En noviembre de este año se cumplirá medio siglo de la conclusión de las obras de remodelación de Aculco bajo el "Programa Echeverría de Remodelación de Pueblos": un proyecto tripartita (federación, estado y municipios) que buscaba embellecer la imagen urbana de 114 de las cabeceras municipales del Estado de México al tiempo que introducía los servicios esenciales de las que muchas carecían todavía entonces: agua potable, electricidad, drenaje, telefonía, etcétera.
El programa -encabezado por el arquitecto Francisco Artigas- tuvo la virtud de recuperar el aspecto de los centros históricos tradicionales en muchos pueblos que apostaban entonces por una modernidad arquitectónica lamentable, destructora, sin guía ni recursos. También tuvo defectos, como la uniformidad con la que trató entornos urbanos muy distintos, de manera que resulta reconocible en los pueblos intervenidos de toda la entidad la marca del arquitecto Artigas, en lugar de reconocerse el sello local. Tampoco fue tan respetuoso del patrimonio edificado, pues muchos detalles valiosos de los pueblos se perdieron entre las prisas, el descuido, la poca supervisión y la falta de atención al detalle. En Aculco, por ejemplo, la antigua Casa del Quisquémel, que había pertenecido a la esposa de Francisco I. Madero, fue demolida para construir el nuevo Palacio Municipal.
Pero fue así, con errores, omisiones y aciertos, que este programa definió en gran medida el aire urbano de nuestro pueblo. Porque, en el imaginario local, el Aculco remodelado -completamente blanco, con sus cornisillas de ladrillo, con sus faroles de hierro en pedestales cortos, todo empedrado, con hermosos jardines en sus plazas- es el que aprecian por bello, armónico y coherente, mientras que el Aculco anterior, aunque era más auténtico, les resultaría hoy quizá
algo feo, destartalado y pobre. Por otra parte,la remodelación le dio a Aculco un sentido de la conservación del patrimonio, la imagen urbana y arquitectónica, que antes no se tenía, y que a pesar de innumerables destrucciones y desaciertos en estos 50 años transcurridos ha permitido que hoy nuestro pueblo no sea tan feo. Algo de lo que ya no pueden presumir la inmensa mayoría de los pueblos remodelados, por cierto.
Precisamente cuando se estaba llevando a cabo la remodelación, el escritor y editor Fernando Benítez escribió un libro sobre el Estado de México al que tituó Viaje al centro de México (Fondo de cultura económica, 1975). Se trataba en efecto de un recorrido por tierras mexiquenses, que entonces gobernaba el profesor Carlos Hank González. Con su libro, Benítez pretendía demostrar las bondades de ese gobierno y del régimen del presidente Luis Echeverría, por lo que obviamente elogia todas sus obras. La remodelación fue el tema principal con el que abordó su paso por Aculco y se advierte que entre todos los poblados del estado fue éste sin duda el que más le llamó la atención por su belleza. En contraste, de otros lugares cercanos, como Jilotepec, escribió que vivían ya la "nueva edad del concreto en escala ruin". Una edad que ya hoy vive también, lamentablemente, nuestro Aculco.
En fin, quiero compartirles hoy el texto de Fernando Benítez acompañado de algunas fotos tomadas durante la remodelación de 1974. En muchas les soprenderá ver cómo el Aculco de entonces ya era exactamente el de hoy, pero en otras les dolerá ver cómo se ha desvirtuado su imagen desde aquel año.
Muerte y resurrección de Aculco
(Fernando Benítez. Viaje al centro de México. Fondo de Cultura Económica. México, 1975. Pág. 278 y ss.
Aculco, que en lengua otomí [sic pro náhuatl] significa "en el agua muy trenzada", durante la colonia no debió su auge a la presencia de esta agua enrevesada, sino a su posición geográfica, ya que fue el lugar de tránsito obligado a los reales mineros de Aguascalientes, Zacatecas, Durango y a toda esa región mal delimitada que los antiguos bautizaron con el nombre de Tierra Adentro.
Por Aculco salían centenares de gambusinos y de aventureros en busca de El Dorado, frailes misioneros y partidas de soldados encargados de fortalezas y presidios y por Aculco regresaban los nuevos Cresos a quienes los santos habían favorecido y sus recuas cargadas de oro y plata, los que habían jugado a las cartas su fortuna, los derrotados y los perdonavidas. El pueblo rebosaba de historias de milagrosos hallazgos, de riñas descomunales, de combates contra los indios bravos y de hazañas evangelizadoras.
