sábado, 9 de abril de 2016

La casa campesina

En las poblaciones antiguas y que han conservado en mayor o menor medida su patrimonio edificado, normalmente la atención y miradas de los vecinos y visitantes se dirigen hacia las construcciones de mayor importancia, dimensiones, porte o riqueza. Pocos perciben el valor que suelen tener los elementos de contexto que rodean a esos edificios y les prestan el mejor marco para su apreciación, y por eso mismo suelen ser estos elementos "menores" los que más daños sufren por el poco valor intrínseco que se les reconoce. En México, las leyes han procurado -casi nunca con éxito, esa es la triste verdad- la preservación de esos valores contextuales a través del reconocimiento de "zonas típicas" en la década de 1930, "zonas de monumentos históricos" en 1972 y la delimitación de sitios del Patrimonio Mundial de la UNESCO desde 1987.

En nuestros días, pese a que Aculco es justamente uno de los sitios de la lista del Patrimonio Mundial como parte del Camino Real de Tierra Adentro, muchas de sus construcciones (y justamente aun más las de valor contextual) viven una etapa de lamentables transformaciones de la que nadie parece querer darse cuenta y que, de no ponerse remedio (y no se hará, puedo apostarlo) acabarán por deformar completamente su imagen urbana. Ya les hablé hace unos días, por ejemplo, de la casa de la calle de Aldama número nueve, pero podría citar muchos más casos de pérdidas patrimoniales desde 2010, año en que el pueblo recibió aquel reconocimiento. En fin, hoy quiero platicarles sobre una de las categorías más humildes de ese patrimonio de carácter contextual. Tan humilde que, probablemente, nadie ha lamentado antes su casi total destrucción y ni siquiera las ha echado en falta: el de las casitas campesinas, las que en el pasado ocupaban los más pobres habitantes de Aculco.

Al llamarlas "casas campesinas" he dudado un poco. Probablemente los antropólogos -con ese afán de indigenizar todo- las llamarían "casas indigenas", pero la realidad es que, si bien ese tipo de vivienda abundó en las zonas con mayor presencia otomí de nuestro municipio, lo que caracterizaba a sus habitantes eran los pocos recursos, no el grupo étnico. Tampoco quise llamarle "casa ranchera", porque las casas de los ranchos y rancherías, por la propia independencia que proporcionaba la posesión de tierras en propiedad, solían ser más grandes, tener más anexos y una mejor calidad constructiva, por más que compartieran ciertos rasgos con el tipo de casa a la que me refiero. No: lo que ahora llamo "casa campesina" es la que podíamos encontrar sobre todo en tres contextos: 1) en los barrios de San Jerónimo y La Soledad, junto a las parcelas que en su origen fueron parte de las tierras de la comunidad de Aculco; 2) en los terrenos del fundo legal y tierras comunales de los pueblos de la jurisdicción del municipio de Aculco; y 3) en los grandes ranchos y haciendas, como casas de los peones y empleados de otro tipo. Aquí tenemos, pues un primer rasgo en común: se construyeron sobre terrenos que propiamente no le pertenecían al ocupante, ya sea porque se trataba de tierras de la comunidad o porque eran propiedad privada de su patrón.

Salvo en el caso de las casas campesinas inmediatas al casco de las haciendas, donde formaban alineaciones como la que existió en la hacienda de Ñadó (destruidas en la década de 1980) y la que queda en la hacienda de Cofradía, estas viviendas se distribuían con un patrón disperso, pues entre ellas se interponían las milpas que servían para el sustento de los pobladores. A veces, el solar en que se levantaba la vivienda y sus milpas inmediatas o corrales eran cercados con muros de "piedra sobre piedra", nopales y tepozanes. Cuando había desniveles o cuando las casas daban a un camino, dichas cercas tomaban la forma de muros de contención de terraplenes.

