyos individuos, ausentes de pureza india, estarían bajo su tutela. Estas individualidades localizadas en pueblos indios debían, al menos en teoría, ser una preocupación de los comisarios. (1)

Esta situación explica el nombramiento para Aculco un calificador interino del Santo Oficio de la Inquisición en 1728, que fue el sacerdote franciscano fray Bernardo de Rivera. (2) Veinte años más tarde, se nombró comisario de la Inquisición para los pueblos de Aculco y Acambay y Jilotepec al también franciscano fray Miguel García Figueroa, cura de este último pueblo. (3) Bajo esta administración inquisitorial delegada localmente en los franciscanos se tiene constancia del primer caso relacionado con Aculco: en 1735, ni más ni menos que un religioso de esa orden, fray Jacinto de Piña, fue acusado de aprovechar el confesionario para hacer "solicitudes deshonestas" (es decir, proposiciones sexuales) a las feligresas de la doctrina de este pueblo. (4)

Es hasta 1776, cuando se había creado ya la parroquia de Aculco y la autoridad religiosa había pasado de los franciscanos a manos del clero secular, cuando Aculco reaparece en los archivos de la Inquisición. Esta vez se trata de un caso misterioso: el bachiller don Juan José Pichardo, sacerdote que residía en el pueblo, envió al tribunal una carta cerrada "sin título ni carátula alguna" por conducto del padre Luis de Neve y Molina. El contenido de esta carta secreta es desconocido. (5)

En las últimas dos décadas del siglo XVIII el número de casos inquisitoriales aumenta y éstos abarcan temas muy variados. En 1783, por ejemplo, el cura don José Moreno recibió el encargo de realizar las diligencias relativas a verificar la "limpieza de sangre" de José Almaraz Carbajal. Esta tarea se refería a comprobar que el sujeto involucrado no tuviera ascendientes judíos, musulmanes o negros en su genealogía, y se requería para acceder a ciertos cargos públicos. Almaraz, residente en Cadereyta y con antepasados en Aculco, aspiraba a ser nombrado notario de la Inquisición y por ello necesitaba tal comprobación. (6)

Dos años después, una mujer criolla de Aculco, doña María Rosalía García, se "denunció espontáneamente" -es decir, se denunció a sí misma- por haber dudado del misterio de la Santísima Trinidad. Estas autoinculpaciones ante la Inquisición a veces eran ciertamente voluntarias, pero otras muchas eran producto de una denuncia o sospecha previa, ante la cual el acusado decidía confesar plenamente para atenuar su castigo. En el caso de María Rosalía parece que no hubo mayor castigo pues su infracción era muy leve, así que simplemente "se le absolvió de su error". (7)

En 1787, el cura de Aculco, don Luis Carrillo y Troncoso, solicitó expesamente y obtuvo formalmente el cargo de comisario del Santo Oficio de la Inquisición de la jurisdicción de Aculco, si bien ya antes había actuado como comisario exprofeso para un solo caso. (8) Sin duda los tiempos de Carrillo fueron los más activos en lo que se refiere a denuncias inquisitoriales y nadie mejor que él puede ser llamado "el inquisidor de Aculco" como modernas tradiciones lo han hecho, si bien jamás tuvo tal título sino el mencionado de comisario del Santo Oficio de la Inquisición, que orgullosamente plasmó en el gran cuadro del Privilegio Sabatino ubicado en la parroquia. El presbitero don Juan José Pichardo ejerció como notario suyo al principio de su encomienda. (9)

En el ejercicio de esa tarea, a Carrillo le correspondió investigar diversos asuntos interesantes, por ejemplo el de Petra, una esclava denunciada en 1795 por doña Xaviera Basurto (esposa del labrador don Ciriaco de la Cueva) por decir que no había Infierno, cuyo caso no llegó a concretarse porque la acusada falleció (10). O el de fray José de Lima, religioso mercedario que en la cuaresma de 1786 fue a Aculco para ayudar en los servicios de la iglesia y más tarde se le acusó por "solicitante", es decir, por pedir favores sexuales en el confesionario (11). Ese mismo año, el bilbaíno Manuel Bernaola fue acusado por don Juan José Jiménez y Peñaranda, teniente del partido de Aculco -a quien servía como amanuense- por sus proposiciones heréticas. (12) También atendió la denuncia de la castiza Rita María de la Trinidad Millán, vecina del pueblo, contra Jorge Melgarejo, a quien escuchó proferir "cosas nada conformes a la santidad de nuestra santa Fe" en 1787. (13) Ese mismo año, se denunció a José Ignacio Basurto, joven que comenzaba su carrera clerical como acólito "a título de idioma otomí" (es decir, por conocer esa lengua) y sin tener las órdenes sacerdotales se atrevió a confesar a una india. (14)

