martes, 1 de diciembre de 2015

El Puente Colorado: entre la leyenda y la decadencia

Ya antes me he referido en este blog al Puente Colorado, el más hermoso de los puentes históricos que subsisten en las afueras de la cabecera municipal de Aculco. Pero cuando hace unos meses conocí una leyenda suya que nunca antes había escuchado decidí contárselas aquí, y para acompañar este esta narración pensé acercarme al puente para tomar nuevas fotografías. Desafortunadamente, lo que encontré en mi última visita a este lugar fue abandono, descuido y desolación: el puente deteriorándose más cada día, partes cubiertas de grafiti, muros rotos por el impacto de los automóviles que circulan sobre él. Algo verdaderamente lamentable pues el Puente Colorado está entre los más importantes vestigios relacionados con el Camino Real de Tierra Adentro que conserva el pueblo y a los que debe el reconocimiento de Patrimonio de la Humanidad que tanto enorgullece a sus habitantes. Un nombramiento que, por cierto, Aculco puede llegar a perder si no se conservan sus construcciones históricas como ésta. Si quieres conocer el estado de conservación anterior del puente, puedes ver unas fotos aquí.

En fin, yo hubiera querido fotografías que mostraran el puente en toda su belleza, pero quizá estas imágenes de su estado actual ayuden a crear una mayor conciencia sobre su deterioro. Y vamos, pues, a la leyenda que les prometí.

 

El Puente Colorado

(leyenda)

A finales del período virreinal vivía en las afueras de Aculco un anciana solitaria, alta y flaca como una escoba, de nariz enorme y retorcida, ojos lagañosos, largos y despeinados cabellos grises y sonrisa desdentada. Es decir, una perfecta bruja por su apariencia. Y, en efecto, aquella anciana -que llevaba el nombre de Esperanza, o doña Esperanza como se dirigían a ella con respeto casi todos- ejercía de curandera y más de uno juraba que, además de yerbas, sus preparaciones llevaban extraños ingredientes agregados al tiempo que la mujer pronunciaba palabras incomprensibles. Sin embargo, nadie dudaba de la bondad de doña Esperanza, que nunca negó una curación aunque nada se le pagara a cambio. Aún así eran muchos los que, agradecidos por la recuperación de sus enfermedades o las de sus hijos, solían llevarle a su desvencijada casucha techada con hojas de maguey, huevos, tortillas recién hechas y alimentos preparados que ayudaban a la anciana a llevar una vida austera, pero sin grandes necesidades. Todos la apreciaban, incluso el párroco que alguna vez había acudido a sus remedios, pero él era el único que parecía dispuesto a aceptar que ella era sólo una gran conocedora de las plantas medicinales, una buena cristiana y no realmente una hechicera.

Hasta aquel pueblo tranquilo llegó una tarde de noviembre la noticia de que se aproximaba un enorme ejército, o más bien una enorme banda de desarrapados armados con palos y machetes que, acompañados de algunas decenas de militares, eran guiados por un cura calvo y encorvado que portaba un estandarte de la Virgen de Guadalupe. Sin invitación de por medio, aquellos hombres, mujeres y niños se posesionaron de todas las casas de Aculco, tomaron los alimentos que había y mataron algunas reses para alimentarse. Pero digo mal de todas las casas: a pesar de que la casucha de doña Esperanza estaba a la orilla del camino, nadie entre aquellos invasores traspasó sus puertas ni tomó de ella ni una gallina, como si un encantamiento la protegiera. Al segundo día de la estancia de aquella multitud -cuyos integrantes explicaban confusamente las razones de su sublevación, a veces lanzando vivas al rey deseado, Fernando VII, otras veces mueras a Napoleón, franceses y gachupines, y también, claro, vivas a la independencia de La América- comenzó a rumorarse que presentarían batalla a sus enemigos, las tropas del virrey. Y, en efecto, al amanecer del 7 de noviembre de 1810 apareció en las lomas de Gunyó un verdadero y perfectamente organizado ejército que, también entre vivas al rey Fernando VII, se desplegó presto para el combate. Después del primer cañonazo que señaló el inicio del encuentro, no pasaron dos horas antes de que los realistas se mostraran vencedores y se posesionaran esta vez ellos del pueblo de Aculco. Pero si los insurgentes habían tomado lo que necesitaban de las casas de los vecinos, los soldados realistas robaron de ellas hasta lo que a nadie podía ser de utilidad más que a sus dueños. Y una vez más, para sopresa de todos, a la choza de doña Esperanza no se acercó nadie para saquearla.

