viernes, 19 de abril de 2024

La casa de don Alfonso de la Cueva y doña Benita Mondragón

Don Alfonso de la Cueva Ramírez era un hombre alto y delgado, bien parecido, con una figura que hacía honor a su sobrenombre de "el Poste" (aunque alguna de sus cuñadas le llamaba, con buen humor, "el Gato", por sus ojos verdes). Nació el 31 de octubre de 1895 en Aculco, hijo del matrimonio formado por el comerciante Ignacio de la Cueva y la señora Donacia Ramírez. Tanto su familia paterna como la materna tenían un largo arraigo en el pueblo, donde los apellidos De la Cueva y Ramírez se pueden encontrar en documentos al menos desde el siglo XVIII. A don Alfonso se le tenía desde joven como persona de respeto. Por ejemplo, formó parte de la junta vecinal que el 31 de julio de 1926, debido al cierre de los templos debido a la persecución religiosa del gobierno de Calles, recibió y se encargó de mantener la parroquia durante los tres años que duró el conflicto. En esa misma década delos veinte contrajo matrimonio con doña Benita Mondragón Buenavista, nacida en 1898.

Don Alfonso trabajó de joven en "El Cinco de Mayo", comercio situado en la Plazuela Hidalgo que reunía tienda, carnicería y pulquería, y que pertenecía a su cuñada Josefa Mondragón y al esposo de ésta, don Benjamín Morales. Más tarde se independizó y se dedicó al comercio de carne poniendo su tienda en el lugar conocido precisamente como el Portal de las Carnicerías, en la Plaza de la Constitución. Allí, con su ayudante apodado "El Yaqui", despachaba carne de borrego y cerdo. Frente a su local existía un pequeño pero frondoso fresno con un rodete de mampostería pintado de color rojizo que servía de asiento a los viandantes. Al lado del rodete solían reposar sus dos perros galgos: el Forey -llamado así por el mariscal que estuvo al frente del ejército francés que invadió México en 1862- y el menos aristocrático Rin. Rodete y fresno desaparecieron en la remodelación de 1974, al considerárseles estorbo para el tránsito.

En la década de los años veinte vivía don Alfonso en la casa número 4 de la misma plaza principal. Ahí nació el 28 de octubre de 1921 su hijo José Salvador. Desconozco en qué año el matrimonio se mudó a la casa de la Plazuela Hidalgo número 3 (en aquel entonces número 6), donde vivían ya en 1930 y que se conserva en manos de su descendencia. Esta casa, situada en uno de los rincones más bellos de Aculco, es precisamente de la que quiero hablarles ahora, aprovechando que hace unos días tuve la oportunidad de recorrerla nuevamente y tomar fotografías, después de décadas de no entrar en ella.

No es la primera vez, por cierto, que escribo sobre esta casa. En mi texto "Aculco recóndito" me referí a ella y les mostré algunas imágenes antiguas y modernas especialmente de su exterior, donde se advierten los poquísimos cambios que ha sufrido a lo largo del tiempo. Ahora quiero darles un recorrido más extenso por su interior con fotos actuales, en donde notarán lo mismo: se trata de una de las ya escasas construcciones aculquenses en estado prístino, prácticamente sin intervenciones que desfiguren su aspecto original. No podemos decir lo mismo de su mobiliario o decoraciones, pues la casa luce ahora poco menos que vacía.

La fachada de la casa es tan sencilla como auténtica, construida en piedra blanca revocada. En la planta baja hay dos vanos asimétricos que siguen la inclinación de la calle. El más pequeño, a la izquierda, de piedra blanca, con dintel monolítico. El de la derecha, más alto, un poco más ancho y con cerramiento curvo, combina la piedra blanca de sus jambas con la cantera rosa del arco. Esta es la entrada principl a la casa. En la planta alta hay dos pequeños balcones simétricos, ambos con enmarcamiento de piedra blanca, dinteles monolíticos y alféizar moldurado de cantera rosa. Ambos tienen sus rejas de media altura con nudos ornamentales de plomo. Sólo desde el interior se aprecia lo pequeños que son en realidad estos bellos balcones, que responden muy bien a las pequeñas proporciones de toda la casa. En la parte más alta de la facahada existió un corto tejadillo que, falto de mantenimiento, terminó por caer hace años. En algún tiempo lejano esta fachada estuvo pintada de un color rosa pálido, como se advierte donde se ha desgastado el encalado.

En su interior la casa de distribuye en dos crujías, una más corta paralela a la calle y otra perpendicular en el costado norte. Estas dos crujías se adornan con corredores altos y bajos que rodean un minúsculo patio. En la planta baja estos corredores tienen arcos carpaneles sobre pilares de piedra blanca, con la curiosidad de que la clave de esos arcos es de cantera rosa. Dos arcos hay al lado norte, uno al oriente y otro al poniente. Complementa esta arquería el arco del cubo del zaguán, con semejantes características. Una habitación esta planta baja conserva no sólo su tradicional piso de ladrillos cuadrados, sino la decoración pictórica sobre estos realizada con pintura roja, que forma una especie de pétalos.