En 1790 hubo otro caso de "denuncia espontánea": la de Inés Luisa Sánchez, esclava soltera de don Manuel García, quien se acusó a sí misma de "herejía mixta", término que se refiere a que creía y había manifestado cosas contrarias a la fe sabiendo que lo eran. El propio cura Carrillo solicitó facultad para absolverla de este "crimen", por lo que seguramente no era asunto de importancia ni ameritó mayores investigaciones, aunque al parecer el perdón se retardó hasta 1793, cuando fue absuelta ad cautelam (es decir, con reservas). (15)

En 1792, fue María Tiburcia Mendoza quien denunció a José Antonio Millán, alias Vértiz, no tanto por solicitarla lujuriosamente "para cosas torpes", sino por otras "proposiciones" blasfemas o heréticas que lo oyó proferir. (16) Pero quizá el caso más interesante en tiempos de Carrillo fue el del negro, ciego y manco José Manuel, esclavo de doña Micaela de Terreros, a quien se tenía por difusor de supersticiones y que por ello fue denunciado en 1792 en Aculco, aunque los hechos habían tenido lugar diez años atrás en Púcuaro, Michoacán (17). Según el historiador José Antonio González, quien ha profundizado en este caso, se trata de un caso sumamente interesante de "magia amorosa, donde se combinaron las técnicas de la ventriloquía, el empleo de la chuparrosa como amuleto erótico, la ingestión de un alucinógeno para tener visiones y potenciar poderes espirituales y que se concretaron en una seducción mágica". Te recomiendo mucho que leas lo escrito por González en su blog sobre este asunto inquisitorial, pues ayuda a conocer mucho de las supersticiones de la gente de esa época. Lo puedes encontrar aquí: "La chuparrosa parlante del ciego José Manuel".

Al año siguiente, el padre Carrillo atendió un nuevo caso de denuncia espontánea por la que también solicitó facultades para absolver a la penitente. Se trataba de la española María Antonia Morales, culpable de herejía mixta. (18) También herética fue la expresión que oyeron proferir a Vicente Morales, de tan sólo 15 años, cuando dijo "que no creía cómo sería eso de la resurrección de la carne, o que no creía eso", lo que le valió una denuncia también en 1793. (19) En 1794, el comisario del Santo Oficio en Aculco se ocupó de tres casos de denuncias espontáneas por herejía mixta: la de la española soltera María Teresa Hernández, que vivía en la calle Real a la salida del pueblo; la de la también española Rosalía Garfias, y la de la doncella Rita Morales, que hizo a través del bachiller don Ignacio Ruiz Peña, sacerdote avencidado en Aculco que aparece en los documentos también como comisario inquisitorial y a quien en 1798 se le concedieron facultades para absolver a la acusada. El fiscal de la Inquisición, José de Pereda y Chávez, anotó que Rita había confesado "varios errores y disparates que, según su tenor, parece maniática". (20) Llama la atención ciertamente que estas autoinculpaciones sean en todos estos casos hechas por mujeres.

Un caso algo distinto fue el denunciado por doña María Desideria Alarcón en 1795. La mujer no vivía en Aculco, sino en la Ciudad de México, en la esquina de Pacheco (por otro nombre Puente de Santiaguito), pero era natural de ese pueblo. Ella acusó a un hombre que habitaba en el entonces pueblo de Tacuba, "quien hablaba cosas horrorosas y se limpiaba por las asentaderas con una estampa de la virgen de Guadalupe". (21)

Curiosamente, varios casos relacionados con brujería de los que ya les he platicado en este blog (el brujo Alejandro, del que se decía que hablaba con los animales, y las tres brujas indígenas) y que por su naturaleza podrían creerse materia de proceso inquisitorial no ameritaron que los párrocos de Aculco los turnaran a las autoridades superiores de la Inquisición. ¿Por qué? Primero, porque se trataba de indios no sujetos al tribunal, pero quizá también porque a aquellas alturas del siglo XVIII la creencia en hechicerías se iba teniendo más por supersticiosa que por real.

Ya en el siglo XIX, en 1804, se sabe que existió una causa contra un tal Mario Antonio Urquiza, pero sólo sobrevive la carta en que los inquisidores apremiaron a don Luis Carrillo a darle curso, temiendo que hubiera caído en el olvido. (22) Pocos años después, durante la Guerra de Independencia, se tiene noticia de un último caso de la Inquisición relacionado con Aculco: se trata del proceso contra el franciscano fray José de Lugo y Luna "por proposiciones heréticas y revolucionario", pues este sacerdote había escapado del convento de Toluca y se había unido a los insurgentes: "destinado de capellán a San Jerónimo Aculco bajo las órdenes del Coronel Insurgente apellidado Polo, en cuya compañía vivió tres meses en el Cerro Ñadó donde sólo decía Misa, e hizo un Matrimonio”. (23)

Seguramente muy pocos entre esta veintena de casos relacionados con Aculco implicaron medidas severas por parte de la Inquisición. Si acaso dos o tres de los acusados llegaron quizá a pisar las cárceles de este tribunal. Ninguno, por cierto, recibió como condena la pena capital.