La casa propiamente dicha era extremadamente sencilla: constaba las más de las veces de una sola habitación, aunque a veces tenía dos, con entrada independiente. Esta habitación servía lo mismo de dormitorio, que de bodega, cocina y comedor. Sus muros eran de muy poca altura, con una o dos ventanas rectangulares extremadamente pequeñas, casi podríamos llamarlas ventilas. La cubierta era de una sola agua, aunque la habitual presencia de un pequeño corredor frente a la casa le daba un perfil de dos aguas. El corredor, que se levantaba a todo el frente de la vivienda, tenía una sola entrada y pretiles muy altos donde se apoyaban los exiguos pilarcillos que soportaban la cubierta. El área servía de desahogo a la casa y con frecuencia se adornaba con macetas, que además de alegrar con sus flores la pobre casa servían como celosía, para advertir casi sin ser visto la llegada de algún visitante. Estas casas campesinas solían construirse con piedra pegada con lodo (muchas con la piedra blanca de Aculco), pero las más humildes eran de adobe. Acerca de sus cubiertas, casi todas las que llegaron a nuestros días tenían tejados sobre una estructura de vigas y morillos, pero, aunque les parezca sorprendente, la teja árabe era en realidad una innovación muy reciente: todavía hasta la década de 1950 era más frecuente ver esas construcciones con techos de tejamanil, zacatón y hojas de maguey.

Las casas naturalmente contaban con anexos, como el corral para los borregos, el burro y, rara vez, unas vacas o bueyes, el gallinero, el cincolote para guardar el maíz, acaso un rudimentario temascal. Cuando las posibilidades económicas eran mayores, la vivienda podía ir ganando algunos cuartos adosados a los lados de su estructura, o bien se construían frente a la casa o formando escuadra, como delimitando un patio que nunca llegaba a estar totalmente cerrado. Era raro que las casas campesinas crecieran mucho, pues resultaba mucho más práctico emplear los recursos para edificar una nueva vivienda para un hijo, aledaña a su propia parcela.

El interior de la casa campesina era naturalmente muy escaso en muebles, parecido a la litografía del interior de una cabaña indígena que publicó Ward en su libro México en 1827, pero sin esa visión romántica: piso de tierra compactada, paredes quizá encaladas en su origen pero perpetuamente ennegrecidas, oscuras, cavernosas, con un olor a humo que ocultaba olores menos agradables aún, trastos amontonados, las camas formadas sobre un tablado cubierto de toscos sarapes de lana y zaleas de borrego, numerosas imágenes religiosas en las paredes, alguna veladora prendida en un rincón.

En 1943, el Dr. Enrique Rojas López describió así estas humildes casas en su tesis "Informe general sobre la exploración sanitaria en el municipio de Aculco, Méx.": "la habitación rural es por lo demás pobre y deficiente en su construcción, predominan las casas de piedra acomodada con mortero de barro o sin él, techadas con teja española. Aún siendo casas demasiado baratas y fáciles de construir, el número de piezas es reducido con la aglomeración correspondiente; la ventilación y demás condiciones higiénicas son demasiado desfavorables. Algunas están construídas con adobe y techo de teja en general sin pisos; estas casas corresponden a pequeños propietarios".

Al recordar todo esto casi dan ganas de agradecer que ya cada vez menos personas vivan en lugares así... y, con todo, aquellas casitas no tenían que haber desaparecido casi totalmente, como ha sucedido. Se entiende que quienes tuvieron que pasar por la vida que se llevaba ahí quisieran borrar todo rastro de aquella miseria, pero al demolerlas perdieron también parte de sus raíces, de su historia familiar, del recuerdo de los abuelos o bisabuelos, del propio sano recuerdo de que se procede de un origen humilde. Algo opuesto, por ejemplo, a lo que se hizo en el memorial que se erigió en Nueva York para recordar la "Gran Hambruna" de Irlanda (que obligó a millones de habitantes de ese país a emigrar a los Estados Unidos en el siglo XIX): en él se levantan las ruinas de una auténtica cabaña irlandesa, no demasiado distinta de estas viviendas campesinas de Aculco; es el permanente recuerdo de la forma de vida difícil, por momentos terrible, pero que se asume como auténtica y propia, que aquellos hombres, mujeres y niños dejaron para alcanzar muy lejos una vida mejor.

