lunes, 19 de octubre de 2020

Un viajero de diez años en Arroyozarco

José Rosas Moreno, el llamado "poeta de la niñez", nació en Lagos de Moreno, Jalisco, en 1838. Aunque sus intereses políticos lo llevaron a ser varias veces diputado federal, se le recuerda sobre todo por su obra escrita en la que cultivó la poesía, la fábula, los relatos fantásticos e instructivos y el teatro infantil. Entre sus obras está Un viajero de diez años. Relación curiosa e instructiva de una excursión infantil por diversos puntos de la República. Se trata de una especie de novela didáctica, en la que un padre de familia, don Juan, viaja en diligencia con sus hijos Carlos y Luis, enseñándoles sobre los más variados temas -geografía, geología, ciencia, arte, política, historia- aprovechando los incidentes del camino. Esta obra se publicó por primera vez antes de 1873, pero su versión más conocida es la de edición de 1881, actualizada y enriquecida por el autor.

En este viaje por México, don Carlos y sus hijos paran una noche en el Hotel de Diligencias de Arroyozarco. Por aquellos días, después de la intervención francesa, el tránsito había disminuido y el mesón ya mostraba signos de decadencia. Pocos años después las diligencias dejarían de hacer alto en este punto y luego dejarían de correr por el viejo Camino de Tierra Adentro, cuando el ferrocaril atrajo a casi todos los viajeros y comerciantes que transitaban desde la Ciudad de México hacia el Bajío o el norte, o en sentido contrario. Por eso no sorprende su descripción del hotel, triste, sucio y con mal servicio. Sin duda estas impresiones se basan en la experiencia del autor, quien incluso agregó una nota que señala como "histórico", es decir, verdadero, el pasaje en que la familia conoce al cantante ciego José María Rubin en Polotitlán.

Vayamos pues a la parte del texto de Rosas Moreno que sitúa el viaje entre Calpulalpan y San Juan del Río:

 

A las cinco de la mañana del dia siguiente se dirigieron á Arroyozarco.

Luis dormia profundamente sobre las rodillas de D. Juan y Carlos perfectamente envuelto en su capa, se entretenía en contemplar, al través de los vidrios, la vaga luz del crepúsculo que comenzaba a colorar con tiritas de púrpura y de oro, los lejanos bordes del horizonte.

El carruaje caminaba lentamente.

El silencio era apenas interrumpido por el monótono ruido de las ruedas, al chocar contra las piedras.

Al fin llegaron á la cumbre de la cuesta. Después de algún tiempo, Luis despertó sonriendo.

En ese momento el camino pasaba, por una especie de hondonada y a uno y otro lado se elevaban grupos de cerros, coronados de encinos y de otros árboles.

Luis bajó el vidrio para ver mejor, pero tuvo que subirlo en el acto, porque el frío era muy intenso.

—¿Qué punto es este, papá? preguntó.

—La sierra de Calpulalpam, contestó D. Juan: el pueblecito que pronto vamos a ver es célebre por la memorable batalla de Calpulalpam, donde fue derrotado el general reaccionario D. Miguel Miramón.

No bien habia acabado de hablar D. Juan, cuando algunos centenares de indios de todas edades, rodearon el carruaje, extendiendo las manos en ademán suplicante.

—¿Qué quieren, papá? preguntó Luis.

—Estos infelices que estás viendo, casi desnudos, enflaquecidos por la miseria y embrutecidos por la ignorancia, viven de la caridad pública y han hecho una profesión de la mendicidad. Ellos no tienen la culpa de su envilecimiento. Los gobiernos que embellecen las ciudades, que levantan estatuas, que gastan inmensas sumas en fiestas, han abandonado a estos desgraciados en su desventura. Seguro estoy de que en este pueblo, cuyo aspecto debía hacernos ruborizar, nadie ha pensado en establecer una escuela, ni en dar protección al trabajo. ¡Y estos infelices son ciudadanos mexicanos! ¡Oh! en vez de despedazarnos en inútiles contiendas, deberíamos estar pensando continuamente en regenerar, por medio de la educación, a estos pobres hermanos nuestros, que imploran nuestra piedad, pálidos y macilentos, cuando podrían levantarse erguidos como nosotros, grandes por la ilustración y poderosos por el trabajo.

Hubo un momento de silencio.

El grito plañidero de los pobres indios quu corrían tras del carruaje, llevando a la espalda a sus pequeños hijos volvió a escucharse más próximo.

Carlos tomó algunas monedas de cobre y se las arrojó.

