Hace justamente un año, los primeros días de mayo de 2015, me tomé algunos días de descanso que pasé apaciblemente en Aculco. Entre las pocas salidas que hice estuvieron unas breves visitas a los pueblos de La Concepción, Santa Ana Matlavat y San Lucas Totolmaloya, dentro del propio municipio. Sinceramente, el día que conduje a este último pueblo no recordaba que estábamos justamente en vísperas de la fecha que el calendario litúrgico señala como la fiesta de la Santa Cruz, el 3 de mayo. Una fiesta que en México, desde tiempos del virreinato, ha estado ligada al gremio de los constructores (en particular a los albañiles), quienes en esa fecha suelen construir y adornar una cruz en la obra en la que se encuentran trabajando y festejar con cerveza, pulque, barbacoa o carnitas.
Y decía que no recordaba que se trataba de esa fiesta cuando me acerqué a la parroquia de San Lucas Totolmaloya pero, enseguida, los adornos en la cruz que corona la entrada al atrio me hicieron percatarme de ello. Qué mejor día -pensé entonces para mí- que el de la Cruz de Mayo para venir a este lugar, donde uno de sus mayores atractivos es la antiquísima y extraña cruz atrial del siglo XVI que se yergue sobre un sencillo pedestal almenado y a la que ya he dedicado un espacio en este blog. Pero apenas traspasé la puerta pensé que algo andaba mal. Para empezar, el sencillo pedestal ya no lo era tanto: ahora aparecía chapado en cantera de color gris, lo que le había quitado buena parte de su gracia, aunque conservaba su perfil. Por lo menos la antigua peana seguía ahí en lo alto... pero arriba de ella no había nada. ¡Por Dios, la cruz atrial, la joya de San Lucas Totolmaloya no estaba en su sitio!
Esperando lo peor, porque esperar lo peor es casi siempre lo más certero cuando se trata del patrimonio histórico de Aculco, me acerqué al pedestal. Los nuevos jarrones de cantera llenos de flores lo adornaban, pero ni rastro de la cruz. Di una vuelta por el atrio, bastante molesto. Pregunté a un vecino que no me supo dar razón. En la fachada del templo, los adornos de cucharilla sobre los contrafuertes, en los pináculos y la cruz del vértice indicaban que aquel era un día de fiesta, pero ya no me importaba nada de eso, lo que quería era saber qué habían hecho con la antigua cruz monolítica. Entré a la iglesia con el mismo disgusto. Ni los alegres adornos de la nave y del baldaquino neoclásico me llamaron la atención. Llegué muy cerca del altar y tampoco había señales de la cruz atrial por ahí. Entonces di la vuelta hacia la derecha, muy cerca del muro lateral... y ahí en el suelo, recargada contra la pared estaba lo que buscaba.
Creo que nada más encontrarla me arrepentí de mi furia. Me había acercado a buscar aquella pieza de cantera mirándola sólo con ojos de historiador, de amante del arte colonial, y había olvidado que antes que nada es un objeto de devoción. Colocada en ese sitio, sobre un paliacate verde, con unas flores amarillas y blancas en un vaso, cuatro veladoras, al lado de otra pequeña cruz de madera de aire inconfundiblemente otomí, se le estaba rindiendo culto en su fiesta como seguramente se ha hecho en San Lucas desde muchos años atrás, quizá siglos. Al ver aquella cruz tan precariamente recargada en la pared y pensar el riesgo para la obra que implica el retirarla de su peana y colocarla de nuevo días después cada año, se me podrían haber ocurrido mil razones para que se le tratara con más cuidado, con mayores precauciones, que se evitara de plano moverla, pero al presenciar la veneración de la gente que acudía al templo todas mis razones me parecieron vanas.
Hoy sigo pensando que el haber retocado el pedestal de la cruz atrial fue un error, pues antes que ganar algo con ello, perdió. Continúo pensando que debe haber formas de proteger mejor la propia cruz para evitar que se rompa en algún movimiento. Pero en este caso no me atrevería a proponer nada si eso afectara la veneración que le rinden los habitantes del pueblo. Ese culto es tan valioso como la propia cruz.
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