jueves, 15 de septiembre de 2016

Las fiestas patrias de septiembre de 1944

Hace algunas semanas les hablé de la novela Sola (1954) -escrita por la catalana María José de Chopitea Rossell- que retrata de manera novelada los meses que pasó en Arroyozarco en la década de 1940 por invitación del jefe de la brigada de la Comisión Nacional de Irrigación que ocupaba el viejo Hotel de Diligencias. A quienes no hayan leído en este blog la entrada dedicada a presentar esta novela, les sugiero que la lean ahora, por lo menos la parte introductoria y la conclusión, que pueden encontrar aquí bajo el título El ejido de Arroyozarco en la década de 1940 (versión novelada).

Pues bien, aprovechando la coincidencia con estos días festivos retomaré aquella narración justo cuando se refiere a las fechas patrias. Para ilustrar el tema, ya que no poseo imágenes de la década de 1940, utilizaré algunas de las décadas de 1950 y principios de la de 1960, que sin duda les parecerán interesantes, o por lo menos curiosas.

Pues bien, sucede que "Montserrat" (el nombre que adopta Chopitea como personaje de su novela) recibió autorización para organizar una escuela digamos paralela a la ejidal, que permitiera asistir a niños que no podían hacerlo en los horarios de la otra. Aquella escuela fue instalada en una bodega en la planta baja del viejo caserón arroyozarqueño y aunque empezó con apenas seis niños pronto, comenzaron a acudir varias decenas. Al mismo tiempo, Montserrat había recibido de "Poncho" (el ingeniero jefe de la brigada) una declaración amorosa primero brevemente correspondida y después rechazada, lo que empezaba a desmoronar la amistad que hasta entonces habían llevado. En fin, se acercaban las fechas patrias de 1944 y la maestra decidió organizar un festival con sus pequeños alumnos:

Como premio a su aplicación anuncié a mis alumnos que ibamos a preparar los festejos para los días patrios de septiembre. Era necesario impregnarnos del espíritu histórico de la independencia nacional, profundizar los móviles del grito glorioso en aquel 15 de Septiembre de 1810. Para poder mejor explicar, hube de remover las páginas de la historia de México, Francia y España; asimismo, la geografía interna del país para localizar, en en el mapa, los puntos principales adonde llegó el eco de aquel grito. Todo ello requería tiempo y tranquilidad, así es que ahorré la sobremesa, especialmente después de la cena y busqué un rincón donde dedicarrue al estudio. "Poncho" parecía siempre en celo, nervioso, malhumorado; me rondaba a todas horas e intentaba sorprenderme a solas; pero yo aparentaba no darme cuenta y le suplicaba que me dejara trabajar.

[...]

Ya próximos al aniversario histórico, organicé los números de la fiesta con recitaciones alusivas, fábulas y versos clásicos, bailables y canciones. Cecilia ayudó a los menores a memorizar sus parlamentos y, sobre todo, fue muy útil en los coros a varias voces, pues mi falta de entonación entorpecía la marcha y hubiera podido llevarnos al fracaso. Ella tenía una voz muy afinada y un sentido muy despierto para la música. Todo se deslizaba bien. El director y profesor de la escuela del ejido solicitó de mí la fusión de nuestros números en Su programa y, naturalmente; acepté con mucho gusto y nos pusimos de acuerdo. Eso dio un estímulo grande a mis alumnos, pues el amor propio los puso más avispados. queriendo ser los que mejor quedaran.

[...]

Llegó el día 15, aniversario del "Grito de Dolores" y vísperas de nuestra fiesta escolar. Momentos antes de la hora fijada para el ensayo general, se suscitó con "Poncho" una discusión bastante acalorada relativa a mi actitud de olvido al acercamiento amoroso surgido antes de la llegada de Cecilia. Y o le dije que aquello fué una nube de verano. pasajera; una ráfaga de amor sin fundamento. sin raíces. sin ilusión de un porvenir, y no considerándome una mujer para uno o varios ratos. había recapacitado en olvidar el incidente y encerrar los impulsos pasionales. "Poncho" no entendía de razones y, en el fuego de su indignación, me dijo que o cedía yo a su pasión o era necesario que me ausentase por unos días so pretexto de tomar mis vacaciones.

