Hace varias semanas, mi prima Socoro Osornio me compartió un documento escrito por el cura de Aculco, don Pablo García, en el que da cuenta de un enfrentamiento entre realistas e insurgentes ocurrido el 3 de agosto de 1811 en las inmediaciones de Aculco. La relectura de ese importante documento (que incluí parcialmente en mi libro Ñadó, un monte, una hacienda, una historia), me trajo la idea de hablarles acerca de las desventuras de ese sacerdote durante la Guerra de Independencia, así como de las de un colega suyo, el también cura de Aculco don Manuel Toral.
DON PABLO GARCÍA
El bachiller y presbítero don Pablo García nació hacia 1776, de modo que era relativamente joven cuando fue destinado a la parroquia de Aculco en 1808. Llegó como coadjutor del párroco don Luis Carrillo y no mucho después, el 1 de octubre de ese año, se convirtió en cura interino o encargado. Don Pablo estuvo presente a la llegada de las tropas de Miguel Hidalgo en noviembre de 1810 y durante la Batalla de Aculco del día 7 de ese mismo mes. Al día siguiente del enfrentamiento dirigió una relación de esos sucesos a la sede arzobispal, pero la carta desafortunadamente se ha perdido. Con todo, sabemos indirectamente que su narración refería la manera en que el sacerdote mantuvo a su feligresía rezando dentro de la iglesia durante la batalla así como sus esfuerzos por conservar "fiel" al vecindario, es decir, leal al monarca español.
Así pues, desde el principio García se mostró enemigo de la insurgencia. Esto no es extraño, pues aunque muchos sacerdotes y religiosos siguieron a Hidalgo (cuatro de ellos, por cierto, cayeron presos en la Batalla de Aculco), el movimiento independentista provocó sobre todo una fuerte división en el clero. Por ello encontramos lo mismo sacerdotes rebeldes que otros decididamente realistas: una división que hacía eco a la de la sociedad novohispana, fragmentada en dos bandos a partir de la sublevación del cura de Dolores. De tal manera la Guerra de Independencia, más que un conflicto entre españoles y mexicanos como a veces se nos trata de presentar, tuvo un carácter de guerra civil.
En los meses que siguieron a la Batalla de Aculco, un grupo insurgente se estableció no lejos del pueblo, en las montañas de Tixmadejé, Acambay. Pronto comenzaron a incursionar por los pueblos, haciendas y ranchos de la zona, de modo que, según el padre García "nos han llenado de conflictos por los repetidos tránsitos que han hecho por este pueblo, y en ellos muchos robos, llenando nuestro corazón de sobresaltos". Así sucedió, por ejemplo, la madrugada del 1 de marzo de 1811, cuando se presentó en el pueblo una gavilla rebelde que se apoderó del dinero recolectado para sostener una Compañía de Patriotas realistas, especie de milicia organizada localmente para combatir la insurgencia. Aunque nada pudo hacer para evitar el robo, el sacerdote se negó terminantemente a repicar las campanas y a celebrar misa como le pedían los rebeldes, pues se les consideraba excomulgados. Esta firmeza le ganó el elogio de las autoridades del arzobispado.
Pero Aculco estaba continuamente expuesto al acoso insurgente, por lo que el padre García se retiraba del pueblo "para verse libre de los insultos" cuando se anticipaba la llegada de los rebeldes. Así lo hizo el 25 de marzo, aunque a final de cuentas tuvo que encarar a los asaltantes un par de días después:
Creyendo yo ya que se habían ido, y habiéndome restituido al pueblo, me mandaron llamar el día veintisiete, y habiendo ido, lleno de temor, pero acompañado con uno de los ministros, nos hicieron entrar adonde estaban más de cuatrocientos hombres armados; y habiéndose quedado en una pieza los que ellos llaman sus jefes, y poniendo un par de pistolas en la mesa, me dijeron con arrogancia estas terminantes palabras: ¿está usted convencido de la justicia de la causa que defendemos, o no? a lo que respondí que no lo estaba, sino de todo lo contrario, que era hijo obediente de la Iglesia, y no oía yo más voz que la de Dios, comunicada por mis superiores.