La historia oficial se ha esforzado por mostrarnos la Guerra de Independencia como una lucha épica del pueblo mexicano por obtener su libertad política. Pero quienes la experimentaron en carne propia la vivieron más bien como una sangrienta guerra civil de once años de duración en la que quedaron enfrentados y divididos pueblos, hermanos, amigos, vecinos, compadres... Los realistas eran casi todos novohispanos, igual que sus enemigos insurgentes. Así, precisamente después de la batalla de Aculco los propios habitantes del pueblo empezaron a tomar partido por alguno de los bandos y a acusarse mutuamente de ser culpables de las penurias, las plagas y las muertes que acompañaban a la guerra. Cuando una tropa insurgente ocupaba el pueblo, quienes apoyaban la independencia aprovechaban para acusar a sus vecinos realistas y se regocijaban al verlos amenazados por los rebeldes si no entregaban sus bienes. Pero en cuanto los insurgentes dejaban el pueblo al acercarse una partida realista, aquellos comenzaban a temblar por su vida y sus propiedades, pues sabían que serían a su vez acusados. Más de uno fue llamado, según aprovechara la ocasión, insurgente o realista. Otros más sufrieron a manos de rebeldes o leales de venganzas personales motivadas por causas muy distintas a la de esa guerra.

Este estado de cosas afectó incluso a la pobre doña Esperanza, a la que unos veían con malos ojos por atender las enfermedades de sus enemigos, y otros por negarse siempre a preparar algún brebaje que disimuladamente llevara al sepulcro a las personas que odiaban. Que nadie hubiera tocado su casa durante la doble ocupación del pueblo era también motivo de sospecha, pues sólo el diablo, decían, podía haberle brindado esa protección. Si antes siempre la llamaban todos doña Esperanza, entonces ya comúnmente se referían a ella despectivamente como la bruja y su presencia en el pueblo había dejado de ser tan apreciada como antes.

Cierta tarde un grupillo formado por unos cuantos insurgentes aculquenses muy jóvenes (que decían ser seguidores del coronel Polo) se asoleaban despreocupadamente en la azotea de una casa del pueblo que habían tomado por cuartel. Sorpresivamente, sin aviso alguno que hubiera delatado su presencia, diez soldados realistas rodearon la casa y les llamaron con grandes gritos a la rendición. Entre tropezones y tiros lanzados sin puntería a sus atacantes, los insurgentes huyeron saltando por las azoteas vecinas hacia los corrales de las casas. Pero uno de ellos, al apoyarse en un viejo muro de piedra, resbaló y cayó pesadamente al piso. En un instante se vio rodeado por los fusiles de los realistas que le apuntaban al pecho. Llevado a rastras a la presencia del comandante, éste ordenó que fuera ahorcado enseguida, sin formalides de ninguna clase. De nada valieron las súplicas de sus padres: una hora después, su cuerpo se balanceaba en el más alto de los fresnos de la Plaza Mayor de Aculco.

El comandante de la fuerza realista ordenó que el cuerpo de aquel infeliz permaneciera en la horca hasta el día siguiente y para asegurarse de ellos dispuso que nadie se acercara al sitio de la ejecución hasta que todos sus hombres hubieran abandonado el lugar. Antes del amanecer ya esperaban sus deudos la partida de los realistas fuera del mesón en que habían pasado la noche rezando un improvisado rosario, pero cuando se abrieron las grandes puertas y la tropa fue saliendo para tomar el camino de Arroyozarco guardaron un profundo silencio. Encendieron entonces algunos faroles de mano y, sin decir palabra, caminaron hacia el ocuro extremo de la plaza para descolgar al ejecutado.

Mas, al acercarse al lugar, alumbrado apenas por las pocas luces que llevaban en las manos, vieron alejarse precipitadamente un bulto, casi una sombra. La madre ahogó un grito, que se convirtió en espantable lamento cuando estuvo más cerca y vio con horror que el cadáver estaba a medio descolgar y mutilado salvajemente. Pocos minutos después comenzaron a acudir los vecinos, asustados por el lamento y por los gritos de miedo y disgusto que le siguieron, hasta reunirse más de un centenar de ellos al pie del fresno. "Es obra de un coyote que quizo comérselo", observó un viejo. "Pero mire, eso no parecen dentelladas, sino cuchilladas", chilló una mujer envuelta en su rebozo."¿Pero quién podría querer un trozo de ajusticiado?", observó un tendero. "¿Quién? Naturalmente una bruja, una hechicera", le respondió uno de sus empleados, que se las daba de muy leído, y añadió: "Sé bien que el sebo de delincuente es útil en algunas pócimas".