El archivo de la parroquia de Aculco resguardaba documentos relacionados con estos y otros casos inquisitoriales. Hace bastantes años alguien cercano me comentó que tales documentos habrían sido destruidos intencionalmente hace muchos años y ciertamente ya no existen. Cierta tradición no muy extendida (y que quizá tiene apenas unas tres décadas) ha dado en llamar al inmueble ubicado en la calle Juárez número 2 la "casa de la Inquisición" o "casa del inquisidor", pero en realidad nada parece vincularla con ese tribunal ni con los comisarios del Santo Oficio que ejercieron sus funciones en el pueblo. Pero quizá alguien logre en el futuro hallar esa liga.

 

NOTAS:

(1) Miranda Ojeda, Pedro. "La articulación de las comisarías dependientes en los distritos del Santo Oficio de Nueva España, 1611-1662", en Desacatos número 69, mayo-agosto 2022, pp. 106-123.

(2) Archivo General de la Nación (AGN), Inquisición, vol. 818, exp. 22, f. 429 a 432.

(3) AGN, Inquisición, vol. 847, exp. 921, f. 216.

(4) AGN, Inquisición, vol. 1175, exp. 18, f. 179-183.

(5) AGN, Inquisición, vol. 1111, exp. 2. f. 2.

(6) AGN, Inquisición, vol. 1167, exp. 7, f. 80-142 y exp. 7B, f. 202-239.

(7) AGN, Inquisición, vol. 1214, exp. 2, f. 11-15.

(8) AGN, Inquisición, vol. 1216, exp. 2, f. 115-119; vol. 1217, exp. 15, f. 198-199; vol. 1272, exp. 1, f. 1-7.

(9) AGN, Inquisición, vol. 1217, exp. 15, f. 198-199.

(10) AGN, Inquisición, vol. 1380, exp. 19, f. 378-381.

(11) AGN, Inquisición, vol. 1272, exp. 1, f. 1-7.

(12) AGN, Inquisición, vol. 1203, exp. 8, f. 51-91.

(13) AGN, Inquisición, vol. 1066, exp. 14, f. 335-338.

(14) AGN, Inquisición, vol. 998, exp. 11, f. 137-141.

(15) AGN, Inquisición, vol. 1304, exp. 1, f. 1-2; vol. 1319, exp. 14, f. 1-3; vol. 1302, exp. 15, f. 1-4.

(16) AGN, Inquisición, vol. 1193, exp. 24, f. 269-274.

(17) AGN, Inquisición, vol. 1358, exp. 8, f. 195-196.

(18) AGN, Inquisición, vol. 1338, exp. 4, f. 105-125; vol. 1340, exp. 10, f. 1-8.

(19) AGN, Inquisición, vol. 1351, exp. 9, f. 1-7.

(20) AGN, Inquisición, vol 1337, exp. 13, f- 1-5; vol. 1337, exp. 14, f. 1-3; vol. 1389, exp. 2, f. 14-20; vo. 1199, exp. 11, f. 52-53. Libro del Fiscal 1794-1815, Biblioteca Lafragua, BUAP, registro 1154. Don Ignacio Ruiz Peña tendría unos 36 años en 1794. Exactamente tres décadas después residía en San Juan del Río. AHMA, Estado de México. Fondo: Independencia. Sección: Presidencia. Vol. 01. Clave: 284. Expediente: 05. Febrero de 1824

(21) AGN, Inquisición, vol. 1373, exp. 22, f. 249-257.

(22) AGN, Indiferente Virreinal, caja 5486, exp. 75, f. 1.

(23) AGN, Inquisición, vol. 462, exp. 91. f. 27. Transcripción tomada de “Relación de la causa de Fray José de Lugo y Luna, por proposiciones heréticas y revolucionario”, en Boletín del Archivo General de la Nación. Tomo III, julio, agosto y septiembre de 1932, número 3, p. 346.

martes, 13 de junio de 2023

Elogio de la piedra blanca de Aculco

Más que la cantera, más que la teja o la madera, más que la cal que blanquea sus muros enlucidos, es sin duda la piedra blanca de Aculco el material histórico de construcción más representativo de este pueblo. No sólo sus casas antiguas están construidas con ella, sino que el subsuelo mismo está formado por este tipo de roca y de allí su abundancia y amplio uso desde los orígenes de este poblado hasta nuestros días.

