La Biblioteca Mexiquense del Bicentenario está formada por una serie de publicaciones divida en varias colecciones temáticas, que el Gobierno del Estado de México ha venido publicando como parte de su contribución a los festejos por los 200 años del inicio de la Guerra de Independencia y los 100 años de la Revolución Mexicana. Hasta ahora, esta serie representa el único esfuerzo editorial amplio, concreto y estable dedicado a estas conmemoraciones, lo que sin duda contrasta con la desorganización que campea en otras instancias culturales estatales y sobre todo federales.
En cuanto a la calidad de sus libros, la Biblioteca Mexiquense del Bicentenario ha publicado obras perfectamente impresas, muy bien editadas, algunas mediocremente encuadernadas y con contenidos que van desde lo excelente hasta lo mediocre. En esta ocasión hablaremos de dos libros publicados en esta Biblioteca que tratan temas aculquenses y que contrastan específicamente en esto último: la calidad de sus textos.
Conventos mexiquenses, esplendor del arte virreinal.
Secretaría de Turismo.
Biblioteca Mexiquense del Bicentenario. Colección Mayor.
México, 2006.
19.8 x 27.5 cm.
168 pp.
INAH/CNA/Gobierno del Estado de México
El convento franciscano de Aculco ha sido habitualmente marginado de los libros que tratan de historia y arte novohispano, lo que es comprensible puesto que artísticamente es de segundo nivel. La excepción a esa marginación es el ensayo "La vicaría de Aculco", escrito por una muy joven (y, quizá por ello, aún poco atinada) Elisa Vargas Lugo, en 1954, y publicado en el número 22 de los Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas. Ella misma incluyó unos pocos renglones tomados de las conclusiones de aquel ensayo en su obra Las portadas religiosas en México(México, 1969). Por ello, resulta grato ver que esta vez el convento de Aculco no fue olvidado al tratar de las fundaciones franciscanas, dominicas y agustinas de nuestro estado, y aún más, que esta obra exhibe hermosas fotografías del inmueble.
Sin embargo, lo deplorable resulta que el autor del texto abrevó de publicaciones tan añejas como rebasadas para intentar hablarnos del convento de Aculco. Comienza por indicarnos que "Aculco debió haber sido una de las cabeceras del gran señorío otomí que tenía su cabecera en Jilotepec", afirmación gratuita que no puede sustentarse ni en los códices, ni en documentos coloniales, ni en la arqueología. Enseguida, después de aclarar el significado del nombre del pueblo, el autor escribe que "numerosas carretas y diligencias pasaban por el pueblo camino a las minas de zacatecas o a la ciudad de México", verdad a medias pues Aculco no era en realidad lugar de paso, sino de residencia de los arrieros del Camino Real de Tierra Adentro. Es más, las diligencias como tales nunca pasaron por Aculco, sino por Arroyozarco.
Preo precisamente el autor habla ahora de la hacienda de Arroyozarco y para ello ¡transcribe un párrafo de la vieja y malísima monografía municipal de 1973! Quizá eso puede no parecer tan deplorable, pero sí lo es que entre otras cosas confunda la fecha de expulsión de los jesuitas y la ubica en 1760, cuando en realidad ocurrió en 1767.
Después de proporcionarnos algunos datos aislados, a veces poco precisos de su fundación, el autor nos dice que el templo "hacia 1759 fue denominado parroquia, once años antes de que las tropas del cura Miguel Hidalgo sufrieran su primera derrota en la búsqueda de la independencia de México, cuando los soldados de Calleja lo interceptaron en un paraje cercano a Aculco". Aquí el error ya toma tintes más serios, pues según el autor el ejército de Hidalgo pasó por Aculco ¡en 1770! 40 años antes de que en verdad ocurriera ese suceso.
En fin. El autor nos cuenta después que el terremoto de 1912 "obligó a la reconstrucción del conjunto conventual, actualmente convertido en casa cural de no mucha calidad arquitectónica, dotada de arcos chaparros en dos niveles, con una portería, columnas de madera, puertas entableradas y bóvedas". Ciertamente, el terremoto del 19 de noviembre de 1912 causó daños, pero muy específicos y exclusivamente en el templo: cuarteaduras longitudinales en la bóveda y desplazamiento de las dovelas de los arcos de su campanario. Lo sabemos con precisión gracias al detallado estudio de Urbina y Camacho, La Zona Megaseísmica de Acambay-Tixmadejé, disponible en línea. Por tal motivo, el conjunto conventual no ameritó una reconstrucción (error en el que también cayó Elisa Vargas Lugo), sino sólo sencillas reparaciones que concluyeron poco más de un año después, en marzo de 1914.
Además, resulta excesivo hablar de la supuesta "no mucha calidad arquitectónica" de la actual casa cural, haciendo a un lado los muchos detalles de este edificio que no admiten el calificativo de mediocres, como son el hermosísimo reloj de sol, la singular sacristía, la escalinata e incluso las arquerías y el antepecho de la segunda planta del claustro, que probablemente el autor ni siquiera conoce.