Altercamos mucho, y habiéndome dicho que, a querer o no, había de presenciar un juramento que iba a hacer toda su tropa, y negándomeles enteramente, hicieron llamar a los demás sacerdotes, lo que aprecié, porque me acompañaran, y por ver si tenían otras razones con que poder convencer a unos hombres abandonados y faltos de toda religión.
Mirando mis compañeros y yo que el lance era inevitable, les supliqué que me atendieran para que mi ignorancia y rusticidad no se deslizaran en cosa alguna; y armado del valor que Dios Nuestro Señor se sirvió darme, hice ánimo de decirles, a cualquier riesgo, lo que debo decirles en la cátedra del Espíritu Santo: que todos tenemos jurado por Rey a nuestro amado el Señor don Fernando Séptimo, que era a quien debíamos obedecer y a los que en su nombre legítimamente nos gobernaran, y les repetí, por dos o tres ocasiones, que atendieran bien lo que les decía, porque yo no podía, ni debía decirles otra cosa.
De cuyo hecho, resentidos porque no se hizo como querían, y mucho más, sabedores de que todos los eclesiásticos y vecinos honrados de este pueblo repugnamos sus ideas; bien instruidos de que al señor Gral. don José de la Cruz, que pedía dineros prestados, le dimos entre todos los eclesiásticos trescientos pesos; que al señor Comandante don José Andrade le proporcioné setecientos pesos, en calidad de préstamo, cuando estuvo en Acambay, y cuando estuvo aquí le proporcioné ochocientos cincuenta pesos; bien informados del gusto con que han sido recibidas las tropas del Rey y de que en mi casa se ha hospedado toda la oficialidad, sin tener que erogar gasto alguno, sé que decían, llenos de cólera, que, puesto que para ellos no había nada, se trataría al pueblo con todo rigor, de cuyas resultas nos robaron a todos los eclesiásticos y a los vecinos honrados nuestras cabalgaduras y lo más que pudieron.
Cuatro meses después, el 18 de julio, una numerosa partida de cerca de cuatrocientos insurgentes entró nuevamente a Aculco para saquear sillas de montar y caballos. Esta vez los rebeldes pretendían además, como lo narra el propio cura García, que se les bendijera un cañón:
Habiéndome quedado en otras ocasiones la satisfacción de que esta iglesia no ha recibido los ultrajes que ellos acostumbran, y de que es testigo todo el mundo, ahora se ha cubierto mi corazón del más amargo dolor, al ver que, después que llegaron, solicitaron a uno de los virtuosísimos ministros de este pueblo, precisándolo a que les bendijera su cañón; quien negándoselos por tres y cuatro ocasiones, sin embargo de que le amenazaban de que si no lo hacía por bien, lo haría por mal, se refugió en mi casa, de donde lo sacaron con el mayor atrevimiento cinco hombres que lo condujeron hasta adonde estaba, con el perverso fin de que se verificaran sus intentos, sin conseguir otra cosa más que el sacerdote bendijera al pueblo que fuera fiel, y de hacer ellos que se tocaran las campanas en ese mismo acto.
Seguramente entusiasmados por el éxito de sus incursiones, días después, el 3 de agosto, los insurgentes de Tixmadejé decidieron atacar una división del ejército realista que transitaba entre Arroyozarco y San Juan del Río. El encuentro ocurrió en el campo de Las Ánimas, cerca de Aculco, de las tres a las siete de la tarde. "Ochenta y siete cañonazos se oyeron en el pueblo, y de éstos los sesenta y cuatro fueron en menos de tres cuartos de hora", refiere el padre García. "Durante el tiempo de la batalla -añade el sacerdote- juntos los más de mis parroquianos en esta iglesia, comenzamos a rezar la letanía de los santos, el santísimo rosario y otras preces a fin de que Dios volviera por su causa". Por aquella noche los vecinos permanecieron en vela pues no sabían quién había resultado vencedor y fue hasta la mañana siguiente que supieron de la victoria realista. El cura envió víveres a los soldados del rey y el comandante de éstos -Francisco Javier Guelvenzu- le respondió con una carta en que elogiaba su "acrisolado patriotismo" y le daba las gracias "por sus desvelos y celo cristiano, con que no sólo desempeña su ministerio, sino que también se afana en conseguir que todos sus feligreses vivan en paz y decididos por la buena causa; y aseguro a U. que si todos los pastores de almas estuvieren animados de iguales sentimientos, ya no hubiera insurrección".