D. Juan dio a Luis dinero para que lo distribuyera entre aquellos infelices.

Al caer las monedas al suelo, todos los mendigos se precipitaron sobre ellas, y se presentó a los ojos de los viajeros un espectáculo repugnante.

Un anciano de más de setenta años habia logrado tomar una moneda de plata, y se levantaba gozoso, cuando tres o cuatro indios completamente desnudos, emprendieron con él una terrible lucha para arrebatarle su tesoro.

El anciano se defendía heroicamente. Al fin sucumbió, cayendo entre las piedras, ensangrentado y lleno de contusiones.

La india que habia triunfado corrió con su moneda y los demás la siguieron dando gritos horrorosos.

Carlos y Luis estaban profundamente conmovidos.

—Os he llamado la atención, hijos mios, sobre este triste cuadro, dijo D. Juan, para que si algún día llegáis a tener influencia en los negocios públicos, no os olvidéis de estos infelices, como lo hacen en la actualidad muchos de nuestros grandes hombres.

El carruaje siguió caminando con rapidez.

A las diez y cuarenta y dos minutos, llegaron a Arroyozarco.

Esta hacienda es bastante extensa; pero tiene un aspecto triste.

El mesón y hotel de las diligencias, es un viejo edificio, de dos pisos, feo y desaseado.

Nuestros viajeros fueron alojados en el segundo piso. Inmediatamente pasaron al comedor, que es un gran salón que se calienta en invierno por medio de una chimenea antigua.

El apetito de los niños era excelente; pero el almuerzo estaba verdaderamente detestable.

El mal servicio de esta posada es proverbial entre los viajeros. La empresa de diligencias sirve mal pero cobra bien.

Después del almuerzo, D. Juan se dirigió a la oficina del telégrafo.

—¿Papá, preguntó Luis, las cartas pasan por el alambre?

—No, hijo mío, le contestó D. Juan.

—¿Pues explícame qué es el telégrafo?

—Grande dificultad tendré para hacerlo porque careces de algunos conocimientos que son indispensables; sin embargo, procuraré darte una idea de esta maravillosa invención, que hará eterna la memoria del célebre profesor Morse.

La electricidad es un fluido invisible, cuya velocidad es asombrosa.

—¿Pero si no han visto nunca la electricidad, ¿cómo saben que existe? preguntó Carlos.

—Porque se sienten sus efectos, contestó D. Juan. El viento no puedo ser visto y sin embargo nadie duda de su existencia.

—Y qué ¿la electricidad corre más de prisa que el viento? preguntó Luis.

—Mucho más, hijo mío; su velocidad es tal, que en un segundo recorre algunos millares de leguas.

—Y qué ¿la electricidad lleva los partes?

—Ella misma nos sirve de idioma para comunicarnos con los amigos distantes. Las corrientes eléctricas pueden hacerse pasar por el alambre voluntariamente, o interrumpirse cuando sea necesario; ahora bien, estas interrupciones sirven de señales, y con ellas se ha formado un alfabeto. El empleado en la oficina de Arroyozarco interrumpe una, dos, tres o más veces la corriente eléctrica; estas interrupciones son notadas en México, y como ellas significan una letra o una palabra, comprenden perfectamente los oficinistas en la capital lo que nosotros pretendemos decirles.

—¿Y hay muchos telégrafos en el mundo, papá?

—En 1867 existían en las varias partes del mundo, las siguientes líneas telegráficas: en Europa 188,072 kilómetros con 517,074 de alambre; en América 105,646 kilómetros de línea, con 260,290 de alambre; en Asia 35,146 kilómetros de línea con 40,100 de alambre; en Australasia 13,670 con 16,800; en África 11,160 kilómetros de línea con 16,800; y submarino 11,816 con 16,697 de alambre.

Suma total 365,476 kilómetros ó 49,255 millas geográficas de líneas, con 866,555 kilómetros de alambre que equivalen á 116,786 millas geográficas. En la república mexicana existían en 1870 catorce líneas telegráficas con 4,152 kilómetros y estaban abiertas al público ochenta y dos oficinas. De 1870 a la fecha se han construido nuevas líneas, que se extienden en diversas direcciones.

La extensión de todas las líneas telegráficas que existen en el mundo seria casi suficiente para hacer una comunicación telegráfica entre la tierra y la luna, mientras que la longitud de los alambres no solamente bastaría para esa comunicación dos veces, sino que sobraría un pedazo que podría rodear la tierra casi tres veces. Con todos los alambres telegráficos que están en servicio en la actualidad, se podría circular la tierra veintidós veces.

—¿A qué hora nos vamos, papá? preguntó Luis.

