"De bien intencionados está lleno el Infierno", dice el refrán. Porque, en verdad, con gran frecuencia se causa el peor daño con las mejores intenciones y deseos. Hoy quiero referirme puntualmente al daño que suele provocar al ambiente urbano de las ciudades históricas el esfuerzo fallido -aunque sea bienintencionado- por enmascarar edificaciones modernas con elementos supuestamente tradicionales con la intención de integrarlas al ambiente urbano de un sitio.
No es que esté en contra de la integración de esas nuevas construcciones al tejido urbano antiguo, sino al contrario: estoy convencido de que esa intención integradora debe prevalecer siempre en las construcciones modernas cuando se trata de un sitio con valor patrimonial, e incluso estoy a favor de la incorporación a dichas obras de detalles inspirados en la arquitectura histórica local (opinión que seguramente no comparten muchos arquitectos restauradores). Lo que me parece lamentable es el uso de elementos que pueden ser tradicionales en un lugar distinto, en otras tradiciones arquitectónicas antiguas, pero que para el sitio en cuestión resultan ajenas. Pongo un ejemplo particular de Aculco: no existen en el pueblo ni en su término municipal balaustradas antiguas de ningún tipo, pero cada vez con más frecuencia vemos casas nuevas a las que se les colocan balaustres en sus balcones en un esfuerzo bienintencionado, pero al final fallido, de aportarles un aire que el propietario imagina ligado con lo tradicional o antiguo del pueblo.
Un ejemplo fallido que quiero mostrarles hoy es el de un par de construcciones con características similares que se encuentran en la calle Macario Pérez de la cabecera municipal de Aculco. Esta vía, trazada hace apenas unos treinta años, partió en dos la enorme manzana limitada anteriormente por las calles de Hidalgo, Abasolo, Insurgentes y Riva Palacio, por lo que todas sus construcciones en ella son modernas a pesar de encontrarse muy cerca del centro del pueblo. Es más, debido a la topografía, dichas construcciones son en buena medida visibles desde la Plaza de la Constitución y por ello su integración al entorno urbano no puede ser pasada por alto.
Lo primero que llama la atención en esas dos construcciones es su altura: tres plantas y quizá unos siete metros, algo excesivo para el entorno urbano y contrario a lo ordenado actualmente en los bandos municipales. La planta baja está dedicada en ambos casos al comercio, por lo que al estilo habitual de tantos de nuestros pueblos y ciudades -tan degradados arquitectónicamente- se abren enormes accesos con los que el tradicional predominio del muro sobre el vano que caracteriza a las casas antiguas de Aculco desaparece por completo. En las plantas superiores, enormes ventanales con herrería de gusto discutible cierran sus ventanas también desproporcionadamente grandes. Pero lo que cae precisamente en la situación que describía al comienzo del texto son los balcones, en los que se intentó quizá paliar la pésima arquitectura de los inmuebles con algo que resultó igualmente deplorable: unas balconadas con adornos de herrería que evocan con pobreza aquellas de hierro fundido que caracterizan a las casas del siglo XIX del Barrio Francés de la ciudad de Nueva Orleáns, en Estados Unidos. Pero lo que allá es característico y valioso, trasladado acá resulta ajeno, postizo, feo.
En suma: no todo el repertorio de elementos arquitectónicos antiguos tiene cabida en un poblado histórico, por más que sean buenas las intenciones de quien lo construye. Estos elementos no ocultan además la mala arquitectura y su uso puede significar un daño al ambiente urbano tan fuerte como el que produce en él un edificio moderno mal integrado.
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