-¿Vacaciones como castigo y no como premio? Eso sí. no. Me quedo tratándonos usted y yo como lo hacíamos al principio, o me voy para siempre.

-Pues váyase y no vuelva.

-¿Qué dice?

-Lo que oye. Y se va hoy mismo mejor que si espera a mañana.

-Pero, ¿usted sabe lo que dice? En primer lugar me echa sin motivo y en segundo, es tanto como privar a mis alumnos de las fiestas patrias.

-El profesor de la escuela rural tiene preparado un festejo. Que lo celebren allí. Usted no hace ninguna falta.

-¿Qué es lo que oigo? Eso es inaudito. ¿Es su última palabra que me vaya?

-Sí: ya no la aguanto más. Váyase hoy mismo.

Salí de la oficina trastabillando; la cabeza me daba vueltas y la vista se me nublaba. Entré a mi cuarto y prorrumpí en llanto. Cecilia se sorprendió al verme en aquel estado y más aún al escuchar de mis labios estas frases:

-Debo hacer mis maletas y, a lomo de caballo, alcanzar el tren de la madrugada en Dañú. Prepara tus cosas y vete con doña Casimira. "Poncho" me echa.

-¡Debe ser una injusticia de ese hombre! Un mal entendimiento, tal vez. No creo otra cosa. Además. tú no puedes irte en este estado y corrió al encuentro del jefe de la brigada.

Regresó al punto, y me dijo:

-Dice "Poncho" que mejor esperes a mañana, que él mismo te acompañará a San Juan del Río en la camioneta.

A fuerza de ruegos logré dominar los ímpetus que, por dignidad, me animaban a partir de inmediato. De pronto, me acordé de que los alumnos me esperaban para el ensayo general.

-Corre, ve con ellos. Cecilia: diles que me siento enferma y que tú me suplirás por esta tarde. Ya mañana inventarás algo. Me iré de escondidas; pero no en la camioneta sino a caballo.

Cecilia cumplió el encargo. No obstante, el desconcierto fué notorio.

Como rayo se aparecieron, en la puerta de mi cuarto, niños y más niños preguntándome qué me ocurría. Me hice la enferma y les dije que necesitaba descanso, que regresaran al lado de Cecilia y supieran agradecer sus desvelos demostrándome, así, que eran mis amigos y que me querían tanto como yo a ellos.

No fuí capaz de acudir a la cena. En el curso de mi estancia en Arroyozarco, era la primera vez que estaba enferma. Las esposas de los ingenieros sólo se dirigieron a Cecilia para informarse más con curiosidad que con interés. Junto a la puerta de mi cuarto se instalaron en cuclillas varias mujeres, pendientes de mi estado de salud. De entre las de la cocina, hubo una que no sólo se puso a mis órdenes, sino que me obligó a tomar un té de hojas y raíces y me aplicó manteca caliente en la parte externa de la garganta y del estómago. También me hizo tomar un baño de pies, con una porción de cosas disueltas en el agua. Me atosigaron entre todas a tantas preguntas acerca de lo que me dolía que, por rehuir explicaciones, hube de inventar dolencias; pero es el caso que acabé sugestionándome de que estaba enferma y, cuando me pusieron el termómetro por orden intencionada de "Poncho", aquél marcó medio grado de fiebre.

Fingiendo pues, estar enferma, Montserrat se dispone a pasar la noche del "grito" encerrada en su habitación de Arroyozarco y pensando en salir definitivamente del lugar al día siguiente:

Convencí a doña Martina de que no era indispensable su compañía ni la de las mujeres que aguardaban, si bien agradecía mucho su gesto, tanto más siendo "noche mexicana", por lo cual no podía permitir que sacrificaran su ambiente de alegría en familia. Al fin se retiraron. Afuera se oía el estruendo de petardos y cohetes que sonaban espaciados y por distintos rumbos. Después de la medianoche todo quedó en silencio. Cecilia y yo nos dormimos.