—Hoy nos quedamos aquí, contestó D. Juan.

—Pues vamos a dar una vuelta, dijo el niño, abrazándose de las rodillas de su padre.

—Yo tengo necesidad de poner unos telegramas y esperar la contestación; pero Carlos te acompañará.

Los dos niños salieron del hotel, radiantes de alegría.

— Mucho juicio, hijos míos, les dijo D. Juan, cariñosamente.

—¡Qué portal tan feo! exclamó Luis: este debe ser el de Mercaderes.

—Aquí no hay mas que una tienda, dijo Carlos, apuntando en su cartela, y sin fijarse en lo que decía su hermano.

—Mira, mira allí la sierra; qué alta es y qué llena de árboles.

—Es la sierra de Calpulalpan que acabamos de atravesar.

—¿Y por qué se llamará esta hacienda Arroyozarco?

—Yo cre, contestó Carlos, que le dieron ese nombre por el riachuelo que hemos visto desde el balcón.

—Efectivamente, dijo Luis, allá voy yo a hacer torrecitas en la arena. Ya verás qué bonita catedral voy a construir.

—Corrió el niño dando saltos de alegría y su hermano a pesar suyo tuvo que seguirle. Allí, forjando frágiles edificios, recogiendo piedrecitas y conversando amigablemente pasaron algunas horas.

En la tarde D. Juan los llevó a ver la fábrica de casimires que existe en la hacienda.

A las siete, comieron e inmediatamente se fueron a reposar.

A las seis de la mañana del dia siguiente continuaron su viaje.

El mal estado del camino hacia a D. Juan temer otra catástrofe y se mostraba inquieto. Luis y Carlos dormían profundamente.

Al fin el carruaje se detuvo frente a un extenso portal.

—¿Cómo se llama este punto, papá? preguntó Carlos, despertando.

—La Soledad o Polotitlán, contestó D. Juan. Este pueblo comenzó a formarse hace veinte años y creció con asombrosa rapidez al principio; desgraciadamente de algún tiempo a acá ha permanecido estacionario.

—Allá enfrente veo una capillita, exclamó Luis.

—En este momento lo que debemos buscar son las fondas, dijo D. Juan, sonriendo.

—Sí, papá, sí, vamos á almorzar, gritó Luis, aplaudiendo.

El apetito de nuestros viajeros les hizo calificar el almuerzo de excelente. No valía gran cosa; pero para ser justos, debemos decir que en la Soledad se come mejor que en Arroyozarco.

Al salir de la fonda, vieron á un pobre anciano ciego, que cantaba con triste voz algunas coplas populares. La extraña y dulce expresión de su canto, indefiniblemente melancólico, llamó la atención de los dos niños.

El viejo bardo del pueblo comprendió que había excitado la curiosidad y la compasión de los viajeros y para mejor cautivarlos comenzó a tocar en la jaranita una alegre sonata nacional.

En el campo, el sonido de la música causa siempre una profunda impresión, y es natural: en la agitación de las grandes ciudades, los mas dulces acordes se pierden entre los mil rumores de las multitudes; en la soledad, al pie de las montañas, o al borde de los caminos, cada una de las armonías arrancadas á un instrumento, nos conmueven tiernamente porque nos revelan la existencia de un corazón que palpita en el goce o en el dolor, inspirado por el magnífico espectáculo de la naturaleza.

Al ver a aquel anciano ciego, cubierto de harapos, y que con santa resignación sonreia, exhalando en dulcísimos ecos sus pesares, D. Juan tuvo que ocultarse para enjugar una lágrima.

—¿Está vd. muy triste, cieguito? le dijo Cárlos, acercándose.

El anciano preludió una canción, y derrepente, como inspirado, contestó cantando:

 

Estoy triste por lo proben;

por lo ciego no lo estoy;

que usté mira con los ojos

y yo con el corazón.

 

Carlos dio una moneda de plata al pobre poeta de los campos, que se llama José María Rubín.

Entonces el ciego, agradecido, haciendo pasar su aliento por el hueco de las manos, y modulando su voz de una manera extraña, imitó con admirable propiedad el sonido de la flauta y el armonioso canto del cenzontle.

Luis manifestaba su admiración y su entusiasmo con gritos de alegría y con aplausos.

—Vámonos, dijo D. Juan, dirigiéndose al carruaje, y procurando disimular su emoción.

Los dos niños le siguieron. El bardo ciego volvió á cantar:

 

En un camino de flores,

feliz y perfecto el día,

les desea con alegría,

el cieguito á los señores.