Aquí, una galería de casas campesinas de los alrededores de la cabecera municipal de Aculco, en distintos grados de conservación:

Y acá un anexo en una de las casas campesinas de Aculco, en fotografías publicadas en Instagram por @artesanal.arquitectura:

Después de algún tiempo de haber publicado este texto, regreso para señalar una variante de la casa campesina del municipio de Aculco que todavía puede encontrarse en la zona comprendida entre El Jazmín, Ñadó y Santiago Oxthoc Toxhié. Su particularidad consiste en que, en lugar de estar construidas con mampostería de piedra o adobe, estas viviendas se edificaron con sillares alargados de tepetate, que en ocasiones parecen ensamblados a hueso, es decir, sin mortero visible en las juntas. Presento aquí algunos ejemplos: los dos primeros en San Antonio El Zethe y el último en Toxhié.

“Por cierto, en Toxhié los muros que delimitaban las parcelas agrícolas donde se levantaban estas casas campesinas tenían también una particularidad: estaban formados por grandes piedras de material tepetatoso, unidas igualmente sin mortero y dispuestas en posición vertical. Aquella disposición me recordaba, de manera remota, las alineaciones megalíticas de Carnac, en Francia, y se extendía sobre todo a lo largo del camino principal del pueblo, al sur de su capilla. De ahí que, en mi libro sobre Ñadó, las llamara "extrañas calzadas de pequeños menhires". Treinta años después de haberlas conocido he podido constatar casi han desaparecido, aunque todavía logré identificar algunos pocos ejemplos gracias a Google Street View, que presento aquí.

lunes, 4 de abril de 2016

El caso y la casa de don Tiburcio Terreros

Hace unos días, entre el 20 y el 23 de marzo, en el marco del Festival Internacional Cultural Tierra Adentro, se presentó una interesante exposición fotográfica y pictórica en la casa que lleva el número 4 de la Avenida Hidalgo, misma que nuestros padres y abuelos llamaban "la casa de don Tiburcio Terreros". Con extraña sincronía, en la página de Facebook de Fotos_aculcojma se publicó el 21 de marzo una interesantísima y desconocida fotografía fechada el 12 de enero de 1934 (que creo yo tiene el año equivocado, pues debería ser 1935 como se verá más adelante) en la que aparecen centenares de manifestantes en plena Plaza de la Constitución de Aculco opuestos, como reza el pie de la foto, a "la imposición de T. Terreros": el mismo Tiburcio que fue propietario de aquella casa. Y, pues ya que el destino parece habérmelo puesto enfrente para que les platique de él, lo haré acompañando el texto con las fotografías del inmueble que justamente tomé en esos días.

Vale la pena comentar que no tomo partido acerca de los hechos que relataré aquí, ocurridos hace más de 80 años: en el enfrentamiento entre dos bandos igualmente violentos, que existían en el contexto de un México que apenas trataba de abandonar los años de guerra, muchos tuvimos algún pariente que se inclinó por alguno de ellos y quizá otro en el grupo contrario. Sus acciones no marcan a sus descendientes o parientes.

 

***

Derivado de la Revolución, de la Guerra Cristera y del agrarismo, apareció en esta zona, al igual que en muchas otras partes del país, el fenómeno del "caciquismo revolucionario" entre los años veinte y treinta del siglo XX. Fue la época en la que el coronel Artemio Basurto consolidó su poder en la región, a través de la venta de protección a las haciendas contra los líderes agrarios que comenzaban a aparecer, alentados por los primeros repartos de tierras. Su regimiento de caballería, formado por él mismo en 1915, se convirtió en una verdadera guardia blanca en defensa de los intereses de los grandes propietarios. En ocasiones estas tropas recibieron el apoyo de otras fuerzas armadas, como sucedió en 1923 cuando el general Miguel Henríquez Guzmán envió, de acuerdo con su hermano José (que hacía cabeza en aquel entonces entre los dueños de la hacienda de Arroyozarco) y con Basurto, a la policía montada del Estado en persecución del líder agrarista Antonio Cadena, originario de Maravillas, Hidalgo.