Sin embargo, las razones de su disgusto por el altercado con el ingeniero se han difundido. Así, al amanecer del 16 de septiembre, los propios niños y los habitantes de Arroyozarco van al encuentro de "Poncho", para exigirle que la maestra acuda a la fiesta que ella misma ha preparado. "Poncho", al final, accede:

-Buenos días, ingeniero: venimos "en bola" a que nos dé razón por qué la españolita no va a la fiesta.

-Porque yo le he ordenado que no vaya.

-Pos usted podrá ordenar en días de trabajo, dentro de Ía brigada; pero a hoy es fiesta y en nada le ocupa su campamento ni tiene derecho a hacerla trabajar pa' la Comisión ni tampoco hacerla que se vaya pa México, si no es por la voluntad de ella. Y no por no rajarse de haberle dicho que sí, nos va a desoír a nosotros porque sería antes rajarse de la fiesta que ha preparado; nuestros chamacos han aprendido lo que les hizo favor de ponerles y han estrenado trapos. Usted dice, ingeniero... ¿ Va o no va la señorita a la fiesta?

La voz de aquella mujer de temple quedó por unos momentos en el aire. Se hizo el silencio. Cecilia corrió a mi encuentro:

-"Poncho" ha dicho que sí: ¡qué vayas!

No le contesté, tomé de la percha mi bata blanca, metí los brazos en las mangas y, en aquel instante, se plantó un muchacho en el umbral y me estiró de la mano:

-¡Que se venga, señorita! ¡Hemos ganado!

Me abrí paso por entre el tumulto y entré al comedor:

-¡Gracias, ingeniero! ¡Por ellos, por mis hermanos de Arroyozarco, gracias!

En el tono de mi voz no había venganza, sino ternura; pero al no oír una respuesta ni un saludo por parte de "Poncho" salí, y grité emocionada:

-¡Aquí están las llaves de la escuela! ¿Quién va por la bandera?

Las llaves me fueron arrebatadas. De nuevo levanté la voz, ya más serena.

-¡Por favor!... Los mayores pónganse a un lado y luego, se forman detrás. ¡Niños y niñas!: en dos filas. Los más pequeños delante. Por orden de alturas.

En un santiamén se formaron las dos hileras. "Chencha" se acercó a mí, con la enseña.

-¡Tomasín! Tú que luces tan majo tu traje de charro y eres el más chiquitín de la tropa, llevarás con dignidad la bandera; "Lencha" y Petrita te harán escolta. Vosotros encabezaréis el desfile, derechito hacia el ejido, todos conservando la distancia, marcando con el de enfrente, al mismo paso, con seriedad. ¡Firmes! ¡Marchen! -y haciendo un esfuerzo inaudito, por la emoción, entoné:

¡Oh Santa Bandera de heroicos carmines!,

suben a la gloria de tus tafetanes,

la sangre abnegada de tus paladines,

el verde pomposo de nuestros jardines

la nieve sin mancha de nuestros volcanes.

La caravana se puso en movimiento, las voces vibraban al aire y mezclan los tres colores de la patria. Yo no cantaba; iba regando el camino con lágrimas de mis ojos; pero iba al paso, con el cuerpo erguido y la cabeza en alto. El aire me parecía suave; el suelo. incrustado de hierbas y flores, era una alfombra blanda en la que se hundían los pies desnudos de mis valerosos zagales quienes no envidiaban, ni mucho menos, mis alpargatas blancas. El agua clara del riachuelo se deslizaba tranquila, salvando los pequeños obstáculos y puliendo las piedrecillas.

El cortejo llegó ante la escuela del ejido. Alli, nos recibieron el profesor y sus asiduos alumnos -que eran menos que los que yo llevaba conmigo, muchos de los cuales estudIaban con él a distintas horas-. Allí rompimos filas y pasamos al interior, en el lugar donde estaban dispuestos, por lotes, los trajes de papel o de manta de colores para los distintos cuadros.