La visible profanación del cuerpo y la simple idea de que aquello era obra de una hechicera pareció enloquecer a la multitud. ¡Mutilar el cuerpo de alguien ya juzgado por Dios! ¡Claro, sólo podía haberlo hecho una bruja, y la única bruja ahí era doña Esperanza!

Enardecidos, los vecinos se dirigieron velozmente a la casa de la curandera, a la que hallaron parada en el umbral de su casucha, mirándolos con ojos desorbitados y como aturdida. Entre gritos e insultos fue amarrada y arrastrada calle abajo, hacia el río, y cuando llegaron al puente de piedra blanca que señalaba el límite del pueblo la arrojaron violentamente al suelo. La pobre anciana no hizo ni el menor esfuerzo por levantarse; sólo volvió los ojos hacia la turba y abrió la boca sin emitir sonido alguno, muda de terror. A la primera piedra arrojada a su rostro por un niño le siguieron decenas, arrancadas del propio empedrado de la calle. En minutos la mujer yacía muerta, era sólo un bilto ensangrentado, pero las pedradas continuaban golpeando el cuerpo inerte, como si quienes las lanzaban simplemente no pudieran detenerse.

Entre el gentío se abrió paso entonces el párroco del pueblo, al que había dado aviso el alcalde, uno de los pocos que inútilmente habían intentado desde el principio frenar a la multitud enajenada. Horrorizado por el crimen cometido por sus propios feligreses, los mismos que cada semana acudían a sus misas, los mismos que diariamente veía y a quienes creía incapaces de mancharse las manos con un acto así, dirigió la vista al cielo que comenzaba a clarear, como rogando a Dios le dijera qué hacer, cómo dirigirse a aquel gentío criminal que en su arrebato se tenía todavía por justiciero. El sol había salido ya cuando el sacerdote comenzó a hablar. Sus palabras mostraban una enorme decepción, un terrible dolor: "¡Insensatos! ¿Cómo pudieron enloquecer así? ¿Cómo pudieron matar a una mujer a la que no le debían ningún mal? ¿Cómo pudieron olvidar todo el bien que le debían? Hoy, aquí, ustedes se han convertido en asesinos del inocente. Con sus manos criminales no han obrado la voluntad de Dios, sino la de Satanás. Es tan grande su pecado como el de aquellos que crucificaron a Nuestro Señor". Como si las palabras del cura y la luz del sol hubieran hecho penetrar un rayo de cordura en todos ellos, de las sonrisas enloquecidas pasaron al llanto, comenzaron a lamentarse de su acción y a implorar perdón. "Perdonado será el que de corazón se arrepienta", les dijo tristemente el padre, "pero llevarán como penitencia su misma vida y salud: cada vez que enfermen, cada vez que uno de los suyos muera de enfermedad, recordarán su crimen hacia la anciana que los pudo haber salvado. Y para que nunca lo olviden, para perpetua memoria de su maldad, este puente será pintado de rojo, para que cada vez que lo miren o transiten sobre él hagan memoria de este gran pecado."

El puente efectivamente fue pintado de rojo como penitencia y por muchos años las autoridades del pueblo se encargaron de renovar su color. Pero el tiempo, que lo borra todo, hizo también olvidar poco a poco las razones de aquello. Incluso llegó el día en que el puente dejó de ser pintado y ya sólo le restó el nombre de Puente Colorado con el que lo seguimos conociendo, aunque su antiguo color apenas se advierta ya en los restos de enlucido.

 

Naturalmente, la historia no me fue contada exactamente así, sino que quise presentarla de una manera un poco más literaria. Lo que puedo asegurarles es que esta narración respeta la esencia de la leyenda que escuché. De cualquier manera, aún si el relato no tiene bases históricas o tradicionales, o si exageré al "vestirlo" para poder presentarlo aquí, no me lo tomen a mal: por lo menos los habrá entretenido un rato.