La piedra blanca de Aculco es una toba volcánica, roca ígnea que procede de erupciones muy violentas que producen flujo piroclástico (nube ardiente), el cual, al enfriarse, conforma grandes depósitos de muchos metros de profundidad, a veces ubicados a decenas de kilómetros de su fuente. A simple vista se observa que contiene gran cantidad de fragmentos de piedra pómez de distintos tamaños, ceniza, cristales y fragmentos de otras rocas. Suele aparecer formando columnas o paredes verticales (como se ve en el Salto de la Concepción), así como esferas que antes eran extraídas cuidando su forma como simple curiosidad.

Seguramente las primeras construcciones del pueblo se levantaron con piedra blanca extraída del propio lugar. Consta incluso que hasta la década de 1950 se extrajo piedra blanca de la casa ubicada en la Plaza de la Constitución no. 12 para aprovecharla en el mismo inmueble. Pero conforme Aculco crecía seguramente se fueron buscando yacimientos un poco más apartados. Uno de ellos sigue en explotación y se ubica en la zona que conocemos como Los Puentes, en el límite poniente del Barrio de San Jerónimo. El aprovechamiento de los yacimientos situados entre el pueblo de La Concepción y su cascada parecen ser mucho más recientes. El color de la piedra extraída de cada sitio varía ligeramente con respecto a los otros, a veces es más blanca, más amarillenta, azulosa o rosada, aunque casi nadie se percata de ello.

La piedra blanca se aprovechaba principalmente para formar muros de mampostería. Se labraba de forma irregular y los ángulos rectos se reservaban sólo para los marcos de puertas y ventanas, así como para los ángulos de las construcciones. Algunas veces, cuando se le extraía de yacimientos en donde su conformación era más compacta, se le podía tallar casi como cantera para obtener superficies más pulidas. Hoy en día es quizá en forma de sillares cortados con maquinaria como se comercializa más, si bien es muy fácil comprarla en bruto directamente en los yacimientos para construir muros de mampostería tradicional. Un camión de piedra blanca bruta (aproximadamente cien piedras) tiene en estos tiempos uno costo de entre 1,400 y 1,800 pesos.

Esta piedra resultó un magnífico material de construcción: abundante, ligera, fácil de labrar, reutilizable, con una rugosidad que favorece el agarre del lodo o la cal con que se unía en las viejas casas. Los muros construidos con ella son térmicos, pues permiten conservar la temperatura interior de los cuartos sin grandes variaciones, así en el frío como en el calor. Pero, además, la piedra blanca tiene una particular belleza, lo mismo acabada de labrar, cuando se muestra en toda su blancura, como cuando tras años de exposición a la intemperie va tomando al oxidarse un agradable tono dorado.

¿Desventajas? Bueno, una es que es que su suavidad la hace poco apta para usarla en suelos, especialmente si es mucho el tránsito. La lluvia la hace además resbaladiza, especialmente para los automóviles. Cuando la humedad es permanente, como en un desagüe mal atendido, la piedra blanca ennegrece con facilidad y hasta se vuelve verde por el crecimiento de musgo. Otro problema es que resulta mucho más quebradiza que la cantera. También que por su suavidad es poco apta para dejarla a la vista en el interior de las habitaciones, pues con cualquier frotamiento desprenderá arenillas. La última, que por su porosidad permite con alguna facilidad el ascenso capilar de la humedad, por lo que en terrenos húmedos se solia construir un cimiento alto de "piedra maciza" antes de elevar los muros de piedra blanca.

Las grandes y antiguas bardas de piedra blanca que todavía existen en el pueblo de Aculco, especialmente en sus extremos norte y oriente, deberían considerarse patrimonio histórico y arquitectónico, y exigirse su conservación en cualquier proyecto de construcción o remodelación. No sólo las que muestran la piedra a la vista, sino también donde se encuentra cubierta de aplanados. Para mí resulta increíble que, muy recientemente, los dueños de algunos terrenos que tenían por único adorno el lujo de una barda así hayan preferido derruirla en lugar de aprovecharla para vincular una nueva construcción con sus raíces aculqueñas.

Como simple dato curioso, la piedra blanca de Aculco es muy similar a la piedra que se conoce como sillar de Arequipa, que se extrae en la ciudad peruana de ese nombre. Arequipa es llamada también la "ciudad blanca" pues la gran mayoría de sus edificios históricos están construidos con esa piedra clara. Haz una búsqueda en Google y te encontrás con imágenes de la Arequipa colonial que sin duda te recordarán algunos sitios de Aculco debido a la semejanza de materiales.