A decir del sacerdote, sin embargo, esos reconocimientos "apenas quitan a mi corazón los más amargos dolores que ha sufrido por las tropelías y malos tratamientos de los insurgentes, irritados contra mí porque no se les ha hecho ningún obsequio, ni han podido conseguir el que se toquen las campanas en las diversas ocasiones que han entrado y salido".
DON MANUEL TORAL
Es muy probable que don Pablo García haya sufrido aún muchas desventuras a causa de los insurgentes, pues permaneció en la parroquia de Aculco hasta los últimos días de enero de 1819, cuando fue reemplazado por don Antonio Martínez Infante. Pero decíamos al principio de este texto que don Pablo ejerció únicamente como cura interino de Aculco. Esto se debía a que el cura titular de Aculco, don Luis Carrillo, se había retirado del lugar por razones de salud desde 1808 y en julio de 1812 había intercambiado formalmente su parroquia con el cura bachiller don Manuel Germán Toral y Cabañas, párroco de Tequixquiac. De manera que el cura propietario de Aculco de 1812 a 1814 lo fue precisamente don Manuel Toral.
Al contrario que en las anteriores narraciones sobre la entrada de insurgentes a Aculco y el protagonismo de don Pablo García, don Manuel Toral brilla por su ausencia en el pueblo. Y lo que sucede es que era tal su enemistad con los insurgentes que parece que nunca llegó a pisar el suelo aculquense para asumir el cargo debido a las amenazas que había recibido de los rebeldes de Huichapan y Nopala. El odio de los insurgentes no era gratuito: en 1811, don Manuel había publicado el folleto Desengaño de falsas imposturas, con el objeto de desmentir las "falsedades" que propagaban los seguidores de Miguel Hidalgo, y en el que además criticaba duramente a los párrocos que se mostraban "indiferentes" con la guerra (es decir, que pretendían ser neutrales) pues los juzgaba más peligrosos que los que abiertamente habían tomado las armas.
Pero la postura de Toral resultaba extraña a la luz de un episodio de su vida sucedido en 1794, cuando este "pobre criollo hijo de la Tierradentro", como él mismo se llamaba, ocupaba el cargo de cura de Huichapan. En ese entonces había aparecido en aquel lugar una serie de pasquines anónimos que llamaban al asesinato del cura y que parecían defender el ateísmo jacobino de los revolucionaros franceses. El sacerdote denunció ante las autoridades civiles y eclesiásticas la aparición de aquellos papeles, pero en el curso de las investigaciones se hizo sospechoso de haberlos escrito él mismo. Es más, en las declaraciones de los involucrados en el proceso se le señaló como un hombre mediocre que había dejado los estudios para amancebarse, que en el fondo deseaba hacer vida marital y cuyo padre se había empeñado en que fuera ordenado sacerdote para obtener el curato de Huichapan. Su intención, se decía, era hacerse ver como "un apóstol perseguido por su extraordinaria predicación". Pero era claro según ellos que ese "clérigo criollo mediocre y resentido", como lo describían, pretendía culpar de los anónimos a los españoles peninsulares "pues a cada paso manifestaba su odio a los gachupines con argumentos ridículos".
Por eso sorprende verlo en 1810 en el bando realista cuando dos décadas atrás había quedado expuesto como enemigo de los españoles, contra los que se dirigía ahora la furia insurgente. Tal vez, como apunta el historiador Gabriel Torres Puga, "a prudente distancia de la guerra armada y acaso con un deseo subyacente de borrar la huella de sus culpas pasadas, el cura Toral se convirtió en uno de los más vehementes predicadores contra la insurgencia y en el más amoroso amigo de los gachupines".