Cuando se abrió el telón y dió principio el festejo, vi en las primeras filas a las autoridades del ejido y a los ingenieros de la Comisión. Mi corazón latía fuertemente y el de mis pequeños artistas creo que también. No hubo el más mínimo fracaso. Salieron airosos y, al finalizar, ellos me sacaron a escena a recibir el aplauso; entonces, yo tomé de la mano al viejo maestro, que llevaba en su cara toda la nobleza de su vocación, y aparecimos ante el público, dándonos un abrazo estrecho en presencia de todos.

El siguiente acto en los festejos consistía en el juego de basquetbol, precisamente enfrente a la hacienda de la Comisión. Fundidos los alumnos de ambas escuelas, fórmamos de nuevo dos filas, hasta el lugar del juego. Una vez allí. presenciamos 1a entrega de un balón que el propio jefe de la brigada obsequió al equipo. Pensé, entonces, en el balón que me había prometdo aquel alto jefe de ingenieros que vino de México. No sabía yo, a la sazón, que aquél cumplió su palabra y que el balón en cuestión era el que "Poncho" regalaba.

Antes e iniciar el partido, el profesor dirigió la palabra para evocar la fecha histórica y las figuras ilustres la Independencia, Una salva de aplausos se esató a los vientos y entre el chasquido de manos surgió una porra de voces que decía: "que hable la señorita. ..". Me hice de rogar, pues al cruzar mi mirada con la de "Poncho", de momento, me atemorizó la severidad de la suya; pero las voces insistían y empujada por ellas y conducida por manos que me llevaban hacia el centro, frente a la presidencia, me escuché, de pronto, improvisando una sarta de frases sentimentales, dirigida a los hijos de aquella tierra regada con la sangre de los héroes caídos en combate, en el doloroso episodio de Aculco, que no había sido estéril puesto que, a costa de triunfos y de fracasos, México logró su independencia.

Les hablé de corazón a corazón hasta ver latir los pechos y un batir de rebozos y pañuelos enjugando los rostros de mis nobles rudos amigos.

Terminé porque ya la voz me temblaba. Un nudo de lágrimas se deshacía en mi garganta, y más elocuente que mis palabras fué el apretón de manos que di en lo alto, en señal de hermandad. Pasé por en medio de los aplausos, recibiendo besos en la orilla de mi bata blanca, tan blanca, tan blanca como el cariño que me unía a aquella gente. Fuíme a sentar entre un grupo de mujeres y niños y, una vez iniciado el partido y las mentes distraídas con el juego, desaparecí sin ser advertida. A una seña me siguió un chiquillo y le dije que si era demasiado sacrificio privarlo de ver el juego por hacerme un favor.

-Es un gusto complacerla, señorita. Ordene nomás y como rayo lo cumplo.

-Ve con Tomás, el caporal de la finca [se refiere a la "Casa Vieja" de Arroyozarco, entonces propiedad de don Fernando Tornel Ricoy], y dile que, te mando a Bonito ensillado; que quiero irme para Aculco a visitar a los parientes de sus amos, pues me han dicho que está abierta la casa de allí y se encuentran reunidos celebrando las fiestas.

El rapaz corrió como flecha. Mientras, fuí a mi cuarto y me puse los avíos de charra. Me, despedí de Cecilia con un, "¡hasta luego!, si no vengo a dormir no te preocupes. Es probable que me quede en Aculco".

Y dando las gracias al cumplido muchacho, di espuelas a Bonito y arremetí a todo galope, llevándome tras de mí el asombro de todos los que asistían aún al juego de basquetbol.

Plugo al cielo que en la carrera nada se me parase enfrente, pues el coraje me hacía creer que nada era capaz de detenerme y que lo mismo hubiera sido un toro o un ocote, habría embestido de igual modo hasta desgajar lo mismo cuernos que troncos.

No hube bien andado una me una media legua cuando, a un lado del camino, frente a un jacal, vi una gran multitud de sombreros que no parecía sino una enorme sombrilla en medio de la estepa. Tiré de las riendas a Bonito y me fuí acercando al paso y de allí a poco descubrí que lo aquellas gentes reunidas hacían era presenciar una pelea de gallos. "¡Silencio!", gritaba el que hacía de juez de plaza. Al punto eché pie a tierra, amarré el caballo a un árbol y me colé entre el grupo para atender a la pelea.