Entre los enemigos de Artemio Basurto estaban también otros líderes agrarios, Antonio y Felipe Romero, de conocida familia oriunda de las rancherías de Encinillas y Tenazat (o Tenazdá), situadas en los límites entre Aculco y Polotitlán, cerca de Arroyozarco. Famosos eran los miembros de esa familia, desde mediados del siglo XIX, como excelentes charros. El escritor Domingo Revilla, quien vivió en Arroyozarco cuando su familia poseía la finca, se refirió a ellos en 1846 como “los inteligentes Romeros de Tenazat, en cuya familia desde el más grande hasta el de ocho años, manganea, laza, colea, jinetea y arrienda un caballo con igual destreza”. Pero eran también hombres bravos que en la época tan hostil que les tocó vivir se hicieron diestros de igual modo en el manejo de las armas; a los Romero se les atribuyó la muerte de Leopoldo, el violento hermano de Artemio, caído en el rancho de San Rafael en marzo de 1934. Para entonces Artemio había muerto también, asesinado en la ciudad de México por Heriberto Pérez Bravo, el hijo de una de sus víctimas, en 1933.

Pero el grupo formado por Artemio Basurto subsistió a pesar de su muerte, gracias al apoyo del sanjuanense Saturnino Osornio (gobernador de Querétaro y antiguo patrón de Artemio) y del diputado toluqueño Agustín Rivapalacio. En Aculco, don Tiburcio Terreros fue precisamente el heredero parcial del poder y también de las enemistades del coronel Basurto. Terreros nació hacia 1893 en Aculco. Contrajo matrimonio con María de la Luz Silva Alcántara, hija de Jesús Silva y Trinidad Alcántara, nacida en 1899. Después de pasar algún tiempo en la ciudad de México, donde nació su hija María de la Luz Amelia en marzo de 1925, regresó a su pueblo natal. Aquí vivía ya en 1930 en la casa de la Avenida Hidalgo que mencioné arriba (que entonces llevaba el número 3 de dicha calle), en compañía de su esposa y sus cuatro hijos, como señala el censo de aquel año.

Terreros alcanzó la presidencia municipal con el apoyo de Rivapalacio y Osornio en 1935, y puso a su lado como secretario a Luis Terrazas, un hombre excesivamente cruel y sanguinario que excedió muchas veces las funciones de ese cargo. La oposición política, encabezada por Andrés Vega (originario de Santa Ana Matlavat) y apoyada por los Romero, movilizó a los campesinos agraristas en contra de lo que ellos llamaban una "imposición". Las tensiones entre los grupos antagónicos de Terreros y de Felipe Romero se incrementaron a partir de ese momento y terminaron por explotar con violencia en el mes de mayo de 1935. Según la información levantada entonces por el Juez Conciliador 2o. Suplente, Pedro Navarrete, los graves hechos ocurrieron de la siguiente manera:

Los días 26 y 28 del mes de abril de 1935, un grupo de habitantes de Encinillas y Arroyozarco entró en Aculco lanzando tiros al aire y gritando vivas al “general” Felipe Romero y mueras al Gobierno (En realidad, era Antonio Romero quien ostentaba un grado militar, el de coronel, por haber militado en las filas de Francisco Murguía). A causa de estos disturbios, Tiburcio Terreros decidió llamar en su auxilio a las fuerzas federales estacionadas en Polotitlán. El 1o. de mayo, a las once de la mañana, los soldados se presentaron en Arroyozarco, acompañados del secretario Terrazas y de algunos vecinos. Haciendo uso de la fuerza, detuvieron a Esteban Trejo, Tomás Pérez, José Ruiz, Encarnación Jiménez, Encarnación Rodríguez, Jerónimo y José Pérez, a quienes condujeron hacia Polotitlán. Al paso de los detenidos por Aculco y en circunstancias poco claras, Encarnación Rodríguez fue abatido a tiros por los soldados al intentar huir. Todos ellos eran reconocidos como abiertos simpatizantes de Felipe Romero.

