Los lectores asiduos a este blog saben bien que no me agrada la celebración del Día de Muertos -ese "invento de antropólogos... ocurrencia de Sergei Einsenstein y el Indio Fernández... puchero de Frida Kahlo"- como escribió el genial Guillermo Sheridan. ¿Por qué? Sobre todo por su falsedad y por la adulteración que hizo este "festejo" (no veo otra forma de llamarlo) de las auténticas costumbres mexicanas relacionadas con el Día de Todos los Santos y el de los Fieles Difuntos:
Desde una perspectiva crítica, la antropóloga mexicana Elsa Malvido sostiene que el Día de los Muertos no tiene raíz prehispánica, sino que es una invención cultural que conjuga costumbres católicas y romanas, además de expresiones estadounidenses e irlandesas, y que fue redescubierta en el gobierno de Lázaro Cárdenas por intelectuales, comunistas, anticlericales y masones que querían subrayar la identidad prehispánica de los mexicanos. Juan Antonio Flores Martos, "Transformismo y transculturación de un culto novomestizo emergente".
Por ello algunos años, si es posible, me gusta aportar textos relacionado con la muerte, pero alejándome de ese nefasto festival -supuestamente "tan mexicano"- y haciéndolo más cerca de la verdadera forma como nuestros antepasados la veían. Si quieres, puedes leer aquí los textos sobre el tema publicados en 2010, otro de 2010 y 2011.
Dicho lo anterior, vayamos al asunto. Esta vez voy a platicarles de un par de interesantísimas pinturas que existen en la parroquia de Aculco y que se refieren precisamente a la idea principal bajo el dogma católico detrás de las conmemoraciones de estos días: la vida eterna. Estos óleos representan a un alma gloriosa y a un alma condenada. Las obras se hallaban antiguamente sobre las puertas del cancel inmediato a la entrada del templo y fueron retiradas de ese sitio en tiempos de los padres agustinos (entre 1951 y 1964). Por mucho tiempo rodaron por distintas estancias del antiguo convento, hasta que hace ya varios años fueron colocadas en su actual ubicación en la sacristía.
Por su estilo, las pinturas parecen ser de principios del siglo XIX. En todo caso se trata de obras de marcado carácter popular, que por lo mismo resultan más difíciles de datar que los que se deben a los mejores pintores de cualquier época. Según recogió el cronista de Aculco Domingo Gaspar Sampayo (1), fueron ejecutadas por un artista prácticamente desconocido de nombre José Jacob. Las dos pinturas cuentan todavía con sus marcos, muy sencillos, de madera dorada. Sus medidas son aproximadamente de 1.85 x 1.40 m.
En el primer cuadro, sobre un fondo claro, el alma gloriosa aparece representada en figura de mujer, descalza, con las manos juntas en actitud de oración, la vista dirigida al cielo y vestida con túnica blanca. Sobre el pecho lleva una especie de escapulario rojo en forma de corazón. Al lado derecho un ángel, de corta túnica azul y manto rojo, la toma por el hombro y señala al cielo. Del lado izquierdo aparecen una serie de motivos algo confusos, pero que parecen representar las tentaciones del mundo y las vanidades a las que ha renunciado el alma para alcanzar la salvación, o es quizá una vista del Paraíso.
En el segundo cuadro el alma condenada aparece, por el contrario, sobre un fondo oscuro y tenebroso. Es un hombre con la barba crecida, la mirada baja, vestido con harapos y sujeto con cadenas. Del lado izquierdo, la muerte representada en forma de esqueleto corta el hilo de su vida. Del lado derecho y por lo bajo, un demonio se apresta a apoderarse de él y sumirlo en las llamas eternas del Infierno que asoman bajo sus pies.
Unos malos versos acompañan a las figuras en grandes cartelas; los del alma gloriosa no han sido transcritos y se los debo a mis lectores. Los de su compañero, el condenado, más largos e interesantes, rezan así, según la transcripción que hizo de ellos el propio Sampayo (a la que corrijo la puntuación):
Mira de tu alma un dechado,pecador endurecido,que estás de culpas herido,en el más mísero estado.De obstinación el candadote echas, sin apelación,pues sin tener contriciónno encuentras el asilo.Cortando la muerte el hilopara tu condenación,asido en fuertes cadenas,de los demonios cercado,te miras en mal estado,presito en eternas penas.Advierte que tu condena, que tu vidade ese incierto letargo despiertahaciendo gran penitencia,porque la suma clemencia,te abra del perdón las puertas.
Y en la otra inscripción se revela el sentido de la iconografía:
Relega en que a este hombrecon cuidado mortal viviente,al verlo tan herido,entre vicios y culpas sumergido,que su mala conciencia lo ha llevado.Para que no confiese es el candado,que en sus labios le son tan oprimidos,en grillos y cadenas tan asidoque al infierno se va precipitado,la muerte corta el hilo de su vida,que enmiéndate, que puede que te sucedael que vayas a la cárcel tan temida,en el que entra, para siempre queda.
El Catecismo del padre Jerónimo de Ripalda (1591), que sirvió durante siglos para educar a los católicos en el conocimiento de su fe, menciona entre los "artículos de fe que pertenecen a la santa humanidad":
El séptimo, creer que vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos, conviene a saber, a los buenos para darles gloria, porque guardaron sus santos Mandamientos; y a los malos pena perdurable, porque no los guardaron.
Estos cuadros servían, pues, para recordar al creyente ese artículo de fe y con él las consecuencias que en la vida eterna tendrían sus actos de la vida mortal. Vistas con respeto (y aún algo de miedo) por muchas generaciones de aculquenses, fueron ambas almas al cabo condenadas, pero al olvido, por alguien que pensó, quizá, que con su crudeza herían la sensibilidad de los feligreses.
Ofrezco una disculpa a mis lectores por la mala calidad de las fotografías. Espero que en un futuro no muy lejano pueda cambiarlas por otras mejores.
 
NOTAS
(1) Sampayo, Domigo Gaspar. Aculco. Monografía municipal, México, Gobierno del Estado de México, 1987, p. 81.