En la planta alta -a la que se accede por una escalera de dos tramos, el primero de mampostería y el segundo de madera, ubicada en el ángulo noreste del patio- tiene pilares de mampostería con capiteles de cantera rosa que se corresponden con los pilares de la planta baja y que sostienen el rústico tejado. Desde este corredor alto se tiene, hacia el sur, una hermosa vista de la parroquia.

Caminemos hacia el fondo de la casa. Tras pasar el arco oriente del patio encontramos una antigua puerta entablerada algo maltratada, aunque todavía recuperable. Se accede por ella a un segundo patio en el que el mejor adorno son las plantas que crecen en rodetes. Una parra, como las que había en varias casas de Aculco y que casi han desaparecido, crece casi al centro del patio. Aquí el terreno se ensancha hacia el sur. Desde aquí se ve asomar una ventanilla de las habitaciones del piso superior de la casa en un muro de piedra blanca: uno de esos acentos tan particularmente aculqueños.

Todavía se puede avanzar más al fondo, hacia lo que seguramente fue un corral. No hay nada en él más que alguna cantera labrada interesante y los recios muros que lo rodean, construidos en una combinación de piedra blanca y "piedra maciza". Su aspecto hace pensar que quizá hayan sido reutilizados de alguna construcción mucho más antigua.

Al salir de la casa, queda la sensación de que se ha visitado no sólo un lugar del Aculco más auténtico, sino un tiempo que no es el nuestro. ¡Qué hermosa casa!, ¡quién no quisiera poder pasar las tardes en un patio así! Ojalá los años no la hagan padecer y no termine por perder su gracia fincada en la sencillez, la originalidad, el sabio uso de los materiales locales, el apego a las proporciones pequeñas que marca el terreno, los inmuebles vecinos, la propia calle. Ojalá los aculquenses de fueran sean capaces de tomar esta sencilla belleza como modelo de nuevas construcciones o de de remodelaciones.

Volvamos a evocar a don Alfonso de la Cueva, antiguo dueño de esta casa. Él era también un gran charro y vestía siempre como tal, especialmente con su sombrero de ala ancha. Gustaba de lazar y entre las décadas de 1940 y 1960 fue además -como presidente del Comité de Festejos- el organizador de los eventos que tenían lugar en el pueblo durante las fiestas patrias: el jaripeo del 15 de septiembre en la Plaza Garrido Varela, el baile popular la noche de esa misma fecha en el Portal de la Primavera y otro más elegante en el Palacio Municipal, el desfile del 16 de septiembre y otro jaripeo por la tarde de ese día. Para organizar todo esto viajaba cada año con antelación a la Ciudad de México (ocasión en que cambiaba su atuendo charro por traje formal y sombrero pequeño), donde se procuraba fondos entre los aculquenses residentes ahí, principalmente con don Ignacio Espinosa.

Hay que recordar que en aquellos días no había en realidad en Aculco charreadas con todas las suertes reglamentarias: la cala de caballo era inexistente; los piales no siempre se tiraban y muy pocas veces se coleaba; la terna en el ruedo (sin muchas florituras al lazar) precedía al jineteo de toro, ya que no existían cajones y se aprovechaba el momento de tener al animal en tierra para apretalarlo; el jineteo de yegua y las manganas tampoco eran frecuentes, pero el paso de la muerte sí se practicaba. En su caballo bayo llamado el Emperador (un animal grande, que apenas cabía al salir o entrar por la estrecha puerta de su casa) o en alguno otro de los varios que tuvo, don Alfonso lazaba en el ruedo a los toros, ya fuera cabeza o pial, y era acostumbraba dar una vuelta al ruedo a galope con el toro enlazado, "barriendo" a todos los curiosos que invadían la arena. "¡Ahí viene el Poste tirando gente!", era el grito en la plaza cuando don Alfonso ejecutaba su faena.

Ya era anciano don Alfonso el día en que perdió un dedo al lazar en uno de aquellos festejos, montado en La Valentina, yegua de su sobrino Gildardo Lara Mondragón, en la primera mitad de los años sesenta. Cuentan que, con el dedo colgante, sostenido apenas por la piel, pedía que se lo cortaran totalmente con una navaja que él mismo portaba para seguir lazando.

Cuando en aquellos mismos años se formó la Asociación Juvenil de Charros de Aculco, don Alfonso y su cuñado don Pedro Mondragón fueron los dos únicos charros de mayor edad invitados a participar en ella. En un momento muy emotivo durante una charreada organizada por esta asociación, don Alfonso entregó una reata y unas espuelas al entonces joven Silvino Uribe Morales, como símbolo de transmisión de la tradición charra entre una generación y otra.

En sus últimos años, don Alfonso mudó su negocio a una accesoria en la casa de la familia Lara Mondragón (plaza de la Constitución número 15). Ahí permanecía cuando falleció en 1961.

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