En estos días de forzada permanencia en casa, aparte de mi trabajo cotidiano he tenido tiempo de desempolvar algunas notas sobre la hacienda de Arroyozarco, especialmente testimonios de viajeros que pasaron por allí y que por distintas razones dejé fuera del libro Arroyozarco, puerta de Tierra Adentro (2003) o los conocí después de su publicación. Esta vez quiero compartirles un testimonio muy corto pero interesante, escrito por el famoso médico guanajuatense Eduardo Liceaga.
Liceaga nació en la ciudad de Guanajuato en 1839. Hijo del también médico Francisco Liceaga y de Trinidad Torres, estudió en la Escuela Nacional de Medicina de la Ciudad de México. Recibió el grado de cirujano (y una medalla de oro) de manos del emperador Maximiliano en 1866. Calificado como "el higienista más distinguido de México de finales del siglo XIX", fue profesor de la Escuela de Medicina y luego su director de 1904 a 1910. Dirigió también, durante un cuarto de siglo, el Hospital Materno Infantil. Participó en la creación del Hospital General de México en 1905. Falleció en 1920 en la Ciudad de México.
El doctor Liceaga escribió un libro de memorias titulado Mis recuerdos de otros tiempos, publicado póstumamente en 1949. En él comenta brevemente, en las primeras páginas de la obra, su paso por Arroyozarco en un viaje desde su natal Guanajuato hasta la Ciudad de México:
Después de haber dejado los cerros que rodean a la ciudad, llegamos al valle de Silao y allí nuestra vista se extendió, por primera vez, en una amplia llanura, que es el principio de esa inmensa hondonada que se llama el Bajío, y ocupa la mayor parte del Estado de Guanajuato. Como es una comarca muy fértil, los campos sembrados se extienden en grandes llanuras a los dos lados del camino. Más adelante, nos encontramos la población de Irapuato, situada casi en el centro geográfico del Estado y rodeada de importantísimas haciendas de labor. Avanzando más y más llegamos a Salamanca y desde lejos distinguimos la pesada mole de piedra que forman las iglesias y el convento que fue de San Agustín, destinado ahora a penitenciaría del Estado. El primer poblado de importancia que encontramos después fue la ciudad de Celaya, centro también agricultor, importante por su población y porque en ella se levanta uno de los templos más artísticos del país. Eleva graciosamente su único campanario en el frente, sostenido por unos arcos elegantes y ostenta su cúpula de una curva perfecta. [...] Seguimos caminando durante la tarde, contemplando ya los campos sembrados, ya la soberbia montaña conocida con el nombre de cerro de Culiacán, ya los espléndidos celajes que cubrían el cielo a la puesta del sol.
Por fin llegamos a Querétaro, término de nuestra jornada del día. Entramos en la ciudad al anochecer y no pudimos darnos cuenta de su aspecto e importancia y penetramos en la casa de diligencia antigua y amplia, de tipo colonial : un gran patio, anchos corredores en la parte superior e inferior que daban acceso a los cuartos de los pasajeros, extensos, bien ventilados, con camas sencillas y limpias, jarras y lavabos de porcelana y todos los demás útiles de recámara conservados en buenas condiciones. En uno de los costados del piso superior estaba el comedor, salón grande, salón grande, de altos techos, donde comían en mesa redonda los pasajeros que acababan de llegar y los que venían de México. Presidía la mesa el administrador de la casa de diligencias, personaje serio y grave pero amable. La vajilla de porcelana tenía pintada una diligencia con un tiro de caballos lo cual significaba su origen, es decir, que era propiedad de la casa y el escudo de armas de la empresa. La comida era sana, abundante y bien servida. A las 9 de la noche todos los pasajeros estaban en su alojamiento, pues había que levantarse a las tres de la mañana, tomar el desayuno en el comedor y después volverse a acomodar en la diligencia.
Al salir de Querétaro subimos la pendiente que se llama la "Cuesta China", de triste celebridad porque era fama que allí se hacían frecuentes asaltos a la diligencia. Según se nos dijo, cuando esto sucedía los ladrones hacían bajar a los pasajeros y mientras uno se ocupaba en quitarles el dinero, los relojes y demás alhajas que llevan sobre sí, otros se entretenían en sacar los baúles que iban en la covacha de la diligencia. Terminada esta operación, los dejaban subir a la diligencia que continuaba su camino hasta que recorría cierta distancia, donde una nueva banda de ladrones venía a despojarlos de lo que les había quedado y era posible que en el resto del camino dejaran aún en paños menores a los pasajeros.Nosotros tuvimos la fortuna de no experimentar tan desagradable encuentro y pudimos llegar a San Juan del Río lugar donde se almorzaba. San Juan del Río es una simpática población rodeada también de haciendas y de ranchos, sembradíos de cereales, y circundada por el río que le da su nombre.
A las 6 de la tarde rendimos nuestra jornada en la hacienda de Arroyo Zarco, donde estaba la Casa de Diligencias. Era ésta una especie de hotel a la moderna, de cuartitos limpios, bien ventilados y amueblados como los de Querétaro. Ocupaba el frente de la casa en el piso superior el vasto comedor, en uno de cuyos extremos se veía la chimenea empleada en calentar el recinto durante la comida. La mesa, como en Querétaro, era presidida por el administrador y, como en aquella posada, a las 9 de la noche nos recogimos en nuestras habitaciones para levantarnos a las 3 de la mañana siguiente. Después del desayuno ocupamos nuestro pesado vehículo a fin de seguir el camino, que no describiré por no hacer tan pesada esta narración. Llegamos a almorzar a Tepeji del Río, pueblecito encantador, con muchos árboles, abundantes flores, risueño y tranquilo, que sentimos dejar sin haberlo visitado en detalle. Volvimos a la diligencia, atravesamos el extenso llano del Cazadero de San Juan del Río y luego comenzamos a subir hasta alcanzar la parte de la meseta del Anáhuac donde está situada la ciudad de México.
Quise dejar la parte que habla de la posada de Querétaro ya que Liceaga la compara con el Hotel de Arroyozarco. Además, describe ahí la porcelana propiedad de la empresa de diligencias de la cual sobrevivió en Arroyozarco una jabonera que pasó después manos de la familia de doña Sara Pérez y fue finalmente vendida en una casa de antigüedades de Coahuila (si quieres conocerla, oprime aquí). En fin, lo escrito por Liceaga es un fragmento más, pequeño pero apreciable, de la historia de estas tierras.