Al estallar la guerra de Independencia, Hidalgo, después de obtener una serie de victorias fulminantes avanzó sobre la Ciudad de México. En la Sierra de las Cruces logró derrotar a las últimas fuerzas de que disponía el virrey, pero entonces, teniendo a sus pies la indefensa capital de la colonia, lejos de tomarla, decidió retroceder. Este hecho debía serle fatal. Mientras su gente se abastecía en la hacienda de Arroyo Zarco, el realista Calleja que había terminado de ejercitar a sus soldados, le cayó encima y lo desbarató. De cada 5 prisioneros uno fue fusilado en la plaza mayor de Aculco para escarmiento de rebeldes y seguridad de comerciantes y hacendados españoles.
Las minas, a causa de la prolongada guerra, se inundaron o se perdieron; los campos estaban asolados, los caminos se llenaron de bandoleros o de facciones enemigas y Aculco inició su lenta agonía. A fines de siglo era un pueblo más dentro de la jurisdicción política y económica de la gran hacienda de Arroyo Zarco. Más tarde, la distante vía del ferrocarril y en nuestros días la construcción de la supercarretera a Querétaro, situada a 15 kilómetros, le asestó el golpe final convirtiéndolo en un pueblo fantasma. En las mansiones de 10 ó 20 cuartos y enormes patios o en las viejas hospederías, flotaban algunos viejos pensionados y algunas viudas que sostenían a sus hijos. Todo el comercio, de acuerdo con los patrones coloniales, estaba acaparado por 4 ó 5 comerciantes y todas las buenas tierras regadas eran propiedad de un solo hombre.
Hoy volvemos a la ciudad en que se refugiara Hidalgo, como volvimos en los treintas al Taxco de Borda o al San Miguel del insurgente Allende. Edificados con una piedra blanca y una piedra rosa que los canteros trabajaron y aún trabajan cerrada y limpiamente, los muros de los huertos y de las fachadas, establecen una pureza de líneas y una severidad no vistas en otros lugares mejor abastecidos. En Aculco ciertamente todo es noble y espacioso, grandes las puertas de los mesones, como para dar entrada a las recuas y a las carretas y las ventanas estrechas porque los arrieros y caporales acostumbraban dormir en camastros improvisados o sobre la paja de los macheros.
Aquí también la traza de la ciudad sufre violaciones y permite adornarse con plazuelas y callejas de casas pequeñitas que llevan entre arcadas y florones del neoclásico al atrio elevado donde se levantan 4 capillas y una iglesia de piedra rosa consagrada a San Jerónimo. Sus columnas de doble capitel corintio y el remate labrado representando las bodas místicas de Santa Rosa de Lima, componen una cálida muestra del arte popular mexicano que hace resaltar el doble soportal y el maderamen del antiguo convento.
A la gran plaza se le ha devuelto su perdida dignidad al eliminarse los añadidos grotescos de su larga decadencia y construir un nuevo ayuntamiento integrado a un conjunto de residencias, tejados pajizos y portales oscuros, ora sostenidos por pilastras de piedra, ora por columnas de madera de fuste abombado. Se advierte el lápiz de Artigas, borrando el pegoste, el adefesio, acentuando una línea, recomponiendo el dibujo, el sentido de un pueblo de tránsito perdido en los desiertos del norte, hasta lograr un escenario que reclama el paso de los arrieros vestidos de cuero haciendo sonar las espuelas de plata en los empedrados, el desfile de las carretas y hasta el fusilamiento de los seguidores de Hidalgo.
No sabemos si Aculco es hoy más rico de lo que fue en 1810, pero sí sabemos que con el hierro, el cemento o los vidrios somos incapaces de construir algo -un alero, un portal, un dintel esculpido, una callecita- de dibujo tan puro y gracioso como el que nos dejaron los fundadores de los antiguos pueblos. Ni siquiera logramos hacer menos agresiva la fealdad o someter el enredo de los hilos y los postes de la corriente eléctrica. En materia de estética y de convivencia humana hemos retrocedido al horrible balbuceo de una época que se inicia con el rompimiento de todo lo que constituyó nuestra cultura. Y el que no sabe cómo emplear el cemento y el hierro tampoco acierta a emplear los dones del radio y de la televisión, las fábricas más activas de la prostitución espiritual. Por ello en la reconstrucción de una pobre aldea descubrimos otro mundo que nos permite medir lo que fuimos y lo que somos. Se ha evaporado la esencia de lo que constituyó un género de vida y debe preocuparnos nuestra incapacidad para igualar o sustituir lo que perteneció a un remoto pasado.
Si quieres ver algunas otras fotografías de Aculco tomadas durante la remodelación, pincha aquí.