 

El coche se alejó rápidamente, dando saltos entre las piedras de la única calle de la Soledad.

Durante algún tiempo los viajeros percibieron de una manera vaga las lejanas y dulcísimas armonías del admirable ciego.

—¡Cuán bellas inteligencias hay ignoradas y oscuras en nuestro pueblo, exclamó D. Juan. El desarrollo de la instrucción pública hará la felicidad y la grandeza de nuestra patria.

Los dos niños guardaron silencio.

A las once y cincuenta y dos minutos llegaron a San Juan del Río.

viernes, 16 de octubre de 2020

La epidemia de viruela de 1797-1798 en Aculco

Si algo caracterizó la salud pública durante los 300 años de la dominación española en México fue el embate de las epidemias. La historia es bien conocida: Un esclavo negro de nombre Francisco Eguía, llegado con las tropas de Pánfilo de Narváez en 1520, trajo consigo la viruela. Los indígenas, que carecían de cualquier inmunidad para ese virus, sufrieron una terrible mortandad que en buena medida determinó la caída del Imperio Mexica. Nuevas epidemias de distintas enfermedades desconocidas para los naturales asolaron a la población de la Nueva España a lo largo del siglo XVI, despoblando el país de tal manera que quizá sólo sobrevivió entre el 10% y el 20% de ellos. Durante los siglos XVII y XVIII, aunque las epidemias no provocaron tantos estragos como en el siglo de la Conquista, golpearon repetidamente a todos los novohispanos, no sólo a los indios sino a los de todas las castas. Fue hasta 1804 que estos males comenzaron a atacarse de manera más activa y sistemática, cuando el Dr. Francisco Xavier de Balmis introdujo en este país la inoculación contra la viruela mediante la técnica de brazo en brazo.

La epidemia de viruela de 1797-1798 fue la última importante del siglo XVIII. Resulta especialmente interesante porque el espíritu ilustrado de la época permitió que fuera registrada y estudiada con mayor precisión. Hasta la fecha siguen apareciendo estudios relacionados con ella, como el que puedes ver aquí, relativo a la parroquia tlaxcalteca de San Pablo Apetatitlan. Es importante señalar que mucha de la información sobre esta epidemia procede de los libros de defunciones de las parroquias, debido a que antes de la existencia de un registro civil la Iglesia era la responsable de llevar cuenta de nacimientos, matrimonios y muertes. Precisamente es el caso de los datos que sobre los efectos de esta epidemia en Aculco conoceremos hoy.

La primera advertencia del inicio de la viruela es una nota que el cura, bachiller don Luis Carrillo, dejó al margen del último registro de defunciones del año de 1797: "Hasta hoy han muerto de viruelas 12". A partir de ese momento, los registros de quienes fallecieron por esa enfermedad se acompañan de la nota "viruelas" y un número que se incrementa sin cesar, prácticamente sin interrupción entre un registro y otro, incluyendo "párvulos", hombres y mujeres adultos, ancianos, españoles e indios. Al terminar enero eran ya 131 los fallecidos (más los doce de 1797). El 21 de marzo, justo al inicio de la primavera que quizá traería mejores condiciones climáticas que disminuirían la propagación, el padre Carrillo decidió cerrar la cuenta y anotó: "366. 12 al principio. 378 murieron de viruelas". Y al otro extremo de la página: "Enfermaron de viruelas naturales 2512. Murieron 378. Sanos 2134".

Pero todavía se habrían de sumar algunos más: meses después, en un extraño apunte, consignó: "En el pueblo de San Pedro Denxhi, visita de esta cabecera se han hecho los entierros siguientes... Certifico que todos estos entierros que aquí se hallan se encontraron que los indios de dicho pueblo no los habían querido asentar ni se supo en la parroquia hasta que por una casualidad se descubrió que éstos habían sepultado ellos en su pueblo, y como no constaban en los libros de la parroquia sin embargo de que comprenden desde el año de noventa y seis hasta febrero de noventa y ocho se pusieron aqui juntos". Cinco de ellos habían muerto de viruela.

En aquellos años, la población total de la jurisdicción parroquial de Aculco podría estimarse en unas 4,000 personas (se habían contabilizado 3,000 en 1759). De tal manera, se puede considerar que esta enfermedad tuvo una altísima morbilidad de 62% (prácticamente llegó a la tasa considerada para la "inmunidad de rebaño"), la letalidad fue del 15% y la mortalidad habría representado el 9.5% de la población aculquense en apenas tres meses que duró la epidemia.

 

* Agradezco mucho a Jesús Chávez la información que me permitió escribir este texto.