A pesar de la participación de las autoridades municipales y del ejército en esta acción, el Juez de Distrito debió encontrar insuficientes las pruebas contra los prisioneros, pues ordenó su liberación inmediata y puso sus vidas bajo la responsabilidad de los militares, a quienes seguramente consideró capaces de asesinarlos como había sucedido con Encarnación Rodríguez. Por su parte, Terreros aseguró que la muerte de Rodríguez no había sido gratuita, pues antes de intentar escapar había agredido al jefe del destacamento de manera tan violenta que le rompió el saracoff y después había sacado una navaja para atacar al soldado Leobardo Zamuco Brander.

Todavía no se apaciguaban los ánimos por esta muerte cuando, pocos días después, Víctor Maya y Pedro Becerril, comisarios de Arroyozarco y quizá ni siquiera partidarios de Romero, decomisaron al cobrador de plaza del lugar una escopeta con la que intimidaba a los comerciantes para el pago de los derechos de venta. Inocentemente, llevaron el arma a Aculco para entregarla al presidente municipal, quien ordenó la inmediata detención de los portadores por haber desarmado a uno de los suyos. Encerrados en la cárcel estuvieron Maya y Becerril hasta las nueve de la noche de aquel día, cuando el Secretario Luis Terrazas los sacó para torturarlos. Cada uno recibió cincuenta azotes con una reata mojada. Pero la crueldad de Terrazas no se contentó con esto: después de golpearlos con su pistola, los hizo arrastrar a cabeza de silla. Terriblemente lastimados, fueron devueltos a su celda. Ahí los encontró el Juez Navarrete, a quien narraron el suceso.

Con estos acontecimientos el descontento popular, azuzado por el bando agrarista, llegó al límite. El 7 de mayo de 1935, un grupo de mil quinientas personas amotinadas rodeó el Palacio Municipal de Aculco (situado entonces en la calle Juárez) y la casa de Tiburcio Terreros (en la calle Hidalgo) en busca de Tiburcio Terreros y Luis Terrazas, para hacer justicia por su propia mano. La turba entró violentamente a la casa de Terreros, arrojando sus pertenencias por las ventanas, pero el presidente municipal había logrado ya escapar por un caño hacia Querétaro junto con el secretario.

Si bien estos sucesos acabaron definitivamente con el poder del grupo caciquil que había tenido su origen en Artemio Basurto, también fortalecieron demasiado al bando agrarista de los Romero de Encinillas -a su manera otro cacicazgo- cuya influencia fue muy grande en la región hasta bien entrados los años 40 del siglo XX.

Por cierto, aunque don Tiburcio Terreros fue presidente municipal de Aculco, su nombre no aparece en la lista que formó hace treinta años el cronista Domingo Gaspar Sampayo, probablemente debido a que sólo pudo gobernar por poco más de cuatro meses antes de ser arrojado del cargo violentamente. Don Andrés Vega, el candidato rival de Terreros, alcanzó la presidencia municipal en 1938.

 

REFERENCIAS

Laviada, Iñigo. Vida y muerte de un latifundio. México, 1984. Ed. Porrúa. Pág. 169-177.

Àlvarez del Villar, Rafael. Historia de la Charrería. México, 1941. Imprenta Londres. Pág. 136.

Relativo al encausamiento del expresidente municipal Tiburcio Terreros. Aculco, mayo 17 de 1935. Exp. 14. Secc. Tierras (por error). Archivo Histórico Municipal de Aculco.

Puntos de vista que presenta el Ayuntamiento del Muncipio de Aculco al C. Wenceslao Labra, Gobernardor Constitucional del Estado. Aculco, 28 de abril de 1938. Archivo Histórico Municipal de Aculco.

 

ACTUALIZACIÓN, 27 DE MARZO DE 2025.

La casa ha sido restaurada y acondicionada en los últimos años. Desde junio de 2024 se encuentra ahí el restaurante La Orquídea, por lo que es posible acceder a su patio y a las nuevas áreas en las que se encuentra este negocio. Atinadamente, los pilares de concretoi de la planta alta se recubieron con cantera, siguiendo con precisión el diseño de los pilares del piso bajo. La casa ha ganado así dignidad y belleza. Dejo un par de fotos que ilustras esta transformación.