Dos gallos soberbios abrían las alas y se esponjaban las plumas con hermosos reflejos de turquesa y obsidiana. Los dos a un tiempo, de sun salto se pusieron al suelo, frente a frente. En sus patas brillaban 1as navajas largas y afiladas. Las crestas, como dos banderolas rojas, se erguían sobre sus cabezas, mientras los cuellos crespos se les encorvaban y sus ojos color coral se encendían en una ferocidad casi humana. La lucha se inició: los dos cuerpos se confundieron en uno solo, con los picos y garras hundidos. Todo ocurrió en breves instantes. Los espectadores enmudecieron. Uno de los gallos se desprendió y, embestido por el otro, fue lanzado patas arriba más allá del círculo fijado. Me quedé atenta mirando cómo se cerraban sus párpados, cómo se estremecía su cuerpo bañado en sangre hasta formar un charco. Sin ser advertida de nadie, me separé del grupo, monté de nuevo y me alejé mirando el azul cielo para olvidar aquella escena espeluznante.

A eso de las cuatro de la tarde llegué al pueblo de Aculco sin la menor molestia; pero en cuanto me hube apeado, las piernas se me doblaban como si fueran de trapo. Sin embargo, no proferí queja alguna y cambié saludos con quienes me recibieron.

El pueblo estaba de gran fiesta y al poco de haberme instalado en una mecedora tras de una reja, la gente joven me estaba diciendo:

-Usted ya no se regresa. Esta noche tenemos baile, que no se puede usted perder.

-A la mano de Dios que con estas botas no habrá quien se atreva a bailar conmigo.

-Pero puede cambiarse de ropa.

-¿Cuál ropa?, si no traigo más que la puesta.

El amo de la casa intervino:

-No se apure, charrita. El mozo puede ir a caballo hasta Arroyozarco y que le traiga lo que necesite para que esté más a gusto; que si no, la vestimos con lo que haya. ¿Usted dice. españolita? ¿Se queda a la fiesta?

-Pues, ni hablar, señores. Que me traigan mis trapos. ¿A quién le hago el encargo?

Ninguno de los presentes dejó de reír al verme tan decidida. Salió el mozo con un papel escrito de mi puño, en el que pedía a Cecilia mis mejores prendas y afeites.

En comer un plato de mole y cuanto más me sirvieron, beber pulque curado y dormir una siesta, tendida boca abajo, se pasó el resto dc la tarde y con ella se fueron mis calladas dolencias.

Entre varias mujeres me plancharon mi traje de "luces", que no me había puesto desde México; en esta ocasión no me importó que fuese el de antaño y calcé mis zapatos de tacón alto.

Aquella noche bailé con los catrines de Aculco, entre ellos el "guapo" del pueblo; y, también, con los venidos de México; algunos eran charros de fama. Se armó un gran jolgorio hasta la madrugada, sin que de "Poncho" me acordara ni de otro mortal que pudiera robarme un poco de alegría.

Al otro día hubo charreada, jaripeo, coleadas, carreras hípicas, palo encebado y fuegos de artificio; todo esto rematado, al anochecer, con el gran baile en la plaza, en derredor del quiosco, animado por la banda municipal.

Terminadas las fiestas patrias lo mismo en Aculco que en todas partes, la gente desfiló a sus lugares y todo quedó tranquilo.

Así concluye la narración de María José de Chopitea acerca de las fiestas septembrinas de 1944 en Arroyozarco y Aculco. Como escribí antes, estas narraciones de la obra Sola, pese a estar naturalmente noveladas, tienen mucho de verosímil al mencionar sitios, costumbres, personas y hechos, por lo que sin duda podemos tomarlas como cercanas a la realidad y quizá todavía viva en el municipio alguien que pueda confirmar sus detalles. En fin, espero que esta crónica sirva para que, también leyendo, disfruten estos días de fiestas en Aculco.