Siguiendo también a Vargas Lugo, el autor intenta explicarnos que las capillas posas del atrio son de mayor calidad que la portada de la iglesia, afirmación muy discutible pues forman en realidad un conjunto con valores arquitectónicos equivalentes. Pero lo hace con una frase que no es nada clara: "en el atrio hay cuatro capillas posas, muy pequeñas empañadas por la portada de estilo barroco de la Iglesia." ¿Empañadas? ¿Querrá decir opacadas? ¿Pero si es opacadas, no es esta conclusión contraria a la de Vargas Lugo?
Como sea, el autor hace enseguida un inventario de los detalles interesantes de la fachada de la iglesia, entre los que incluye las "columnas pareadas", contrafuertes (que nada tienen de notables), "arco de acceso", "nichos con esculturas" y "relieves de un escudo franciscano", cuando en realidad son dos los escudos franciscanos que ostenta la parroquia. "Destacan además", nos dice el autor, "la ventana del coro, las columnas salomónicas, las gárgolas y el remate, con el relieve de Dios Padre". Este inventario omite las razones por las que estos elementos son notables. Por ejemplo, las gárgolas que tienen marcado aire medieval y adoptan la forma de un león que da un zarpazo a un pez. O el remate, en el que lo notable no es el relieve de Dios Padre, sino los Desposorios Místicos de Santa Rosa de Lima en los que aparece como expresión del naciente nacionalismo criollo, además de la santa peruana, un indio arrodillado, con penacho, faldellín y carcaj, que en su escudo o chimali lleva una M, que representa a México.
El cúmulo de errores concluye con una errata geográfica: Aculco no se encuentra a 2,300 metros de altitud, como supone el autor del texto, sino a 2,440.
Haciendas mexiquenses, cuatro siglos de historia.
Biblioteca Mexiquense del Bicentenario. Colección mayor.
México, 2008.
19.8 x 27.5 cm.
168 pp.
Gobierno del Estado de México.
El mal sabor de boca que nos deja el libro Conventos Mexiquenses nos lo quita, por fortuna, el segundo libro que reseñaremos, dedicado a las haciendas del Estado de México. Es esta una bella obra, de calidad editorial e iconográfica un poco superior al de Conventos Mexiquenses, muy al estilo de Haciendas de México publicado por Fomento Cultural Banamex, pero sobre todo con un contenido mucho más actualizado y preciso, por lo menos en lo que respecta a las haciendas del municipio de Aculco.
En efecto, el libro incluye textos sobre las tres principales haciendas de la jurisdicción de Aculco: Arroyozarco, Ñadó y Cofradía (que no necesita el apellido de "Chica" que le endilga el autor para distinguirla de Cofradía Grande, ésta sí denominada con ese calificativo de manera tradicional). Una breve y bien elaborada introducción que habla de la región Noroeste de la entidad y un mapa que sitúa estas haciendas en el territorio estatal, preceden a los textos que hablan específicamente de estas haciendas. El primero es el de Arroyozarco, bien documentado, actualizado, pero con la falla de incluir solamente fotografías lo que fue el antiguo Molino y Fábrica de Casimires "El Progreso", cuando podrían haberse agregado sin duda otras más interesantes del casco jesuita, la capilla, el Hotel de Diligencias y el edificio del Despacho.
Páginas adelante, después de hablar de la hacienda de Solís, de viene el texto que se refiere a la hacienda de Ñadó. Si bien en este caso el autor tuvo que recurrir a una bibliografía más amplia dado que no existen investigaciones monográficas sobre esta propiedad (hasta ahora, pues un libro dedicado a ella y escrito por Javier Lara Bayón y Víctor Manuel Lara Bayón está por ser publicado), el autor resuelve bien el problema, utilizando fuentes escogidas con estimable acierto.
El texto dedicado a la hacienda de Cofradía resulta mucho más breve e impreciso que los anteriores, como si el autor hubiera intentado acomodar los escasos datos históricos obtenidos sobre esta finca entre frases demasiado elaboradas o con información muy secundaria. Esa escasez de información, sin embargo, es reconocida por el autor y todos los datos que logró recabar son precisos. De hecho, constituyen prácticamente todo lo que incluso nosotros, más cercanos e interesados en la historia de esta hacienda, sabíamos de ella hasta hace muy pocos años. Compensa sin duda estas carencias las magníficas fotografías de la propiedad, sobre todo las del patio que permiten ver sus hermosos corredores cubiertos de murales de principios del siglo XX. Eso sí, se extraña alguna fotografía del portal principal de la casa, en lugar de una vista panorámica muy poco interesante.
En conclusión, a diferencia del libro de Conventos Mexiquenses, la información que se aporta en Haciendas Mexiquenses sobre los monumentos históricos de nuestro municipio sí resulta apreciable en contexto de un repertorio de las haciendas del Estado de México. Lo que sí debemos lamentar es la dificultad para conseguir un ejemplar impreso desde la ciudad de México, lo que nos ha sido imposible hasta el momento, y sólo hemos podido consultarla en su versión flash, disponible en Internet en el sitio web del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal.