Los lectores asiduos de este blog saben que me molesta la banalización del Día de Muertos que se ha hecho en México desde la década de 1930 y su transformación en una especie de carnaval en el que, supuestamente, los mexicanos nos burlamos de la muerte. Nada que ver con la forma que mantuvo la conmemoración del día de los Fieles Difuntos durante siglos y mucho menos con su verdadera esencia: el recuerdo y la oración por aquellos que nos precedieron y ya han sido juzgados por Dios. El Día de Muertos actual es en realidad una impostura, la apropiación promovida por el Estado posrevolucionario de una conmemoración religiosa católica tradicional a la que los antropólogos le han ido sumando aportaciones e interpretaciones prehispánicas hasta convertirlo en una fiesta, un lamentable Halloween mexicanista.
Quien quiera conocer las verdaderas tradiciones del Día de Muertos en México debe remitirse a la forma en la que se practicaban antes de 1936 y, además, cuidarse de no hacer generalizaciones ya que cada región mexicana tenía sus peculiaridades. Porque, en efecto, en la época cardenista las tradiciones de Michoacán -de donde era originario Lázaro Cárdenas- sirvieron como base para la reelaboración de la tradición ya bajo la tutela del gobierno, haciendo desaparecer muchas interesantes costumbres locales.
Hasta donde sé, en Aculco no tenemos relatos verdaderamente antiguos sobre el Día de Muertos. Sin embargo, entre 1972 y 1973 los antropólogos Isabel Lagarriga Attias y Juan Manuel Sandoval Palacios llevaron a cabo una investigación de campo acerca de las celebraciones relacionadas con esa conmemoración en la región otomí, que incluyó varios pueblos de la jurisdicción municipal de Aculco. En este blog ya me he referido a sus estudios al hablar sobre el túmulo de Toxhié, un catafalco que se levantaba en aquel pueblo para recordar a los difuntos y que incluía un fragmento de cráneo real.
Para la época en la que Lagarriga y Sandoval hicieron sus investigaciones Aculco se había transformado mucho, pero algo de las viejas tradiciones se conservaba en pueblos como el mencionado de Santiago Toxhié, el de Santa Ana Matlavat y el de San Lucas Totolmaloya, aunque ya irremediablemente influenciadas por la modernidad y por la uniformidad cultural. De cualquier manera este estudio, publicado con el nombre de Ceremonias mortuorias entre los otomíes del norte del Estado de México por el gobierno del Estado en 1977, resulta la única forma de atisbar lo que pudo ser la conmemoración verdaderamente tradicional del Día de Muertos en nuestro municipio.
Esta vez me referiré a las celebraciones como se daban entonces en el pueblo de San Lucas Totolmaloya, de acuerdo a lo investigado por aquellos dos antropólogos.
Lagarriga y Sandoval hallaron que eran tres los días señalados para la celebración en esta región: el 31 de octubre, dedicado a los abortos y niños muertos prematuramente antes de su bautizo, el 1 de noviembre, día de Todos los Santos en que se recordaba a los niños bautizados muertos a corta edad y el 2 de noviembre, día de los Fieles Difuntos, en que se tenían cabida todos los adultos fallecidos. En estos tres días, en el pueblo de San Lucas, se colocaban ofrendas en los altares domésticos o en los oratorios familiares (un tipo de capilla particular de la que he hablado antes aquí). El primer día, la ofrenda consistía en leche, ceras, flores (cortadas del campo: las ahora omnipresentes flores de cempasúchil eran ajenas a la tradición local) y copal; desde el día 31 por la tarde se colocaba leche, café, pan, fruta y se quemaba copal. Y el día 1 de noviembre desde las 12 del día y hasta el día siguiente se disponía una ofrenda de café negro, mole, caldo de pollo, gorditas de maíz, tamales, frutas pan, pulque, flores, velas de cera (una para cada difunto y una más para las ánimas). Ante la ofrenda se rezaban dos rosarios cada día y algunas otras oraciones (que, hasta 20 años antes de la visita de aquellos investigadores, se decían en otomí). La celebración concluía el 2 de noviembre a medio día.
La ofrenda se consideraba un deber moral hacia los familiares muertos: lo mínimo que se exigía era encender una vela de cera para su memoria, ya fuera en la iglesia o en el hogar. La creencia -ahora tan extendida- de que se pensaba que las almas regresaban en su día particular para ingerir los alimentos de la ofrenda, o acaso sólo su aroma parece que ni siquiera entonces se tomaba en serio: "No ha habido informante [al referirse a la visita de las ánimas] que no añada 'Usted cree que van a venir', 'No creo que vengan pero así es nuestra costumbre y servidumbre', 'lo hacemos porque así lo hacían nuestros antepasados'", escriben los investigadores. Curiosamente, fue un habitante -un fiscal- de San Lucas Totolmaloya quien les dio una respuesta más ortodoxamente católica a sus preguntas sobre las razones de la ofrenda: "Se hace todo esto para pedir por las almas del purgatorio, se le pide que al fin de nuestra vida tengamos ese mismo descanso en la gloria celestial".
En la capilla del pueblo de San Lucas -actualmente ya parroquia- los fiscales del pueblo ponían también una ofrenda de fruta, arroz, tortillas, tamales, café, pan, ceras, veladoras, flores y copal ante el altar, y se efectuaban rezos. Esta ofrenda era costeada por todos los habitantes del lugar y al final se repartía entre los propios fiscales, el sacerdote que acudía a celebrar una misa y su ayudante. El dibujante Aarón Flores Crispín hizo un apunte del aspecto que guardaba esta ofrenda del templo de San Lucas, que muestro enseguida:
Dibujo de la ofrenda frente al altar. Compárese con la fotografía del altar para comprenderla mejor.
De la noche del 31 de octubre y hasta la madrugada del día 2 era constante el doblar de las campanas de la iglesia. Curiosamente, y a diferencia de lo que ocurría en otros pueblos, en estos días los habitantes de San Lucas Totolmaloya no iban al panteón a practicar ningún ritual.
Aunque en varios momentos de la investigación de las costumbres del Día de Muertos llevada a cabo por Lagarriga y Sandoval se advierte cierto prejuicio de interpretación derivado seguramente de la idea que ya para entonces prevalecía en torno a estas costumbres, sus conclusiones acerca de la supuesta "indiferencia del mexicano por la muerte" con la que nos han adoctrinado por décadas no dejan sitio a ambigüedades:
[El dejo humorístico] no está presente en nuestras sociedades indígenas, donde el culto relacionado con la muerte es objeto de un tratamiento diferente, de ceremonial complicado que persiste en este tipo de culturas, a pesar de la aparente incredulidad sobre el retorno de los muertos que confiesan algunos individuos. [...] En ningún momento la broma o el humor se vislumbra, en toda su parafernalia.
Así que, cuando pienses que al festejar con catrinas sonrientes, calaveritas de azúcar, "altares" de tipo michoacano con su perrito prehispánico incluido, disfraces supuestamente mexicanistas e inundar de cempasúchles la ofrenda, estás reforzando las tradiciones de Aculco, piénsalo un poco más: así no conmemoraban el Día de Muertos nuestros antepasados, nunca fue una fiesta.
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