La obra Escenas de la vida mexicana, de Louis Gabriel Ferry de Bellemare, vio la luz originalmente en forma de entregas en la revista francesa Revue de Deux Mondes en 1847. Recopilada después en forma de libro, tuvo una traducción al español editada en Barcelona en 1905. Se trata de una novela de aventuras ambientada en México (donde el autor pasó diez años de su vida), que describe escenarios realistas con toques costumbristas como fondo a su trama dramática. La hacienda de Arroyozarco es uno de estos escenarios y, aunque naturalmente no todo lo que describe es real, sin duda es verosímil, incluyendo personajes y situaciones. Vayamos a los textos de Ferry, en los que describe su llegada al mesón en pos de un misterioso viajero:
  Por segunda vez desde nuestra salida de Méjico acababa el sol su diaria aparición: los caballos iban ya muy fatigados: por esto al oscurecer del segundo día vi con satisfacción el color encarnado de la hacienda de Arroyo Zarco.
El vasto edificio de Arroyo Zarco es la mitad de piedra labrada y la otra mitad de ladrillos, y está situado casi a la entrada de las fértiles llanuras de Bajío, pero el sitio que ocupa está muy lejos de ofrecer el aspecto risueño que distingue al valle de aquel nombre. El de Arroyo Zarco (azul) de la hacienda proviene de un riachuelo de aguas azuladas que nace bastante cerca.
Un amplio patio cuadrado con pórticos de piedra, parecidos a los de un convento viene a ser como el vestíbulo; los cuartos de los viajeros se hallan debajo de las galerías. Más adentro hay otros dos o tres patios con cuadras bastante espaciosas para alojar cómodamente un regimiento de caballería.
Ni para pocos ni para muchos había otro alojamiento por allí en el espacio de algunas leguas, por lo tanto era muy probable que hallase en él a los viajeros.
Supe que aquella tarde se habían apeado en la hacienda unos cuarenta jinetes y a falta de otras noticias hube de contentarme con una cortés invitación para visitar las cuadras. Gran número de caballos comían maíz con ardor que indicaba las largas jornadas que habían hecho.
Lancé una exclamación de alegría al distinguir, el uno al lado del otro, un blanco y un bayo. Era un principio de éxito, más faltaba lo principal: había que preguntar a unos sesenta viajeros, pues este era próximamente el número de caballos que había en las cuadras: la empresa era impracticable y seguramente ridícula.
Cuando me volvía al patio de entrada para dirigirme a mi cuarto entró con gran estrépito un coche tirado por ocho mulas cargado de colchones y escoltado por tres jinetes armados de sable y escopetas. Uno de ellos echó pie a tierra y fue a abrir respetuosamente la portezuela. Primero bajó del coche un hombre de edad madura, le siguió otro más mozo, y después saltó una joven que llevaba el traje adoptado por algunas rancheras ricas; traje que sirve para viajar lo mismo a caballo que en coche. Tenía en la mano un sombrero de hombre con alas muy anchas, su capa, ricamente adornada de terciopelo y de galones de plata, no ocultaba del todo ni un talle esbelto ni unos brazos desnudos y dorados por el sol. Su cabeza descubierta mostraba una magnífica diadema de cabellos negros y sus ojos, no menos negros y menos brillantes, paseaban en torno suyo esa mirada atrevida, peculiar de las mejicanas.
Parecía buscar si alguien entre los curiosos, y a juzgar por su expresión, no debía hallarle.
La noche cerraba a toda prisa. La bella mejicana se había ido ya a su habitación cuando entró en el patio un nuevo viajero, mozo de veinticinco o veintiséis años, alto y bien formado. Aunque pobremente vestido, llevaba con gracia su ajado traje y un bigotillo retorcido. Su rostro, triste y altivo, se distinguía por una expresión singular de dulzura. Me llamó la atención una bandurria, pendiente a su espalda de un cordón; una espada enmohecida que pendía de la silla de su caballo.
Detrás del flaco caballo que montaba iba otro también ensillado, y el aspecto famélico del jinete y de ambos animales revelaba a las claras las privaciones soportadas en común, una serie de jornadas sin alimento y de noches sin sueño.
El joven llamó al huésped, pero no a voces, como los demás viajeros, se inclinó sobre la silla y le habló al oído en voz baja. El huésped le respondió moviendo la cabeza negativamente. Nublóse la frente del desconocido, dirigió una mirada triste al coche que había llegado antes, y salió otra vez por la puerta de la hacienda. El tipo me interesó, más ya era tiempo de olvidar los asuntos de los demás y pensar en los míos. Como no era cosa de ir preguntando a más de sesenta viajeros, le di orden a Cecilio de ensillar los caballos a media noche y de ponerse de centinela en el patio, junto a la puerta de salida; así sería imposible que ningún viajero saliese sin que él lo viera.
Enseguida me dirigí a la cocina, que sirve a la vez de comedor en las posadas mejicanas. En torno de varias mesas había allí comerciantes, militares, arrieros y criados. Tomado un puesto, oí con bastante indiferencia las conversaciones de los compañeros de mesa. las cuales, como de costumbre entre viajeros, se referían a historias de ladrones, de tempestades y de torrentes desbordados.
No oyendo nada que se relacionase con lo que tanto me interesaba, pregunté a la hostelera en voz alta por los viajeros a quienes pertenecían los dos caballos en cuestión. Me respondió que uno de los jinetes era don Tomás Verduzco que había llegado una hora antes, y que, teniendo mucha prisa para volverse a marchar, únicamente se detuviera a cambiar los caballos, dejando los suyos para llevárselos en otro viaje. Y añadió:
-Aunque me parece extraño que V. tenga nada que ver con él, sé que debe detenerse dos días en Celaya, y le hallará V. en el mesón de Guadalupe, donde suele parar.
En vano traté de obtener más informes. Aquella mujer me dió la callada por respuesta, y salí de la cocina malhumorado, pensando que tenía que andar todavía cuarenta y ocho leguas, si me obstinaba en alcanzar al misterioso viajero. Dí contraorden a Cecilio y, no teniendo sueño, fui a sentarme fuera dela puerta junto al camino principal.
Brillaba la luna y en el horizonte las colinas empezaban á cubrirse con su manto de nieblas, mientras que en la llanura las emanaciones de la tierra, condensadas por el fresco de la noche, remedaban un lago apacible. Del seno de estos vapores, y a modo de plantas acuáticas, salían los aloes que crecen en aquel suelo pedregoso.
En medio del silencio imponente, en un país inhospitalario, en el cual tantos peligros cercaban al viajero en aquella época, singularmente siendo extranjero, mi empresa me pareció por primera vez lo que era en realidad: una peligrosa locura. Por vez primera también, desde mi salida de Méjico, empezó a faltarme el valor; tomé la resolución de volverme atrás. Ya iba a dirigirme a mi aposento cuando sentí los sonidos de una guitarra; pensé que sería algún palafrenero que así se distraía en el interior de la cuadra, o acaso algún arriero algo más lejos, pues los sonidos llegaban como cortados por la distancia, y seguidamente se mezcló a ellos una voz bastante sonora.
Por supuesto la novela continúa, pero hasta aquí llega la descripción del Mesón de Arroyozarco y de su ambiente a mediados del siglo XX. Si quieres leer la historia completa, puedes encontrarla aquí.
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