Imposibilitado de hacerse cargo de su parroquia de Aculco, Toral se estableció en la ciudad de Querétaro. Ahí organizó una serie de "Misiones" con la ayuda de fray Manuel de Estrada y otros sacerdotes, que no tenían otro objetivo sino predicar en contra de los rebeldes y a favor de la obediencia a las autoridades españolas. La reacción del clero queretano fue adversa y pocos fueron los templos en que se les permitió predicar. Con gran irritación y sospechando que la negativa de muchos de aquellos sacerdotes se debía a su apoyo a los insurgentes, Toral denunció en mayo de 1813 a varios de ellos. Es más: advirtió al gobierno encabezado por Calleja -ya convertido para entonces en virrey de la Nueva España- que existía en Querétaro toda una camarilla de "malos sacerdotes" que sostenía la causa insurgente y estaban bajo la dirección del padre Dimas Díez de Lara, a quien sus feligreses tenían por santo. Finalmente y aunque las denuncias llegaron hasta el arzobispo, nada logró el cura de Aculco con estas acusaciones.
En junio de 1814, don Manuel Toral tomó posesión de una nueva parroquia, la de La Asunción de Amecameca. Al año siguiente publicó el folleto Plática moral, en el que denunciaba que la revolución insurgente no tenía otro objeto sino destruir la Iglesia y el trono. Un tercer folleto suyo apareció en 1818, su Pronóstico funesto, en el que vinculaba la insurgencia con la Revolución francesa. Todavía en 1821, cuando ya el realista Agustín de Iturbide se había aliado con los últimos rebeldes para consumar la Independencia, Toral ofrecía sus servicios de espionaje y predicación contra ese nuevo enemigo. Sin embargo era patente su desconsuelo ante el crecimiento del independentismo:
Yo, señor excelentísimo, he tenido hasta aquí la satisfacción en que el pueblo ha sido dócil a mi voz y que a costa de algunos sacrificios que he hecho, he conseguido tran-quilizarlo y despreocuparlo; pero en el día no me parece fácil su logro, por lo alucina-dos que están y porque la verdad no me atrevo a hablar una palabra respecto a que no tengo fuerza que me sostenga, y temo que aunque el común del pueblo me ama, pero hay tres o cuatro díscolos y recién avecindados, que si por desgracia se presenta aquí alguna partida de enemigos me entregarán a ella para sacrificarme.
A partir de entonces nada más se sabe del padre Toral. Mientras tanto, en Aculco estaba ya entonces al frente de la parroquia don Antonio Martínez Infante, un sacerdote del que desconocemos su actitud ante la primera insurgencia, pero que con entusiasmo abrazó la Independencia y la proclamación de Agustín de Iturbide como emperador.
DOCUMENTOS Y LIBROS CONSULTADOS
"Informe del Cura de Aculco, Pablo García, sobre los acontecimientos notables ocurridos en su jurisdicción desde noviembre de 1810 hasta agosto de 1811", en Genaro García. Documentos Inéditos o muy raros para la historia de México. Biblioteca Porrúa No. 60. Editorial Porrúa. México, 2004. Páginas 483-488.
Gabriel Torres Puga, "Los pasquines de Huichapan, el cura Toral y el espacio público" (1794-1821), en Espacio, tiempo y forma, no. 26, UNED, 2013, página 77.
Manuel Toral, Plática moral que el Br. D. Manuel Toral, cura y juez eclesiástico de Amecameca dixo a sus feligreses... en 26 de mayo de 1815, México, Imprenta de doña María Fernández de Jáuregui, 1815.
Manuel Toral, Desengaño de falsas imposturas, imprenta de D. Mariano José Zúñiga y Ontiveros, México, 1811.
Manuel Toral, Pronóstico funesto de inmensos males, Oficina de A. Valdés, México, 1818.